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África No es un paísÁfrica No es un país
Coordinado por Lola Huete Machado
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La fiebre del oro llega a Mauritania

José Naranjo

Gigantescas pepitas de oro, el sueño de miles de mauritanos.

Lo han bautizado con el nombre de Noughta Sakhina (el punto caliente). Cientos de jaimas y tiendas de campaña se extienden aquí y allá, de manera improvisada, en una enorme superficie desértica situada en la región Mauritania de Inchiri, unos 200 kilómetros al norte de la capital. Unas treinta mil personas, casi todos hombres, sobreviven en este páramo y en otros cercanos y cada día llegan nuevos habitantes. Puestos de carne a la brasa, tiendas donde comprar tarjetas telefónicas o galletas, vendedores de gasoil en garrafas. ¿Qué hacen todos estos seres humanos aquí? La respuesta es sencilla, han sido seducidos por la nueva moda del enriquecimiento rápido en este país africano y la mayoría ha empeñado una pequeña fortuna en esta versión moderna de una antigua historia. La fiebre del oro ha llegado a Mauritania.

Todo comenzó hace unos meses. En la última década, este país africano ha visto cómo grandes empresas mineras como las canadienses Kinross Gold Corporation y First Quantum se instalaban en su suelo para comenzar la explotación del oro. Y claro, al igual que ha ocurrido en otros países, era cuestión de tiempo que se extendiera el rumor de que era posible encontrar oro en las zonas aledañas a estas grandes minas. El razonamiento es sencillo. “Si a veinte o cincuenta o cien kilómetros hay oro, ¿por qué no va a haberlo aquí?”. Sólo falta un acontecimiento que desencadene la locura. Puede ser un hecho real, un rumor, una mentira interesada, unas fotos circulando de móvil en móvil. Da igual. El caso es que oro, haberlo, haylo. Lo que no se sabe es si habrá suficiente para todos.

Mansa Musa, emperador de Malí, representado con una enorme pieza de oro en la mano.

Este metal no es ajeno a África occidental, nunca lo fue. Desde la época del comercio caravanero que surtía al mundo árabe del oro procedente de las minas de Bambuk, en la actual Guinea, o la exhibición dorada del imperio de los Ashanti y su banqueta real en el territorio que luego se llamó Ghana, hasta la actual producción en países como Senegal, Burkina Faso o Malí, la explotación del oro ha estado siempre presente en la región. “Hay una veta enorme que va desde el sur del Sahara Occidental y se adentra en el desierto mauritano hasta la región del Adrar. La enorme erosión que sufre el suelo en el desierto ha provocado que esta veta no esté demasiado profunda y que haya afloramientos”, asegura con rotundidad y aparente erudición Jemal Al Houceini, a quien los ojos le brillan como dos pepitas.

Una mañana de finales de abril en la calle Charles de Gaulle de la capital mauritana. Decenas de personas se arremolinan sobre la acera y ocupan parte del asfalto, entorpeciendo la circulación. Sobre las puertas de tres o cuatro tiendas unos carteles recién instalados muestran lo que toda esta gente ha venido a buscar: detectores de metales. Es el gran negocio. Cada uno de ellos puede llegar a costar unos 2.500 euros y no es fácil encontrarlos, unidades que llegan al puerto, unidades que se venden en un santiamén. Y este es solo el primer obstáculo. Porque el Estado ha decidido intervenir para regular esta incipiente actividad hasta ahora fuera de control.



Explotación minera de Kinross en Tasiast, Mauritania.

El pasado 25 de abril se abrió la veda. Ante la avalancha de buscadores de oro y dadas las quejas de algunas grandes compañías mineras, que temen que los aventureros se adentren en zonas que les habían sido adjudicadas para futuras explotaciones, el Gobierno mauritano ha fijado un área concreta, eso sí, previo pago de una licencia que cuesta 250 euros y permite buscar durante un periodo de cuatro meses. Algo más de 16.000 autorizaciones han sido expedidas. La Gendarmería y la Policía de Minas ya están sobre aviso para desalojar a todo aquel que se salga del perímetro establecido o que no cuente con la preceptiva autorización.

Ahmed ya tiene el papel y el detector, que ha comprado de manera colectiva con cinco familiares. “Ahora vamos a alquilar un coche, preparar la tienda y aprovisionarnos. Mañana mismo salimos para allá, un primo nos espera desde hace una semana en el lugar”. Para despejar la incredulidad del periodista, esgrime su teléfono móvil y muestra unas gigantescas pepitas que reposan sobre unas sucias manos. “Esto es lo que está pasando”, asegura con una sonrisa, “hay que darse prisa antes de que nos echen a todos de allí”. Un funcionario asegura que se está extrayendo entre tres y cinco kilos de oro al día, una auténtica fortuna para quienes tienen la suerte de encontrarlo. Desde hace días el precio del alquiler de vehículos 4x4 se ha doblado, prácticamente no quedan en el mercado. Y es que la tentación es muy poderosa.

Anuncio de detectores para Mauritania, un negocio floreciente.

El negocio es floreciente. No es sólo el Estado que asiste a un suministro de fondos inesperado para sus exhaustas arcas tras la caída de los precios de las materias primas en el mercado internacional. También ganan los importadores y vendedores de detectores, las agencias de alquiler de coches… y los especuladores. Tras coger la carretera que va a Nuadibú y llegados al punto kilométrico 178 hay que desviarse por una pista de tierra construida en su día por una fábrica de agua mineral durante 130 kilómetros más. Allí, en este nuevo pueblo surgido de la nada, todo se vende y se compra, nunca mejor dicho, a precio de oro. Una garrafa de agua puede costar hasta ocho euros y el valor de los productos de primera necesidad se ha triplicado.

Sin embargo, nada parece desmotivar a los buscadores de oro. Ahmedou, desempleado, se muestra entusiasta. “Dios ha querido que en nuestro país existan estos inmensos recursos. ¿Por qué vamos a dejar que sean los extranjeros quienes se aprovechen de ellos? Si Dios quiere, en unos meses habré vuelto con el dinero suficiente para mejorar mis condiciones de vida y las de mi familia, ¿qué hay de malo en ello?”. La voz se ha corrido por todo el país y no se habla de otra cosa. Los aventureros llegan de todas las regiones del país con el sueño en la mirada y dispuestos a invertir una fortuna. Algunos, por el contrario, se muestran escépticos. “Me parece que hay un gigantesco negocio detrás de todo esto y que la fiebre es en realidad humo. Algo de oro hay, claro que sí, pero dudo que sea suficiente para todos. No puedo entender que hasta ahora no se hubiera descubierto algo así”, opina Lavrack.

En un oasis cerca de Chinguetti, acunado por las hermosas dunas del desierto, el joven camellero Mohamed Deya escucha atentamente la conversación entre sorbos de té mientras cae la tarde. Han venido desde más al sur a este punto de agua vigilando siempre de cerca a sus animales, que durante el día vagan a su aire por la arena y las enormes superficies desoladas. Hasta aquí ha llegado la noticia del oro. “No puedo salir corriendo y dejar a los camellos solos”, dice encogiéndose de hombros. Tras quedarse un rato en silencio retoma el hilo. “Además, ¿de qué me sirve tanto dinero aquí?”, remata con una sonrisa. Arriba, las estrellas empiezan a asomar. A cuatrocientos kilómetros de este paraíso, en la región de Inchiri, el afán es otro bien distinto y ni siquiera la noche interrumpe la búsqueda.

Sobre la firma

José Naranjo
Colaborador de EL PAÍS en África occidental, reside en Senegal desde 2011. Ha cubierto la guerra de Malí, las epidemias de ébola en Guinea, Sierra Leona, Liberia y Congo, el terrorismo en el Sahel y las rutas migratorias africanas. Sus últimos libros son 'Los Invisibles de Kolda' (Península, 2009) y 'El río que desafía al desierto' (Azulia, 2019).

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