Christoph Waltz, un refinado villano con dos Oscar
Nos citamos con el actor austriaco, un hombre con una misión: acabar con James Bond en lo nuevo de la saga, ‘Spectre’
Una pena que los vendedores de enciclopedias a domicilio hayan desaparecido. Otra víctima más de la era digital. No es que los eche de menos, pero esa cortesía sin límites, llena de adulaciones y galanterías, unida a ese pie en la puerta, forzando su entrada a tu domicilio pero siempre con una sonrisa, ese comportamiento educado, de verborrea imparable pero rayando la violencia, es el que se me viene a la cabeza cuando coincido con Christoph Waltz en los Smashbox Studios de Los Ángeles.
No es la primera vez que nos vemos y el sentimiento siempre es el mismo. Como cuando nos vimos durante la entrega de los Globos de Oro y no dudó un segundo en venir conmigo a la trasera del escenario, dócil, interesado, sin necesidad de consultar con su manager, cual caballero que acompaña a una dama, para un instante más tarde recular cual gato que pasa de ronronearte a sacar las uñas en el momento en el que se lo pensó mejor y decidió huir de la sala de prensa. Su temperatura pasó de cálida a gélida. Hace poco coincidimos de nuevo en México, donde se hallaba rodando Spectre, su próximo estreno (6 de noviembre en España), la nueva entrega de ese renacimiento popular y crítico que James Bond viene protagonizando con Casino royale (2006), Quantum of solace (2008) y Skyfall (2012). Vino a la capital mexicana para atender a la prensa, volando ese mismo día para nuestra cita, aunque eso supusiera volver a coger otro avión horas más tarde. Sin embargo, al comienzo de nuestra conversación sus primeras palabras fueron que la experiencia resultó “tan ridícula” como sospechó que sería.
Ahhhh, la cultura del selfie. Es lo único que sí me incomoda... La gente, por lo general, acepta mi negativa a hacerme fotos. Digo por lo general, porque siempre hay quien no entiende que no quiero estar en su Instagram”
A Waltz no le gusta hablar con la prensa. Eso es un hecho. Algo muy obvio cuando te encuentras con él. Y su vida personal, ni la mentes. Pero es un caballero y tiene claro que hablar con los medios es algo que viene con su trabajo. Así pues, en las entrevistas actúa. Además, otra cosa no, pero labia tiene un rato, una de esas especies al borde de la extinción en Hollywood que no necesita muletillas ni dejes al final de cada idea, capaz de construir frases con sujeto, verbo y predicado y de mostrar un extenso uso de vocabulario en el que desempolva todas las palabras esdrújulas que conoce. “Sería un buen lector de enciclopedias”, me dice dándole la vuelta a la tortilla. “Llevo tantos años como actor que no sé si esto me viene de cuna o es deformación profesional. Mi madre era artista. Me contó que pasó 20 años intentando dibujar lo que tenía en la cabeza. Cuando creyó conseguirlo, reparó en que era muy probable que, en realidad, no lo hubiese logrado. Su cabeza se había adaptado a sus dibujos, no al revés”.
Bendito bastardo — A Waltz también le llevó lo suyo plasmar lo que llevaba en la cabeza. Este austríaco de 58 años fue actor casi desde la cuna, con una larga tradición de artistas en su familia que se remonta hasta sus bisabuelos. Su deseo por encontrar su visión interpretativa le llevó al Actor’s Studio neoyorquino y al legendario seminario de Max Reinhardt en Viena para aprender ópera. Pero tuvieron que pasar casi cuatro décadas como actor, principalmente de televisión, hasta que un visionario como Quentin Tarantino le dio la oportunidad de su vida: el personaje de ese sádico encantador que era el Coronel Hans Landa, el “cazador de judíos” que le llevó de la nada al Oscar con Malditos bastardos.
A posteriori es fácil ver en Waltz a ese militar increíblemente educado y capaz de seducir a sus víctimas con sus palabras y sus modales, incluso cuando les está diciendo que les va a mandar a una muerte segura y, probablemente, dolorosa. Podría hacerlo sin perder ni la sonrisa ni la elocuencia. Sin embargo, aquí está, con los brazos en cruz, sumiso y servicial, dejándose fotografiar para ICON mientras le visten de Louis Vuitton, Prada, Ferragamo, Gucci, Dolce & Gabbana y lo que le echen. “Esto no es lo mío”, confiesa manteniendo su corta figura perfectamente erguida e inmóvil y sólo gesticulando con sus manos para señalar la totalidad de lo que viste. “Yo no entiendo de moda y las sesiones fotográficas no son mi terreno. Dejo que otros me cuiden. Y Ángela [la estilista] es un encanto, así que le dejo decidir. Mi opinión no es interesante ni para mí”, añade dócil y amable, aunque sin poder eliminar esa pizca de picardía maliciosa de su mirada.
Hay obras clásicas que resultan más modernas que todo lo que vemos hoy"
Todo un caballero, le provoco. “Quizá no lo soy”, se escuda enseguida. La sonrisa se extiende calculada por todo su rostro, sin mover ningún otro músculo. “Por eso mismo no me gusta mostrar lo que hay detrás. Por algo decimos la palabra detrás. Por algo se llama fuera de cámara. Off camera. Behind the camera. ¿O es behind camera?”, titubea, consumado políglota él, que además de alemán e inglés habla francés y algo de italiano. “No es un concepto nuevo. Está perfectamente definido en la dramaturgia desde hace miles de años, y nada ha cambiado. Digital o analógica, la percepción es la misma y me da igual que desde Silicon Valley nos quieran hacer cambiar de opinión. Desde el principio de los tiempos hay un delante y un detrás. A un lado: quien soy; al otro: la percepción que se tiene de mí. No tienen nada que ver”.
Delante de las cámaras, su magia es indudable. Dos premios Oscar, ambos bajo las órdenes de Tarantino, le avalan: por Malditos bastardos (2010) y Django desencadenado (2013). No hay que pedirle nada. Por mucho que la moda no sea lo suyo entra al juego sin titubear. Se esconde entre el cuello de la camisa, sonríe a cámara, vuelve a dejar el gesto inmóvil, busca otra mirada, disfruta con el penacho a lo Tintín que le sale de un pelo salteado de canas. No lleva una gota de maquillaje y sin embargo el rostro responde a la perfección bajo cualquiera de los focos. Delante de las cámaras no esconde nada. Pero a proteger su vida privada pocos le ganan. No es que se haga el mártir. Simplemente, se cierra en banda y no comparte la intimidad de su vida.
“Ahhhh, la cultura del selfie…”, lamenta. “Es lo único que sí me incomoda. No es queja. No la tengo porque me muevo con libertad, no necesito guardaespaldas ni tratamiento especial. Me niego a verme como una víctima cuando tengo el privilegio de amar lo que hago y hacer lo que amo. Además, la gente, por lo general, acepta mi negativa a hacerme fotos. Digo por lo general, porque siempre hay quien no entiende que no quiero estar en su Instagram”. Waltz se divorció de su primera esposa, con la que tiene tres hijos. Su pareja actual es la diseñadora Judith Holste, con la que tiene un hijo de diez años.
La nueva de James Bond — Hoy el pacto es que no podemos entrar en detalles de Spectre, la vigésimocuarta película de la saga de James Bond, que dirige Sam Mendes y donde Waltz interpreta el papel de Franz Oberhauser, alguien relacionado con la nunca filmada infancia de Bond. También es, con toda probabilidad, alguien relacionado con la pérfida asociación S.P.E.C.T.R.E. que da título a la película, la misma que otorgó, en los años sesenta, sus mejores momentos a la saga. No lo aclara. Waltz es bueno obviando el tema. Hace poco más de seis meses incluso me negaba que fuera a participar en la película.
La malicia vuelve a su mirada. En lugar de responderme, me invita a café, un expreso doble como el que él se pide. “Es lo único en este país que no es gigantesco”, asegura como buen europeo. Sigue sin querer hablar de Bond. No es personal. Y va más allá de su acuerdo contractual. Son muchos los actores que se saltan sus propios embargos. Está relacionado con lo que hablábamos hace un segundo, con la diferencia entre lo que pasa delante y detrás de las cámaras, una regla que parece el Código Waltz de Conducta en Hollywood.“Las películas deben de hablar por sí mismas. Lamento profundamente esta industria llena de historias sobre cómo se hizo, detrás de las cámaras, nos adentramos en la filmación… Porque son precisamente ese tipo de informaciones las que abaratan lo que hacemos. Las palabras maravillar, sorprender, fascinar carecen a estas alturas de significado porque se utilizan para todo. Abaratamos sentimientos como estos. ¿Crear trabajo? ¿Dinero?”, gruñe cordial y da con ello carpetazo a cualquier posible destripe del esperado nuevo Bond, que se estrenará el próximo noviembre en España.
Una bestia llamada cine — Vuelvo a la carga pero ni yo ni el expreso doble le hacemos perder la compostura. “No soy un ejecutivo ni un encargado de marketing. Soy un actor. Y una película es una maquinaria como la que engullía a Charlie Chaplin en Tiempos modernos. Está la interpretación, la dirección, la fotografía...”, explica, mientras hace el gesto de engranar una maquinaria imaginaria, imitando al genio del bastón y el bombín en este clásico de la comedia. “Al final, de filmes mediocres salen pequeñas joyas, y grandes interpretaciones se convierten en pedestres si no están bien acompañadas. Así es esta bestia llamada cine”.
De esto no le importa hablar. Al revés. Se emociona divagando sobre la diferencia entre arte e industria. Le gusta tanto que su voz incluso se impone sobre la música de ambiente que sale de los altavoces. Nadie parece prestarle atención pese a que ahora es un perfecto arlequín de la Comedia del Arte que tanto cita, todo brazos y piernas, gesticulando para subrayar cada una de sus aseveraciones, como hizo al trabajar con Tim Burton el año pasado en Big eyes. Escuchándole hablar del arte con mayúsculas es fácil preguntarle qué hace aquí, en Hollywood, haciendo cine. Él, un europeo erudito que en una misma frase habla de Goldoni, Molière y Shakespeare, incluso cuando está promocionando el próximo Bond. “Hay obras clásicas que resultan más modernas que todo lo que vemos hoy, trabajos que confirman mi teoría de que, desde el punto más álgido del modernismo, estamos en regresión”, reflexiona.
Al final, de filmes mediocres salen pequeñas joyas, y grandes interpretaciones se convierten en pedestres si no están bien acompañadas. Así es esta bestia llamada cine”
Entonces, ¿qué hace aquí?, insisto, en la cuna de lo kitsch y del cine como industria. ¿Por qué no dedicarse al teatro? ¿A la ópera? Al cine independiente, incluso. A una forma más artística y menos comercial que la interpretación de un potencial taquillazo. Se detiene un segundo. Sólo para dejar la taza y arrancar de nuevo. “El cine es la culminación del arte narrativo. El arte más completo. Una expresión artística que funciona a todos los niveles. Lo más parecido a la música, y no hablo de la música de películas sino de toda la experiencia. Todo es música y ritmo. El cine, el buen cine, funciona a todos los niveles”.
¿Incluso el comercial? “Esa es sólo una parte de la cuestión”, responde al ritmo del Baby, I need your lovin’, de los Four Tops, que ahora resuena en la habitación. “Porque lo primero es la historia. Yo no soy más que un músico de orquesta. Ni tan siquiera el solista. La historia, y utilizo la palabra a propósito, es lo primero. Lo que nos conecta. Tiene que ser por y para el espectador. Sería ridículo decir que no hay nada distinto entre una producción así y otra independiente. Pero la gran diferencia no son los millones, sino el tiempo que te compran. Claro que eso me lleva a hacer cosas que no tienen nada que ver conmigo. La promoción de las películas supera a las películas en sí mismas. ¡Para que luego hablemos de la especulación inmobiliaria! Pero mi interés sigue siendo el cine como arte, no como mercancía. Y por eso estoy aquí. Además, no puedes culpar al Papa de ser católico. Lo mismo, en el cine”, remata, asestándote la puntilla antes de volver a la sesión fotográfica. Tampoco puedes culpar a Christoph Waltz de ser quien es.
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