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Palos de ciego
Columna
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Hitler, Isabel II y la nueva política

Es idiota estar con la llamada nueva política sólo porque es nueva: hay que estarlo, si se está, porque es buena o mejor que la vieja

Javier Cercas

Pareció una serpiente de verano, uno de esos bombazos informativos tan ruidosos como irrelevantes que los periódicos estivales publican para aliviar la carestía de noticias. El 18 de julio pasado, el diario sensacionalista británico The Sun llevó a su portada una foto de la reina Isabel II haciendo el saludo nazi. La imagen procedía de una hasta entonces desconocida película casera de 17 segundos rodada en 1933; en ella aparece la reina madre haciendo el saludo nazi, y luego su hijo Eduardo, futuro Eduardo VIII, enseñándole a hacerlo a su sobrina Isabel y haciéndolo él mismo. La noticia desató la ira de la casa real británica, que recordó que en 1933 Isabel II contaba apenas siete años y no era consciente del significado de su gesto, y también que aquel año Hitler acababa de llegar al poder y “nadie sabía cómo evolucionaría”; por su parte, The Sun se defendió asegurando que la imagen posee “una gran importancia histórica”. El periódico quizá exagera, pero este tipo de noticia es cualquier cosa menos irrelevante; también cualquier cosa menos infrecuente. Hace un par de años, por ejemplo, se publicaron los diarios de un viaje realizado por John F. Kennedy a través de la Alemania nazi, y gracias a ellos nos enteramos del atractivo ideológico que Hitler ejerció sobre el futuro presidente norteamericano, y de que éste, a sus 20 años, consideraba que el nazismo era la mejor solución política para Alemania.

No hubiera debido extrañarnos; tampoco las imágenes de Isabel II. Éstas nos recuerdan cosas que tendemos a olvidar. Nos recuerdan, por ejemplo, que Eduardo VIII, quien reinó en su país durante 1936, no sólo fue un admirador confeso de Hitler, sino que en 1940 llegó a suministrar información secreta a los alemanes acerca de la respuesta que preparaban los aliados a una hipotética invasión de Bélgica por las tropas de Hitler; de hecho, se pasó la guerra conspirando contra su país, hasta que Churchill consiguió quitárselo de encima y mandarlo al Caribe. Esas imágenes nos recuerdan también la irrefrenable simpatía que una parte de Gran Bretaña –sobre todo la aristocracia británica– sentía por Hitler y, como las querencias nazis de Kennedy, nos recuerdan, en fin, que Hitler fascinó a media Europa, o más bien a medio mundo. Es indispensable recordarlo.

Cuando el pasado no nos gusta, tendemos a esconderlo o maquillarlo

Desde hace algún tiempo oímos hablar con entusiasmo, en España, del fin de la vieja política y el principio de la nueva; nadie aclara en qué consiste la nueva política, pero bienvenida sea, siempre que sea mejor que la vieja. No siempre es así; en los años treinta, sin ir más lejos, no fue así: entonces, la vieja política era la polvorienta e ineficiente democracia parlamentaria –el “charlamentarismo”, como lo llamaba Unamuno–, que no prometía más que componendas y tedioso diálogo y lentas reformas parciales, mientras que la nueva política era el nazismo o el fascismo (también el comunismo), que poseían una irresistible sugestión juvenil de modernidad y cuyos líderes arrebataban a las masas con su carisma y sus discursos épicos y emotivos e ilusionaban a la gente con sus promesas de acabar con el gradualismo resignado, corrupto y burgués y de traer un futuro radiante. Ya ven: resulta que en los años treinta la nueva política era infinitamente peor que la vieja. No estoy diciendo que ahora, en España, haya que estar a la fuerza contra la llamada nueva política; estoy diciendo que es idiota estar con ella sólo porque es nueva: hay que estarlo, si se está, porque es buena, o al menos porque es mejor que la vieja.

También estoy diciendo otra cosa. Lo que digo es que, cuando el pasado no nos gusta, tendemos a esconderlo o ignorarlo o maquillarlo; lo que digo es que la verdad no nos gusta: nos gustan las mentiras. Nos gusta pensar que Hitler era un monstruo inhumano, casi diabólico, que nada tenía que ver con nosotros ni con nuestros líderes, y que, si lo conociéramos, nos repelería; nos disgusta pensar que era como nosotros, que sedujo a gente como nosotros y que, por tanto, podría seducirnos. Esta ceguera –este rechazo a afrontar la realidad– nos deja inermes, del todo vulnerables a la fascinación épica y el idealismo sentimental y embustero de los periódicos e infatigables vendedores de paraísos que, como en cualquier época, viven en la nuestra. Están ahí, y nos encantan.

elpaissemanal@elpais.es

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