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EL PULSO
Columna
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El dinero o la vida

En un lugar de Madrid se está cociendo una economía paralela sustentada en canicas

Antoine Hubolt representa el pánico en la Bolsa de Ámsterdam ante la crisis francesa de 1720.
Antoine Hubolt representa el pánico en la Bolsa de Ámsterdam ante la crisis francesa de 1720.

Hace poco me enteré de que en un lugar de Madrid se estaba cociendo una economía paralela sustentada en canicas. Acudí a una de las reuniones convocadas, no como periodista, sino como ciudadana interesada en sacar la cabeza por encima del sistema productivo tradicional y con la esperanza de insertarme en un circuito de intercambio más real. Con canicas. Y por un momento imaginé a un montón de antisistemas con bolsas repletas de bolitas de cristal y soñando con Utopía. Lo que me encontré fue muy diferente. Y aleccionador. La reunión había convocado a una gran variedad de nodos y colectivos que llevaban meses trabajando en una herramienta de comercio justo que funcionaba también –esto no lo dijo nadie, lo pensé yo– como una forma de sabotaje cultural. Porque la “canica” no es un elemento material ni una “moneda”. Si hubiera que definirla, la palabra sería más bien “antimoneda”. Es una unidad de medida, un “saldo”, dicen ellos, “que existe desde el momento en que personas o colectivos aceptan libremente el intercambio”. No se crean que la cosa es simple. Pero derrumbar un concepto como el de “dinero” nunca lo es.

A diferencia de lo que algunos pudieran pensar, el dinero no siempre fue un instrumento del capitalismo o la usura. El intercambio de grano o de ganado, incluso el de metales como el cobre o la plata, surgió como alternativa al trueque, ya que este conllevaba una serie de dificultades prácticas: la principal, la insalvable diferencia entre las necesidades de unos y otros que hacía imposible el intercambio equitativo. De ahí que surgiera la moneda como una unidad de valor que homogeneizara los bienes que canjear. Un intercambio justo. Hagamos ahora una elipsis hasta lo que sucede, por ejemplo, en la película El lobo de Wall Street. O en los bolsillos de Rato. O en la caja B del partido de gobierno. O en las cuentas de los agiotistas. O en las indemnizaciones millonarias que se dan unos a costa de otros que no tienen para llegar a fin de mes. El elemento que ha llevado de una cosa a la otra se llama codicia. También podríamos decir que es la abolición total de un instinto tan profundamente humano como el de la solidaridad. La codicia ha convertido el trueque en especulación, el intercambio en lucro.

Pero de todo eso no se habla en la reunión a la que asisto. Todo eso ya se sabe. Está internalizado. Hacemos un alto para tomar unos garbanzos y unas cervezas que se distribuyen a precio libre –todavía en euros, la canica aún es una parte mínima del intercambio diario que conocemos como economía doméstica– y me pregunto por qué sería mejor el paso de la moneda a la “antimoneda”. Entonces me explican que la canica no solo es una unidad que mide el valor de las cosas, sino que busca colectivizar el tiempo y el conocimiento. En este sistema yo podría preparar potes de ají peruano y obtener canicas (me parecen bien tres por pote) de parte de otro miembro de esta economía; con esas canicas podría tomar lecciones de inglés que ofrece otro colega a quien a su vez cedería un número determinado de mis canicas (me parecen bien 10 por hora). Podría aprender y enseñar sin hacer transacción monetaria alguna. Podría comer (pan, cerveza, pasta, mermelada) al margen del Banco de España. Los movimientos de las canicas que acumulo y cedo solo quedan registrados en la web de la comunidad. Si solo consumiera en canicas, sería “consumidora”, y si también ofreciera mis cosas, sería “prosumidora”.

Termina la reunión y me quedo con la sensación de que hay otros mundos, pero están en este.

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