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EL PULSO
Columna
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Las calles justicieras

Las vías públicas nos recuerdan que la historia siempre la escriben los vencedores, algo que suele convertirlas en asunto de debate político

La 9 de julio, en Buenos Aires, pasa por ser la más ancha del mundo.
La 9 de julio, en Buenos Aires, pasa por ser la más ancha del mundo.Martín Zabala (Corbis)

Doblar la esquina es como pasar una página, porque las calles del mundo son una enciclopedia vertical, un diccionario biográfico de personalidades que ofrece un relato abreviado de los países a los que pertenecen y, a menudo, nos recuerdan que la historia siempre la escriben los vencedores, algo que suele convertirlas en asunto de debate político: sin ir más lejos, en España sigue habiendo muchas que recuerdan a la dictadura e indignan a numerosos ciudadanos. A la gente le importa lo que haya en el sitio donde vive y qué apellidos se le pongan a sus paredes. Se pueden dar dos ejemplos recientes en Madrid: por un lado, el movimiento popular que ha reunido miles de firmas para pedirle al Ayuntamiento que le haga una estatua en Carabanchel, su barrio de toda la vida, al músico Rosendo; por otro, la polémica que ha levantado la plaza dedicada a Margaret Thatcher, primera ministra de Reino Unido, en la zona de Colón.

La calle más antigua que se conoce es el Camino de Giza, en El Cairo, que fue usada para transportar los bloques de piedra con que se construyeron las pirámides del Valle de los Reyes. La más larga del planeta está en Ontario (Canadá), se llama Yonge Street y mide 1.896 kilómetros; mientras que la más corta, Ebenezer Place, mide dos metros y seis centímetros, está en Wick (Escocia) y sólo consta de un edificio. Las calles de América a veces no se distinguen de una autopista, como demuestran Atlanta o Los Ángeles, en Estados Unidos, y los 12 carriles de la avenida 9 de julio de Buenos Aires; las del viejo continente las resumió Neruda en un verso de Las uvas y el viento dedicado “a vosotros, sencillos europeos de las calles torcidas”. Ahora, un gran amigo suyo, Rafael Alberti, tiene una calle en Punta del Este (Uruguay), la misma en la que estaba la casa a la que él y María Teresa León se retiraban a escribir durante su exilio en Argentina, a la que llamó La Gallarda y de la que eran visitantes asiduos el propio Neruda, Oliverio Girondo o la actriz Margarita Xirgu. Es un lugar hermoso, al que se llega por carretera en unas dos horas desde Montevideo. La vivienda, construida a unos metros de la playa de Punta Ballena por el arquitecto Antonio Bonet, conserva incluso el cartel que pintó y puso en el jardín o la caseta donde se encerraba a escribir. En una ocasión, me contó que hacía ocho o diez al día: “Y, de pronto, me salían La paloma y cosas así”.

No hay calles para todos, pero sí para casi todo. En Salamanca está la calle de Peñatesnuques; en Murcia, Torres Cotillas, y en Zamora, Guarrete. En Guayaquil (Ecuador), hay una calle de los Lamentos, donde estaban el cementerio, el hospital y la cárcel, y en Madrid existen el paseo de los Melancólicos y las calles del Desengaño y de la Amargura, de la que hay una réplica en Cáceres. En la capital de España existe una ley inexplicable que impide que se le pueda poner a una vía pública el nombre de una persona viva.

Rafael Alberti tiene estatua en El Puerto de Santa María, Cádiz, y calles en muchos lugares de España. Ahora también cuenta con una en Uruguay, donde escribió sus Poemas de Punta del Este, junto a las playas de Cantegril. El callejero no se coloca en las estanterías junto a los libros de derecho, pero es otra forma de impartir justicia.

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