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Columna
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Vivir

De todos los libros que he prologado el que más me costó hacerlo fue uno de Avelino Hernández

Julio Llamazares

De todos los libros que he prologado el que más me costó hacerlo fue uno de Avelino Hernández, el escritor soriano fallecido en Selva, Mallorca, a la temprana edad de 58 años, que vivió en numerosos lugares, siempre con las maletas hechas. Porque Avelino Hernández, a pesar de su arraigo a la tierra en la que nació, era un hombre que daba la impresión de estar siempre de paso por los sitios.

Mientras cenan con nosotros los amigos fue su último libro en ver la luz. Lo publicó su viuda después de muerto ya él y constituye su testamento moral, poético y filosófico. Tras una carta inicial (“Ya han traído acerolas al mercado las mujeres que bajan de la Sierra. Tengo que escribir a Marta”) que se cierra con la de su despedida, el relato se construye sobre una sucesión de historias que tiran unas de otras y que Avelino Hernández engarza con su característica maestría.

Se trata, pues, de un libro que, pretendiendo ser una confesión (la de las ideas que movieron a su autor toda su vida), se convierte en un barrunto de la muerte, que ya entonces planeaba sobre él. De ahí el tono elegíaco que el libro adquiere según avanza (“Vivir, eso es el éxito”, cita a John Goldsboroug en un capítulo; y, en otro, a Rubén Darío: “Y la vida que nos tienta con sus dulces racimos/ Y la muerte que nos llama con sus lúgubres ramos”) y que corona con una sentencia de Epicuro que resume toda su filosofía vital: “De todos los bienes que la sabiduría procura para la felicidad de una vida entera el mayor con mucho es la adquisición de la amistad”. Filosofía que uno comparte, no solo ahora, que ya empiezan a faltar amigos a las reuniones, sino desde siempre, incluso antes de comprender que el éxito es vivir.

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