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Columna
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Con la pata quebrada

Diego Galán tiene en sí mismo un documental o al menos una larga entrevista

Elvira Lindo

A veces uno entiende las cosas según le conviene. Pasó que varios amigos me comentaron que no me podía perder el documental de Diego Galán, y sólo el Dios de las Neuronas sabe por qué yo entendí que el documental trataba del propio crítico de cine. Imaginé que sería algo así como lo que hicieron en el siglo pasado con la figura del mítico Alfonso Sánchez, aquel crítico calvo de voz de pavo que siempre pareció un señor muy mayor, claro que para los niños de entonces todos los que salían en la tele eran viejos. En mi confusión me parecía sumamente lógico que se le dedicara un documental a Diego, porque yo le tengo ley, sé la experiencia que acumula y desde hace algunos años quedamos para hablar de películas y de los que salen dentro de ellas, a los que en ocasiones conocemos. Hablamos bien y mal pero lo hacemos de tal manera que no sale de ahí, de la mesa que compartimos. O sea, que en el fondo no somos del todo malos. Un poco, sí. Lo justo para pasarlo bien. Buñuel se quejaba a su amigo Paco Rabal de la reticencia de Fernando Rey al cotilleo: “Pero es que si no hablamos mal de los amigos, de qué vamos a hablar”.

Diego Galán tiene en sí mismo un documental o al menos una larga entrevista que no le han hecho, que yo sepa. También tiene unas memorias que seguramente no escribirá, porque la gente interesante en España no escribe sus memorias. Es una tradición. Pero Diego fue aquel joven de Tánger que llegó a Madrid a escribir de cine y que se quedó a vivir cinco años en casa de la madre de Eduardo Haro Tecglen, comportándose como un buen nieto de adopción aunque luego de puertas para fuera tuviera lo suyo. Diego fue como un hijo para Haro, aunque se libró del trágico final de los hijos del columnista, que murieron de las enfermedades que marcaron los años ochenta.

Me imagino a Galán de joven: debió de ser un empollón del cine; ahora, es una enciclopedia andante
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El domingo pasado comimos paella de carabineros e hicimos sobremesa en un restaurante de Lavapiés, El Ventorrillo Murciano; digo el nombre con todo el afán de publicitar un sitio modesto y sabio en darle el punto al arroz. Las puertas del restaurante estaban abiertas y veíamos a los vecinos subir la cuesta empinada de la calle de los Tres Peces. Son mis momentos de felicidad madrileña. No le comenté a Diego mi confusión primera, le dije lo que me había gustado el documental que ha dirigido, Con la pata quebrada, que como su propio nombre indica es un repaso en imágenes de cómo reflejaban las películas españolas de la eterna dictadura franquista la manera en que eran vistas las mujeres. Me imagino a Galán de joven: debió de ser un empollón del cine; ahora, es una enciclopedia andante. Tiene la compulsión acumulativa de los eruditos y me dice que atesora en su casa una colección asombrosa de películas malas. Al fin y al cabo, dice, cuando pasa el tiempo las malas reflejan mejor la realidad que las buenas.

Es algo que siempre he pensado y que ahora el crítico verbaliza: nada describe mejor la caspa española, el atraso cultural y la misoginia que aquellas películas. Interpretadas algunas por actores entrañables, sí, pero que no podían mejorar con su presencia lo que acababa siendo una parodia no lejana de la realidad. Llenas otras de folclóricas o de folclóricos, como Manolo Escobar, que le dice a Conchita Velasco que él nunca se casaría con una mujer que no supiera bordar y rezar. Las más cercanas a la guerra están pobladas de escenas castizas y de curas. ¡Cuánto cura en el cine! Luego, con el boom del turismo en los sesenta llegan las películas de suecas y salidos. Y después, la época del destape, con sus putillas de buen corazón y, por supuesto, también sus salidos, que es el personaje masculino nacional por excelencia. Bajo la caricatura se respira una gran verdad que duele y que es la que cuenta el crítico que paseó su juventud entre los setenta y los ochenta, o sea, que lo vivió todo.

Fernán Gómez se pasó la niñez y la juventud con su complejo de ser distinto en un país de tantos iguales

El único momento de belleza que irrumpe en ese mundo de ficción que pocas veces alza el vuelo es cuando aparecen Fernando Fernán Gómez y Analía Gadé paseando por la Castellana, con la Cibeles de fondo. Él pelirrojo, largirucho y flaco; ella, rubia, bellísima, alta, y con ligero acento argentino. Una se descubre pensando, “qué atractivos”, y acto seguido, “no parecían españoles”. Y algo de eso tenía que haber cuando Fernán Gómez se pasó la niñez y la juventud arrastrando su complejo por ser distinto en un país de tantos iguales.

Se habla ahora de volver a un mundo más modesto, algo que no está mal si por humilde se entiende lo artesanal, lo humano, lo habitable, pero por fortuna es casi imposible imaginar que España regrese a aquel universo de hombres cejijuntos y cabreados, salidorros, poseedores de una sexualidad bronca y de una masculinidad misógina, ridícula; tampoco las mujeres somos las de entonces (hablo en general), “ni putas ni sumisas”, como reza el lema del movimiento francés. Solía decir Fernando (Fernán Gómez) que él tuvo mala suerte naciendo en la época que le tocó. Eso se comprueba viendo el documental de Diego. Peor suerte corrieron las mujeres.

Cuando nos despedimos en Atocha le azuzo para que haga más documentales, para que escriba, para que no se lo calle. Y él se va sonriendo. Dice que sí, que sí, pero yo sé que aquí vivimos mucho y luego escribimos poco.

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Sobre la firma

Elvira Lindo
Es escritora y guionista. Trabajó en RNE toda la década de los 80. Ganó el Premio Nacional de Literatura Infantil y Juvenil por 'Los Trapos Sucios' y el Biblioteca Breve por 'Una palabra tuya'. Otras novelas suyas son: 'Lo que me queda por vivir' y 'A corazón abierto'. Su último libro es 'En la boca del lobo'. Colabora en EL PAÍS y la Cadena SER.

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