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Columna
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El ego

El que lo padece actúa como el llanero solitario o como el que asume que ya está solo ante el peligro

Juan Cruz

El ego desmesurado lleva a la envidia desmesurada, y la envidia desmesurada lleva al odio sin medida. No lo curan los años.

Se manifiesta cuando cualquier movimiento alrededor se interpreta como un ataque o como una amenaza. A veces surge como la forma más tormentosa de la defensa propia, y adopta el aire de la deslealtad sin paliativos.

Quien lo practica considera en ese momento que se está comportando así porque es un sujeto digno, respetuoso con su propia responsabilidad. Él es justo. Probablemente el más justo.

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El ego desmesurado no tiene límite. Descuida el recuerdo, actúa sin tener en cuenta la propia historia, desdeñando también la historia ajena, de modo que desdeña lo que hizo (mal) y olvida lo que recibió de otros.

En ese momento no ve, en su hoja de servicios, sino calidades positivas, está feliz de haberse conocido y lo que le extraña es que no le reconozcan los beneficios que esparció. En medio de la tormenta generada por el ego desmesurado, el que lo padece actúa como el llanero solitario o como el que asume que ya está solo ante el peligro. Mira alrededor y dice: “Pero ¿no saben quién soy? Yo soy el que vine a salvaros”.

En un momento de su exabrupto desenfundará y les recordará a todos que él es único de su clase que lo hizo mejor, y dictará lecciones públicas. Antes habrá lanzado en privado sus indirectas, pero cuando vislumbra que esos avisos no bastan se sube a la silla, en el saloon actual, que es la televisión, por ejemplo, para advertir. Después de decir eso tan coloquial, “me van a oír”, en efecto se deja oír. Y la arma.

Se deja oír para armarla, y ya cuando alrededor regurgitan sobre lo que ha dicho, él se sienta hacia atrás en su asiento: “Se han enterado”. ¿Acaba ahí el efecto desmesurado del ego? No, el ego es una huella similar a la del colesterol: si no haces ejercicio, aumenta, y en este caso no se trata de hacer gimnasia física tan solo, se trata de oxigenar la mente para que en esta entren miligramos de autocrítica.

El expresidente Aznar ha tenido esta semana un episodio bastante natural de este tipo de afecciones del ego. Mientras se produjo, ante la televisión, “escoltado”, como publicó el diario La Razón, por tres periodistas, la visión que podíamos obtener era la de un hombre que se defendía atacando, a este periódico, por ejemplo, y luego a su partido, y después al presidente de su partido, desde la perspectiva de su propia razón. El otro no tiene razón, ni información, es además insidioso, y en el caso restante, esta gente que estuvo a mi cargo ahora lo está haciendo mal, y aquí estoy yo para decirles cómo hay que hacerlo.

La que se armó fue muy gorda, porque la cuña de la madera que él martilleaba era de su propia madera; lo que dijo contra EL PAÍS y el grupo que lo sustenta forma parte de la tradición de sus ataques (intentó que fueran a la cárcel en 1997 varios de sus principales directivos), pero lo nuevo en este ejercicio de ego desmesurado es lo que dijo contra todos, sentado como en un saloon y poniendo de manifiesto que él sirve, y servirá. No dijo que los demás fueran inservibles, pero lo debía de tener escrito en una libretita azul que en cualquier momento sacará de su armario ropero.

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