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Crecer menos para crecer mejor: así piensan los iconoclastas que quieren acabar con la ‘dictadura’ del PIB

Una corriente de pensamiento en auge, formada por economistas y antropólogos, sostiene que la obsesión por mejorar continuamente la actividad es insostenible y está detrás de fenómenos como el cambio climático o la desigualdad

PIB
Ricardo Tomás

¿Pueden las economías crecer de manera indefinida? ¿O es un delirio creer en infinitos dentro de un sistema que no lo es? Comenzado en 1972, cuando el Massachusetts Institute of Technology (MIT) publicó el ensayo Los límites del crecimiento por encargo del Club de Roma, el debate sobre el decrecimiento ha vuelto a la actualidad de la mano de un grupo de economistas y antropólogos que alertan por un peligro existencial que corre la humanidad si las economías avanzadas no cambian de rumbo y ponen proa hacia un sistema económico donde la sostenibilidad medioambiental y la redistribución de la riqueza importen más que los números del PIB.

De acuerdo con la teoría del decrecimiento (poscrecimiento, en otra de sus acepciones), la obsesión por hacer cada vez más grande al PIB es la que nos ha metido de lleno en el cambio climático, la deforestación, el agotamiento de los suelos, la acidificación y sobreexplotación de los océanos, y ha causado una pérdida dramática de biodiversidad. Tenemos que abandonar el objetivo del crecimiento del PIB, dicen, si queremos evitar las varias crisis ecológicas que según las propias Naciones Unidas están poniendo en peligro nuestra comida, nuestra salud y la sostenibilidad económica.

Seleccionado por el periódico Financial Times como uno de los mejores ensayos de economía el año en que se publicó en inglés, el libro Menos es más (Capitán Swing, 2023) del antropólogo especializado en economía Jason Hickel es uno de los últimos en defender el argumento: las empresas de nuestro sistema capitalista, escribe Hickel, tienen en el ADN el imperativo de crecer, y eso implica necesariamente usar más recursos y seguir profundizando las crisis ecológicas.

¿Pero qué hay de las mejoras en eficiencia que el propio sistema capitalista genera? ¿Acaso no ha demostrado una y otra vez su capacidad de producir más con menos? Esas mejoras de eficiencia sí pueden producirse, admite Hickel en su libro, el problema es que se traducen en aumentos de la demanda (porque los bienes o servicios se han abaratado) y en redireccionamientos de la inversión privada, que en su insaciable búsqueda de beneficios nunca dejará de explotar nuevos sectores de crecimiento.

Por poner un ejemplo cercano, en la España de los años setenta terminaban menos alimentos en la basura que en la actualidad, cuando muchos ciudadanos podemos comprar comida de más porque el gasto en alimentación ha pasado a representar una proporción menor del presupuesto familiar (debido, en parte, a mejoras de eficiencia en su producción). ¿Y qué hemos hecho con el dinero que nos sobra? Cambiar el coche con cierta frecuencia, salir de vacaciones en avión, y acumular tanta ropa que ya ni nos cabe en el armario. Nuevos sectores que han crecido de forma exponencial y no son precisamente neutrales para el medio ambiente.

Ese es el principal argumento que separa a los defensores del decrecimiento de los que abogan por el crecimiento verde, la fórmula que Estados Unidos y la Unión Europea (UE) han propuesto para enfrentar la crisis del calentamiento global sin que el PIB sufra por ello. Es posible seguir apostando al crecimiento, dicen, siempre y cuando se desvincule (desacople, en el argot de los economistas) de la emisión de gases de efecto invernadero. Un principio que en la UE se ha cumplido con creces: las emisiones de los 27 países que integran el bloque son hoy un 27% menores que en 1990, cuando sus economías (medidas por el PIB) eran mucho más pequeñas.

Uno de los defensores de la teoría del desacople sobre la que se sostiene el crecimiento verde es el investigador del MIT Andrew McAfee. En la revista Wired, el cofundador del MIT Initiative on the Digital Economy publicó un extenso artículo para expresar su desacuerdo con el criterio de Hickel de incluir materiales de construcción en el consumo de recursos naturales y defender la caída en los índices de contaminación atmosférica de Alemania (un país que no ha perdido su sector industrial) como ejemplo del desacople que se produce al llegar a ciertos niveles de desarrollo.

“Si incluimos la grava y la arena en el cálculo de los recursos consumidos no es porque sean materiales altamente contaminantes, sino porque su obtención requiere la destrucción de ecosistemas”, responde Hickel durante una entrevista por videoconferencia con EL PAÍS. “Solo hay que mirar el daño que esas minas provocan en los ríos y ecosistemas terrestres”.

Choque de teorías

¿Y sobre el desacople? La respuesta de Hickel, miembro de la Royal Society of Arts y profesor del Instituto de Ciencia y Tecnología Ambiental en la Universidad de Barcelona, es que no hay ningún estudio serio que lo demuestre a gran escala, más allá de mejoras relativamente fáciles de obtener como la sustitución del carbón por combustibles menos contaminantes en la generación de energía. “Para demostrar su viabilidad, los defensores del crecimiento verde asumen niveles de mejoras radicalmente altos en la eficiencia, así como el uso de tecnologías que aún no han sido desplegadas a gran escala, y cuyo impacto sobre las personas y los ecosistemas del sur global podría ser altamente perjudicial”, dice.

Peter A. Victor, profesor emérito de la Universidad de York (Canadá) y fundador de la Sociedad Canadiense de Economía Ecológica, fue uno de los primeros en usar herramientas informáticas para simular modelos de decrecimiento. Según sus estimaciones, el llamado crecimiento verde es inviable. Si el PIB mundial aumentase a un ritmo anual de solo 2%, dice, la reducción en emisiones por dólar gastado tendría que ser de 10% al año para evitar un calentamiento superior a 1,5 grados. “Aparte de Rumania, ningún país de la OCDE ha logrado nunca esa reducción anual de emisiones, y lo que están diciendo los del crecimiento verde es que la vamos a lograr un año tras otro a partir de ahora y durante los próximos 28 años para evitar calentamientos superiores a 1,5 grados; es simplemente una fantasía”, explica.

En su libro, Hickel plantea otro escenario inquietante: ¿qué pasa si lo logramos y conseguimos por fin desvincular el crecimiento económico de la contaminación energética usando fuentes 100% renovables? En su opinión, “a menos que cambiemos el funcionamiento de nuestra economía, vamos a seguir haciendo exactamente lo mismo que con los combustibles fósiles: emplearla para impulsar la extracción y producción constantes, a un ritmo cada vez mayor, y sometiendo cada vez a mayor presión al mundo viviente”.

Dentro del grupo del decrecimiento hay una corriente que se conforma con reorientar los procesos capitalistas para alinearlos con un nuevo conjunto de indicadores, donde la sostenibilidad medioambiental y social primen sobre la obtención de beneficios financieros. Un enfoque similar al del crecimiento verde y en el que sigue habiendo lugar para las empresas privadas con afán de lucro, siempre y cuando se las arreglen para obtener sus beneficios vendiendo productos y servicios que contribuyan al bienestar social y respeten los límites medioambientales.

Ese era el escenario que el profesor de desarrollo sostenible de la Universidad de Surrey Tim Jackson creía posible cuando en 2009 publicó la versión original inglesa de su libro Prosperidad sin crecimiento (Icaria Editores, 2011). Como explica durante una entrevista por videoconferencia, en aquella época aún pensaba que la búsqueda de beneficios financieros no era mala per se, mientras esos beneficios no fueran fruto de las rentas extractivas que se generan por la desigualdad en el reparto de las riquezas y no tuvieran prioridad sobre otros objetivos sociales (entre los que Jackson incluye el de la protección medioambiental).

Una década después, cuando salió su libro Poscrecimiento (Ned Ediciones, 2021), se había convencido de que eran dos condiciones demasiado difíciles de cumplir: “Entendí que sin crecimiento, el capitalismo se tambalea y empieza a buscar los rendimientos en activos no productivos, transformándose así en un sistema de rentas extractivas”.

A la misma conclusión se podía haber llegado por otro camino. Como dice a este periódico Giorgos Kallis, investigador en economía ecológica de la Universidad Autónoma de Barcelona y autor del libro Degrowth (Agenda Publishing, 2018), las reformas que propone la teoría del decrecimiento “son tan radicales que el sistema resultante de su aplicación no podría describirse como un sistema capitalista, al menos tal y como lo conocemos ahora”.

Es verdad que son ambiciosas. Desde la posibilidad de dividir entre más trabajadores la jornada semanal que antes correspondía a un solo empleo (una fórmula que el profesor Victor incluyó en su simulación como una respuesta a la menor necesidad de horas trabajadas en economías que no aspiran a aumentar su PIB) hasta el establecimiento de salarios mínimos y rentas básicas para compensar posibles caídas en los ingresos y reducir la desigualdad. Pasando por el aumento de la responsabilidad del Estado como inversor y como financiador, así como por la expansión de organizaciones privadas que no se midan por el valor que aportan al accionista (el criterio actual de las empresas) sino por la consecución de objetivos sociales y medioambientales.

Residuos textiles en una playa de Accra (Ghana).
Residuos textiles en una playa de Accra (Ghana).Andrew Caballero-Reynolds ( BLOOMBERG )

La pregunta obligada es cómo se paga eso. Además de gravar a los que más tienen, una medida que presumiblemente generaría la resistencia del sector afectado, Hickel sostiene la necesidad de aumentar la importancia relativa de la banca pública en la creación de dinero. No se refiere a un aumento en la emisión monetaria, una medida de riesgo inflacionario evidente, sino a trasladar a la banca pública una parte sustancial de la responsabilidad de dar créditos que hoy descansa principalmente en la privada.

“Los bancos privados dan crédito a las empresas capaces de demostrar que van a tener beneficios, de modo que si les prometes que vas a fabricar más utilitarios deportivos o más artículos de moda rápida, te dan el dinero porque saben que es algo que genera beneficios, pero si les dices que vas a construir casas que la gente pueda pagar no te lo dan porque eso no da dinero”, explica. La finalidad de un banco público no sería maximizar el beneficio financiero, dice, sino cumplir con objetivos sociales y medioambientales democráticamente ratificados.

Técnicamente, es posible. Entre las varias medidas en debate, se menciona la posibilidad de aumentar el coeficiente de caja que tienen que guardar los bancos privados, algo que achicaría automáticamente la cantidad de dinero que crean por medio de los créditos. ¿Pero es también posible políticamente? Hace unos cinco años, el ex economista jefe del Banco Mundial Branko Milanovic y Hickel se cruzaron varios artículos en sus blogs respectivos durante una discusión pública sobre la viabilidad política de la estrategia de decrecimiento. Milanovic no ponía en duda la lógica de Hickel sino su ambición. “Es algo tan enorme, tan alejado de cualquier cosa que podamos pensar en implementar, que roza lo absurdo”, escribió. “Difícil hasta para una dictadura”.

Difícil, pero no imposible

Hickel concede la dificultad pero no la imposibilidad. Más democracia es lo que haría falta, escribió en un post de respuesta, y escuchar las preferencias de una ciudadanía que hace tiempo viene expresando su deseo de reorientar los objetivos, con Nueva Zelanda adoptando un tablero de indicadores que incorpora mediciones de bienestar social y Estados de Estados Unidos como Vermont y Maryland adoptando el Índice de Progreso Real (IPR). A diferencia del tan denostado PIB, el IPR sí incluye a las actividades no remuneradas (como las del hogar), tiene en cuenta el nivel de desigualdad, de deuda externa y de criminalidad, y excluye los costes derivados de la degradación ambiental o la pérdida de recursos naturales (al revés que en el PIB, donde un incendio puede ser una buena noticia si se traduce en tareas de reconstrucción).

Que el debate sobre el decrecimiento haya vuelto a estar sobre la mesa no se debe en exclusiva a los límites que el ecosistema terrestre parece estar poniéndonos. En las naciones avanzadas donde se discute también tiene que ver con una doble sensación: que el nivel de desarrollo ya debería ser suficiente (si se repartiera mejor), y que las mejoras de las cifras macroeconómicas no están repercutiendo en el bienestar de las personas (por la desigualdad en el reparto de esas mejoras).

Según Tim Jackson, son los políticos los que siguen planteando sus carreras electorales usando el argumento del crecimiento del PIB, a pesar de que la opinión pública duda cada vez más de sus virtudes. A modo de ejemplo, cita los debates del Brexit, cuando las dos partes usaban el argumento del crecimiento económico para llevar agua a su molino. “En una ocasión, un economista de los que hacían campaña para quedarse en la UE dio todas las razones que explicaban el impacto devastador que en el PIB británico tendría una salida de la UE, hasta que una mujer del público se levantó y le dijo: ‘Eso será tu maldito PIB, no el nuestro”, recuerda.

Claro que al argumento se le puede dar la vuelta: si las personas en las escalas salariales más bajas se han quedado atrás incluso en épocas en las que crecía el PIB, ¿dónde se quedarán si se detiene o retrocede? Como dijo el economista Dietrich Vollrath, de la Universidad de Houston, no hay muchos precedentes de países que hicieran grandes redistribuciones de riqueza durante periodos de estancamiento. “Hay algún caso de épocas de posguerra, con la redistribución de tierras en lugares como Corea del Sur, pero para llegar a eso hizo falta una crisis gigantesca”.

En opinión de Vollrath, que algunas sociedades hayan llegado a un nivel de desarrollo en las que es posible pensar en repartir la riqueza sin tanto énfasis en el crecimiento “no significa necesariamente que vaya a ser fácil”. “Es algo que implicaría mucha resistencia, muchas discusiones y muchos golpes bajos… No es que hayamos llegado a un nivel de riqueza en el que todo va a ser perfecto y donde solo tendremos que ponernos tranquilamente de acuerdo para repartirla”.

¿Y qué pasa con los países que tienen pendiente alcanzar esa riqueza nacional? Los teóricos del decrecimiento los excluyen del mandato de parar el carro porque son las naciones menos responsables de la crisis ecológica, porque su consumo de recursos sigue por debajo de los límites del planeta, y porque todavía no han llegado a ese nivel de desarrollo que consideran suficiente.

Una excavadora amplía una mina de carbón en Luetzerath (Alemania).
Una excavadora amplía una mina de carbón en Luetzerath (Alemania).Andreas Rentz ( GETTY IMAGES )

Pero en un mundo globalizado, las decisiones de compra que se toman en el barrio de Salamanca pueden terminar afectando al sueldo de un trabajador bengalí en Daca. Dicho de otro modo, ¿qué pasa con las fábricas de ropa de Bangladés si los países ricos deciden, de acuerdo con las nuevas prioridades sociales y medioambientales, ponerle coto a la moda rápida?

Una posibilidad es que vuelquen la capacidad productiva que quedaría ociosa a sus propios mercados, dice Vollrath, no solo el mercado doméstico sino el de otros países en vías de desarrollo que pueden prosperar. Peter A. Victor comparte su opinión sobre la necesidad de un mayor intercambio entre el sur global, pero añade un matiz. “Yo soy originalmente de Inglaterra, que como España tiene un pasado imperial y una historia de colonización que nos permitió crecer y que, por decirlo de alguna manera, no fue 100% beneficiosa para los países que explotamos; creo que si lo que queremos ahora es ayudar a esos países tenemos la responsabilidad de encontrar maneras más imaginativas que comprarles un montón de ropa hecha con poliéster y otros materiales que terminarán en los vertederos, solo para que ellos puedan conseguir un poco de dinero y cobrar algunos impuestos”.

El desafío geopolítico

La geopolítica es tal vez el último desafío para los teóricos del decrecimiento, con las mejoras del PIB tradicionalmente ligadas a la carrera militar. El indicador permitió al Reino Unido hacer los cálculos necesarios para pagar el esfuerzo bélico contra Alemania durante la Segunda Guerra (con una importante contribución de John Maynard Keynes en la definición de las variables del PIB británico). Durante la Guerra Fría que le sucedió, también fue determinante para la competición económica entre la Unión Soviética y Estados Unidos.

Es cierto que la eliminación del crecimiento como objetivo prioritario terminaría con la búsqueda incesante de recursos que ha espoleado muchas guerras, ¿pero en qué posición militar quedaría un país o una región que se descuelgue de la carrera? Según Giorgos Kallis, la respuesta no es sencilla, pero hay que dividirla en dos partes, las posibilidades de defensa y las de agresión.

Por el lado de la defensa, dice, Europa y Estados Unidos no tienen un problema gracias al armamento nuclear. Las guerras de agresión son otra cosa. A Rusia, por ejemplo, le iría mucho mejor si tuviera una fuerza económico-militar mayor. “Es posible que unos Estados Unidos que entrasen en un proceso de decrecimiento no podrían lanzar una invasión en Irak o seguir haciendo lo que les da la gana en Oriente Medio, pero no veo por qué eso iba ser un escenario peor”, concluye.

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