El ladrillo chino hace saltar las alarmas: abróchense los cinturones si esta burbuja inmobiliaria termina explotando
La actividad promotora, que supone un cuarto del PIB, da claros síntomas de agotamiento y amenaza con hacer descarrilar la economía. Pekín también se enfrenta a la guerra comercial con EE UU y al envejecimiento de su población
Si uno viaja por China notará que a muchas ciudades les ha salido alrededor una costra que las envuelve, una cáscara de torres inacabadas, grúas y calles aún sin vida: son los espectros de la economía, la manifestación física del desajuste a gran escala, un anillo de construcciones paradas, o cuyas obras prosiguen a medio gas, a la espera de liquidez de las promotoras, de un empujón del Estado, de una inyección salvadora. Hace poco, He Keng, un anciano ex subdirector de la Oficina Nacional de Estadística (ONE) china, de 81 años, trató de poner cifras a esta burbuja. Aseguró en un discurso que “probablemente” ni siquiera la población entera de China —unos 1.400 millones de personas— podría llenar los pisos desocupados.
Exageraba, pero la pompa es de proporciones gigantescas. Según cifras oficiales, en agosto la superficie de viviendas residenciales terminadas y en venta era de 313,66 millones de metros cuadrados, un 19,9% más que el año anterior, tal y como recoge el último informe del sector elaborado por la ONE. Esto suma casi 3,5 millones de casas de 90 metros cuadrados deshabitadas y sin dueño; el de viviendas en construcción —casi 5.700 millones de metros cuadrados— sumaría otros 63 millones de casas. A unas tres personas por hogar, el parque inmobiliario acabado chino podría albergar a unos 190 millones de personas. Algo así como cuatro veces la población de España... Tal y como resumía este verano Bai Fenglun, de 38 años, un empresario de Xi’an, la capital ancestral de China, origen de la vieja ruta de la seda: “No invertiría en el sector inmobiliario. El mercado ha tocado pico, y además la población decrece”.
La situación económica de China es compleja y los análisis variados. Hay opiniones para todos los gustos. La de quienes predicen una próxima hecatombe vinculada al colapso inmobiliario si Pekín no acomete reformas contundentes y la de quienes aseguran que ya pueden verse brotes verdes. “Creo que la economía china recobrará una tendencia ascendente y veremos un crecimiento de alta velocidad”, aseguraba Yao Yang, decano de la Escuela Nacional de Desarrollo de la Universidad de Pekín. Esa es la postura oficial, que niega problemas de fondo y critica a la prensa occidental por pintar un relato sombrío. “De vez en cuando surgen todo tipo de comentarios que predicen el colapso de la economía china”, aseguraba este verano Mao Ning, portavoz de Exteriores, en una comparecencia. “Pero lo que se ha hundido es esa retórica, no la economía china”.
Si uno se atiene a los datos, la economía china recuperó brío en el tercer trimestre y creció un 1,3% respecto al trimestre anterior, según se ha publicado esta semana. La cifra ha supuesto una aceleración en comparación con el 0,8% registrado entre abril y junio y una mejora con respecto a las previsiones más extendidas. En términos interanuales, el PIB aumentó un 4,9%, por encima de los pronósticos.
Diversos analistas consideran que la cifra de crecimiento de “en torno al 5%” que Pekín se fijó como objetivo en marzo podría estar al alcance, aunque observan que hay que tener en cuenta dos cosas: es el objetivo más humilde que se ha fijado China en su historia reciente y el dato se beneficia del efecto base del 2022, cuando el país creció un 3%, una de sus cifras más bajas en casi medio siglo.
Promotores en peligro
En su último informe de prospectiva global, el Fondo Monetario Internacional proyecta el crecimiento chino para 2023 precisamente en un 5%, aunque tras una revisión a la baja de 2 décimas; el dato de 2024 también ha sido recortado hasta el 4,2%, debido a las penurias del sector inmobiliario. “Hay un gran número de unidades prevendidas que no se han terminado. Hay promotores con dificultades financieras. Hay una presión a la baja en los mercados inmobiliarios. Y hay una falta general de confianza en el sector doméstico sobre lo que va a pasar en el mercado inmobiliario”, enumeró Pierre-Olivier Gourinchas, economista jefe del FMI, en la presentación del documento. También habló de un posible “contagio” de este frenazo en un planeta interconectado: cada punto porcentual chino se traslada en un 0,3% de menor crecimiento en el resto del mundo. El informe reclama que la economía china “debe alejarse del modelo de crecimiento inmobiliario basado en el crédito”.
China ha pasado el verano bajo un lluvia de oscuras noticias económicas: se desplomaron las exportaciones un 14,5%, los precios entraron en terreno negativo por primera vez en más de dos años, se dejó de publicar la cifra del paro urbano juvenil cuando estaba en su pico histórico más alto (por encima del 21%), el gigante inmobiliario Evergrande, antaño la mayor promotora del país y hoy considerada la compañía más endeudada del mundo, se acogió en EE UU a la Ley de Quiebras…
Ante la acumulación de titulares, los mandos comunistas comenzaron a mostrar inquietud. Reconocieron que la recuperación sería “tortuosa”, y en una reunión del Politburó, uno de los máximos órganos de poder, celebrada a finales de julio y encabezada por el presidente chino, Xi Jinping, reconocieron que el país se enfrentaba a “una demanda interna insuficiente, dificultades en el funcionamiento de algunas empresas, múltiples riesgos en áreas clave y un entorno exterior complejo y severo”. En el encuentro, los líderes reclamaron poner en marcha políticas para impulsar el consumo, piedra angular de la economía, y revivir el maltrecho sector inmobiliario enfrentado “a cambios significativos en la relación entre la oferta y la demanda”, según el comunicado recogido por la agencia oficial Xinhua.
Tras el mensaje desde el vértice de la pirámide, China ha contraatacado con una batería de estímulos para insuflar confianza a los mercados y los consumidores. Se han tomado medidas para frenar la caída del yuan; propuesto mecanismos para avivar la compra de viviendas; ha comenzado su actividad la Comisión Central de Finanzas, un órgano que confiere mayores poderes de supervisión al Partido, y cuyo cometido es vigilar posibles amenazas a la estabilidad financiera del país; se ha tratado de apaciguar la tensa relación con EE UU y la Unión Europea —Pekín ha vivido en los últimos tiempos un carrusel de visitas de altos funcionarios de Washington y Bruselas, incluidos los responsables de las carteras comerciales y económicas—; la policía ha detenido a Xu Jiayin, el multimillonario presidente de la constructora Evergrande, el tipo que llegó a ser el hombre más rico de China, cuyo imperio se desmorona como un castillo de naipes; y el Banco Central ha pedido a los bancos y a los principales prestamistas que emitan nuevos créditos para cubrir la elevadísima deuda de los gobiernos locales, un agujero vinculado al sector inmobiliario que se ha multiplicado por 20 en los últimos 15 años hasta alcanzar los 100 billones de yuanes (unos 13 billones de euros), según la revista económica china Caixin.
Todo esto ha ido acompañado de guiños políticos. Se han multiplicado los discursos sobre la “apertura” de China, para tratar de atraer inversiones foráneos. Y en un reciente viaje a la provincia de Jiangxi, Xi Jinping mencionó de forma expresa la necesidad de impulsar a la empresa privada, algo que no había hecho en otras visitas similares. El gesto ha sido interpretado como una mano tendida a este sector, cuya confianza no termina de remontar, pero cuya relevancia es clave en China: representa el 60% del PIB y el 80% del empleo urbano.
“Estamos empezando a ver algunos signos de que la economía no está necesariamente mejorando, pero sí tocando fondo un poco”, valora casi con pinzas Taylor Loeb, de Trivium China, una firma de análisis con el foco puesto en el gigante asiático. En conversación telefónica, cita cómo las cifras sobre infraestructuras, gasto industrial e inversión en activos fijos “han sido bastante buenas”. En gran medida, estos datos positivos están ligados a estímulos gubernamentales (y en gran parte dirigidos al sector público). Por lo que Loeb cree que ha aumentado “un poco” el optimismo, pero sobre todo en el sector público. Mientras, “el sentimiento del sector privado sigue siendo muy malo; y el de la confianza de las empresas extranjeras en China, realmente malo”. “La economía va mal sobre todo porque el sector inmobiliario va mal”, insiste. “Es y ha sido una parte masiva del crecimiento del PIB de China durante años. El sector está completamente fastidiado. Y no hay un camino claro hacia la recuperación en el corto plazo”.
Termómetro de confianza
Esta industria, que representa en torno a un cuarto del PIB del gigante asiático, es también un buen termómetro de la confianza ciudadana: si el inmobiliario no marcha, el resto tampoco. “Son las huchas de las familias, igual que era en España”, cuenta un consultor europeo especializado en fusiones y adquisiciones que lleva cerca de 20 años en China. Y hace tiempo que el inmobiliario no marcha, aunque tampoco ha protagonizado hasta ahora un momento Lehman Brothers. Hay quien pronostica que nunca llegará a hacerlo. Ese es el gran reto para Pekín.
Los precios inmobiliarios han caído todos los meses desde el final de la estrategia de covid cero, según los datos de 100 ciudades recogidos por China Index Academy. También han caído las inversiones en nuevas promociones y las ventas entre enero y septiembre, según las últimas cifras de la ONE. Las transacciones llevan en números rojos desde hace más de un año. Y el saldo de préstamos morosos vinculados al sector entre los principales bancos del país dispararon un 37% su valor de julio de 2022 a finales de junio de este año, hasta los 291.000 millones de yuanes (unos 48.000 millones de euros). Dos tercios de los bancos con datos disponibles —18 de los 20 considerados “sistémicamente importantes” por el Banco Popular de China (el Banco Central)— han visto aumentar su ratio de morosidad inmobiliaria, lo que indica que siguen tocados por la incertidumbre, según el diario hongkonés South China Morning Post.
La crisis de Evergrande ya no es un caso aislado. A su caída se le ha sumado en los últimos meses otro gigante chino de la promoción inmobiliaria, Country Garden, que anunció en agosto unas pérdidas de 48.932 millones de yuanes (6.145 millones de euros) en el primer semestre y se ha enfrentado a su primer impago de deuda esta semana.
Taylor Loeb, de Trivium, cree que el Gobierno asume que va a haber algún tipo de crash o “choque de desaceleración” inmobiliario. “La prioridad es evitar cualquier tipo de malestar social que pudiera propagarse”, asegura este analista. Ya ha fluido el dinero público para concluir proyectos de vivienda inacabados. Y el Gobierno buscará asegurarse de que los acreedores puedan obtener pagos “en cierta medida”, dice Loeb. Pero, según él, se da por hecho que los promotores, especialmente los privados, en última instancia van a ir a la quiebra. “Esta caída va a suceder, está sucediendo, y sólo quieren asegurarse de que no es extremadamente perjudicial”.
Furia ciudadana
Una de las cosas que más podría temer Pekín es un eventual estallido de furia ciudadana, como sucedió hace un año con la política de cero covid, cuya férrea aplicación provocó revueltas obreras y protestas de estudiantes contra unas medidas que se habían vuelto una asfixia para la economía. Tras las protestas, de un día para otro, Pekín dejó caer en diciembre de 2022 las medidas antipandémicas. Es uno de los rasgos del Gobierno chino: “El Estado puede desechar normas antiguas y hacer otras nuevas de la noche a la mañana”, argumenta la economista china Keyu Jin en su reciente libro The New China Playbook: Beyond Socialism and Capitalism (El nuevo libreto de China: más allá del socialismo y el capitalismo, 2023).
En él se interroga por muchas de las “paradojas” del sistema: “¿Cómo entender que las fallas del sector financiero chino —su montaña rusa bursátil, la explosión de la deuda, la banca en la sombra y los astronómicos precios de la vivienda— no hayan provocado hasta ahora una gran implosión financiera?”. En su opinión, muchas de estas contradicciones hunden sus raíces en la cultura, la historia y los valores del país. Y aporta datos para explicar el carácter obediente de los ciudadanos frente al Gobierno: “El 93% de los chinos valoran más la seguridad que la libertad, frente a sólo el 28% de los estadounidenses”.
En el libro, Jin también explica cómo Pekín persigue ahora un nuevo tipo de crecimiento tras décadas de un “alto desarrollo” con un “alto coste”, en el que se tomaron “atajos” y “empresarios sin escrúpulos se volvieron milmillonarios de la noche a la mañana”. Ese es el nuevo libreto, basado “en la innovación y la tecnología, que deben alcanzarse mediante la autosuficiencia y el dominio en una época marcada por un sentimiento de urgencia y orgullo nacional sin parangón”.
Economistas como Michael Pettis, profesor de finanzas en la Escuela de Negocios Guanghua de Pekín, lleva años advirtiendo de que el modelo económico chino basado en la inversión en ladrillo e infraestructuras está agotado. Cree que no se volverán a ver las tasas de crecimiento meteórico de otra era, pronostica cifras inferiores al 5% y un ajuste similar al que sufrió Japón en los noventa.
Un exdirectivo chino de compañías tecnológicas, hoy dedicado a sus inversiones, esboza que la situación es “mixta o compleja”. Considera positivo que el Gobierno haya reconocido que la economía tiene dificultades: es un principio y significa que se han puesto manos a la obra. “Pero llevará tiempo que la gente recupere la confianza”. A esto se suma la competición geopolítica con EE UU (y en menor medida con la Unión Europea) que ha provocado que los negocios internacionales tengan menos confianza, además de la guerra en Ucrania, a la que ahora se suma otra en Oriente Próximo. “A los negocios les afecta la sensación de incertidumbre”.
El clima se ha ido enrareciendo desde que el expresidente estadounidense, Donald Trump, desató una guerra comercial contra China e impuso restricciones al gigante tecnológico Huawei en 2019. El actual inquilino de la Casa Blanca, Joe Biden, ha limitado también el acceso a tecnología avanzada y ha restringido la inversión en sectores estratégicos, lo que ha provocado que Pekín le acuse de “acoso tecnológico” y de tratar de frenar su desarrollo.
La UE ha seguido una estrategia similar de “reducción de riesgos” para evitar dependencias en sectores críticos. Y a la vez ha comenzado a mirar con lupa el comercio con China para asegurar que se respetan las reglas de mercado. El objetivo es reducir un déficit de la balanza comercial que se agranda cada año: en 2022 sumó cerca de 400.000 millones de euros. En septiembre, Bruselas anunció una investigación a los supuestos subsidios estatales de China a sus vehículos eléctricos, precisamente uno de los sectores que mejor marcha y gran apuesta de desarrollo de alta calidad que busca el país. La medida sentó como un aguijonazo en Pekín, que la calificó como un “acto de puro proteccionismo”.
Bajo ese magma impredecible se desenvuelven los empresarios foráneos en China, que no saben si fiarse aún de las señales de apertura que los dirigentes proclaman en sus discursos. “Escuchamos buenas palabras, pero ¿qué está pasando realmente sobre el terreno?”, se interrogaba Jens Eskelund, presidente de la Cámara de Comercio de la UE en China, hace unas semanas durante la presentación de un informe sobre la situación de las empresas en el país. El documento asevera que hay signos de desconexión. Un 12% de las compañías europeas ya ha trasladado partes de su cadena de suministro fuera de China y el 75% ha trazado algún tipo de plan sobre reducción de riesgos, según encuestas internas entre sus socios.
Los empresarios protestan por lo que consideran un giro chino hacia un mayor control vinculado a la seguridad nacional, con la aprobación de una reforma en la ley de antiespionaje que ha desatado las alarmas, y por otras regulaciones como la relacionada con la transferencia de datos. Se han producido en los últimos meses redadas policiales y detenciones en compañías foráneas. El miedo se ha extendido en el sector. El consultor citado dejó la compañía en la que trabajaba en parte por eso: nunca había visto a tantos funcionarios chinos inspeccionando las cuentas de sus operaciones. En cualquier caso, el consultor añade que estos días observa “brotes verdes”, vuelve a oír hablar de fusiones y adquisiciones, y cree que se irá a un “aterrizaje suave”. Todo sujeto, añade como salvedad, a que las tensiones geopolíticas no se agudicen. Y eso, con el mundo como está, nunca se sabe.
El reto del ‘hukou’ y los trabajadores migrantes
“El futuro es brillante. El camino es el correcto. La dureza es inevitable”, enunciaba poco antes del verano Wei, de 67 años, como si recitara un eslogan del Partido Comnunista. Wei es un trabajador migrante, como se conoce en China a quienes dejan atrás su provincia rural para buscarse la vida en las ciudades. Viven en las afueras, en escuetos apartamentos baratos, y a menudo son contratados en la calle para empleos diarios y mal remunerados. Wei pasaba el rato jugando al ajedrez chino sobre un cartón en la acera, con otros compañeros de fatigas: ese día no habían encontrado trabajo. “Hemos de superar la dureza. Sin ella no hay sentido en la vida”, dijo. “Amo el país bajo el liderazgo de Xi Jinping”, dijo también. Seguía trabajando, según contó, porque no quería ser una carga para sus hijos. Estaba convencido de que el presidente chino encontraría una solución. Aunque tenía una petición concreta: “Hay que reducir la desigualdad económica”.
Su caso evidencia varios de los grandes problemas a los que se enfrenta Pekín ante una sociedad en proceso de transformación: por un lado, en términos demográficos, China se convierte en un país envejecido, con menos nacimientos, menos personas en edad de trabajar y más mayores a las que cuidar, por lo que el sistema de pensiones se encuentra en aprietos; por otro lado, el país ha experimentado una migración masiva del campo a la ciudad, pero muchos de estos trabajadores conservan el llamado hukou (el certificado de residencia) de su lugar de origen, lo que limita el acceso a derechos y servicios en igualdad de condiciones con los trabajadores urbanos. Lo cual frena el consumo: en muchos casos no pueden ni comprar una vivienda donde residen de facto.
Low Jiwei, exministro de finanzas, contaba hace poco en una entrevista en Caixin que si los casi 300 millones de trabajadores migrantes que vivían en zonas urbanas en 2022 tuvieran pleno acceso a los mismos servicios públicos que los residentes urbanos, el gasto en consumo final podría aumentar un 30%. Proponía también retrasar la edad de jubilación (ahora es de unos 60 años para el hombre y unos 55 para la mujer) y dar un empujón a la natalidad mejorando las perspectivas económicas de los jóvenes. Para ello, proponía incrementar la proporción de gasto fiscal dedicada a gasto recurrente (que incluye partidas como salarios, subsidios y bienestar social), y una reestructuración fiscal que permita aumentar los ingresos públicos por encima del 40% del PIB desde el 28%-29% actual.
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