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GLOBALIZACIÓN
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Principios para una política industrial sensata

En la Unión Europea estamos luchando con una pistola de agua mientras los demás hace tiempo que sacaron los bazucas

Globalización Política Industrial
Un trabajador en la nueva fábrica de la empresa catalana Wallbox, que produce cargadores para coches eléctricos.Quique García (EFE)
Toni Roldán

Todo el mundo en la UE parece estar de acuerdo en una cosa: Europa se enfrenta a un nuevo orden geoeconómico mucho más incierto y peligroso y debe reaccionar cuanto antes. Sin embargo, ¿qué es lo que la UE debe de hacer exactamente?

En eso hay mucho menos consenso. Unos piensan que el intervencionismo de la UE ya ha ido demasiado lejos y quisieran que la Comisión se limitara a hacer cumplir las reglas de competencia y la ortodoxia fiscal. Otros, sin embargo, piensan que - ¡esta vez sí! - ha llegado el momento de que los gobiernos e instituciones recuperen el control redoblando subsidios, reforzando aranceles y poniendo en marcha una “nueva” política industrial agresiva que nos devuelva a un supuesto paraíso pasado.

¿Quién tiene razón? Probablemente ninguno de los dos extremos. Los primeros no están valorando suficiente la profundidad de las transformaciones que estamos viviendo. Los segundos, han olvidado algunas de las lecciones del pasado sobre el proteccionismo y la política industrial.

¿Qué ha cambiado? Los tres cambios principales tienen que ver directa o indirectamente con China. El auge de China permitió que los países ricos tuviéramos acceso a productos más baratos y que centenares de millones de personas en los países emergentes salieran de la pobreza. Sin embargo, el China Shock también provocó la deslocalización masiva de empresas y la pérdida de muchos empleos industriales en los países avanzados. Esos cambios tuvieron una fuerte reverberación política, magnificada por el shock de la crisis financiera y la aceleración tecnológica: el colapso de expectativas y el auge del populismo han llegado a tensar hasta el límite a las democracias occidentales.

El segundo cambio, relacionado con el primero, ha sido la constatación, como consecuencia de la pandemia, de la invasión rusa de Ucrania y también de la nueva asertividad China en política exterior, de que la fortaleza de la globalización es también su gran fragilidad. La híper-especialización comercial nos ha permitido crecer más, pero también nos ha hecho más vulnerables. Depender de socios poco fiables en cuestiones estratégicas como la energía, la salud o los minerales raros puede suponer una amenaza esencial a nuestra seguridad. El día antes de la invasión rusa cerca de la mitad del gas consumido en Europa provenía de Rusia. Hoy una empresa estatal china controla cerca del 40% de la oferta mundial de las tierras raras, necesarias para la producción de vehículos eléctricos o turbinas eólicas.

El tercer cambio tiene que ver con el agotamiento del modelo de crecimiento. Mientras China consolidaba su liderazgo tecnológico verde y digital con un dirigismo industrial agresivo – IA, paneles solares, baterías - la UE ha ido perdiendo relevancia. En el registro de patentes, según la Organización Mundial de la Propiedad Intelectual – un buen indicador del nivel de conocimiento de frontera de un país - Francia y Alemania juntas suman poco más de 80.000 registradas (año 2019), mientras que China suma casi 1′6 millones.

El nuevo gobierno de Estados Unidos ha entendido mejor que nadie la necesidad de reaccionar ante estos cambios, quizás porque ha sufrido más de cerca los riesgos democráticos de la inacción económica. Jake Sullivan, el Consejero de Seguridad Nacional de Biden, presentaba antes del verano la nueva estrategia de seguridad: “A foreign policy for the middle class”, con un fortísimo componente económico para preservar empleos en suelo americano y garantizar la seguridad económica. El Inflation Reduction Act (IRA) el plan bipartisano más importante de política industrial aprobado en décadas, incluye subvenciones masivas, y créditos fiscales, en muchos casos – como en el coche eléctrico – condicionados a que el producto haya sido ensamblado íntegramente en los Estados Unidos.

En la UE estamos luchando con una pistola de agua mientras los demás hace tiempo que han sacado los bazucas. ¿Cómo debemos reaccionar?

Una manera de saberlo es empezar por entender lo que no hay que hacer. No hay ninguna evidencia que demuestre que imponiendo aranceles y cerrando fronteras vayamos a ganar soberanía estratégica. Es precisamente, al contrario: solamente con una política ambiciosa de nuevos acuerdos comerciales que permitan diversificar fuentes comerciales para la producción de bienes estratégicos estaremos realmente seguros. En eso debe consistir el de-risking, en ampliar las redes de seguridad con países amigos.

No está de más recordar los efectos negativos del proteccionismo. Primero, la imposición de aranceles suele terminar en una escalada con enormes pérdidas de eficiencia económica para todos. Segundo, las políticas como la “buy american” pueden ayudar en el corto plazo, pero suelen tener efectos derivados negativos, como ralentizar la transición verde. En tercer lugar, como mostraron en los años 70 economistas como Anne Krueger, la política industrial genera incentivos de captura de rentas. Normalmente son las empresas incumbentes cercanas al gobierno (y no las más competitivas) las que se benefician de las ayudas.

Finalmente, una política industrial mal diseñada puede ser extraordinariamente costosa para los contribuyentes. ¿debe cada país especializarse en todos los sectores delicados para la seguridad nacional? ¿Cuántos años de subsidios implicaría poner en marcha la “repatriación” de industrias enteras no competitivas? Como recuerdan Guntram Wolf y Federico Steinberg en un informe, es esencial acotar la acción allí donde realmente hay una amenaza para la seguridad económica.

¿Dónde sí tiene sentido actuar? En economía aprendemos que las subvenciones o impuestos están justificados cuando hay fallos de mercado o de gobierno para corregir externalidades. El cambio climático es probablemente la mayor externalidad negativa de la historia del capitalismo: el precio al que nos lleva el mercado no internaliza la destrucción de nuestro planeta. Por eso es necesaria una intervención radical en ese precio para favorecer la descarbonización – el Mecanismo de Ajuste en Frontera de Carbono, CBAM por sus siglas en inglés, ya en marcha, es una buenísima medida en esa dirección. Por otra parte, la inversión en políticas verticales en este ámbito puede estar justificada también por problemas de coordinación o para acelerar la entrada en industrias que tienen unos costes de entrada típicamente muy altos.

Desde esa misma perspectiva, reducir la dependencia de semiconductores u otros bienes realmente estratégicos de países políticamente inestables también estaría justificada. Como nos recuerda Dani Rodrik en un trabajo reciente, la seguridad económica es un bien social que no está adecuadamente internalizado por el mercado.

Finalmente, el mercado provee demasiada poca inversión en bienes públicos estratégicos para la economía del conocimiento como la educación, la excelencia investigadora o la innovación. La inversión en políticas horizontales de ese tipo genera enormes externalidades positivas, como empleos de calidad. En ese sentido me quedo con la propuesta de política industrial (de la buena) de Philipp Aghion en un reciente libro publicado por Bruegel: la creación de un DARPA europeo, emulando el histórico programa de innovación tecnológica del Departamento de Defensa estadounidense que permitió el desarrollo de tecnologías como el internet o el GPS.

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