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MULTINACIONALES
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El mundo necesita un acuerdo tributario internacional más justo

El tipo mínimo propuesto, del 15%, es demasiado bajo para desincentivar el traslado artificial de beneficios hacia paraísos fiscales por parte de las multinacionales

La secretaria del Tesoro de EE UU, Janet Yellen, a su llegada a Venecia para la reunión del G-20.
La secretaria del Tesoro de EE UU, Janet Yellen, a su llegada a Venecia para la reunión del G-20.ANDREAS SOLARO (AFP)

Los desbalances de poder cuentan. Una vez más, son los países ricos los que ganan. Cuando, el 1 de julio, 131 países firmaron un acuerdo para reformar el sistema fiscal internacional para que grandes multinacionales empezaran por fin a pagar su parte justa de impuestos, la medida se celebró como histórica. Es indiscutible que es un paso adelante, porque establece al nivel mundial un tipo mínima internacional para la tributación corporativa, lo que podría reducir los incentivos de las empresas multinacionales a declarar sus beneficios en los paraísos fiscales.

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Pero en realidad, esta nueva reforma fiscal responde esencialmente a los intereses de los países desarrollados, con muy pocos beneficios para los países en desarrollo. El tipo mínimo propuesto, del 15%, parecido al tipo aplicado por países con bajos impuestos corporativos como Irlanda o Suiza, es demasiado bajo para desincentivar el traslado artificial de beneficios hacia paraísos fiscales por parte de las multinacionales. Este es especialmente el caso para la mayoría de los países de América Latina o África, donde el promedio en el impuesto de sociedades se sitúa en promedios en torno al 26% y 27%, respectivamente.

Sin duda alguna, esta es la razón por la cual algunos países en desarrollo reclaman al menos un 21%, siguiendo las propuestas iniciales de Estados Unidos. Muchos de los países africanos han venido defendiendo que un tipo inferior al del 20% tendría poco efecto. Más aún, cuando el listón queda tan bajo, el potencial recaudador se recorta drásticamente. Por eso, la propia OCDE reconoce que como mucho se generarían 150.000 millones de dólares en ingresos adicionales, muy lejos de su estimación de pérdidas fiscales anuales de 240.000 millones. ¿Cómo calificar de histórico un acuerdo que apenas cubre tres quintas partes de las pérdidas estimadas?

Esto es especialmente inaceptable cuando sabemos que muchos países en desarrollo se están ahogando en crisis fiscales, que pueden obligarles a aplicar programas de austeridad con consecuencias sociales catastróficas. Un estudio del Observatorio Fiscal de la Unión Europea muestra que, con un tipo del 15%, México, Sudáfrica y Brasil generarían en 2021 recaudos adicionales de 500, 600 y 900 millones, respectivamente, en comparación con 900, 2.000 y 3.400 millones con un gravamen del 21%, y con los 1.300, 3.000 y 7.400 millones que se generarían si el tipo mínimo se situara en el 25% propuesto por la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional (ICRICT), que presido.

Eso no es todo. Un problema adicional se relaciona con otra parte del acuerdo, la que establece una regla para redistribuir parte de los beneficios globales de algunas mega multinacionales (incluidas especialmente algunas de las digitales) entre los países donde producen o venden. El acuerdo se limita a empresas con volúmenes de facturación por encima de los 20.000 millones y umbrales de rentabilidad de al menos el 10%. Además, los países en desarrollo solo podrán recibir sobre el 20-30% de los beneficios que excedan ese 10%. Es un perímetro de cobertura tan estrecho y con criterios tan poco razonables, que apenas se aplica a unas 100 multinacionales.

Los países signatarios del acuerdo también deben renunciar a las medidas unilaterales, tales como los impuestos a los servicios digitales. Países como Costa Rica o Uruguay, que han sido innovadores buscando soluciones a su alcance, simples pero efectivas, para gravar parte de esa actividad digital en su territorio, aunque controlada desde fuera, se van a ver obligadas a renunciar a ingresos tangibles sobre la promesa de una redistribución de beneficios globales que se quedará corta. Los compromisos que se piden son desproporcionados con los beneficios que se ofrecen.

Finalmente, en materia de resolución de conflictos en cuestiones tributarias, la reforma prevé que se utilice el arbitraje, la práctica que hoy en día prevalece en los acuerdos de inversión. Simplemente no es aceptable. Además de ser percibido en muchos países en desarrollo como una intromisión en su soberanía nacional, es un mecanismo que muchos analistas y empresas consideran poco transparente y costoso, y está generalmente en manos de árbitros que provienen de los países desarrollados.

Quisiera terminar con un punto de optimismo. No todo está perdido. El acuerdo que acaba de ser respaldado también por el G-20 no es definitivo, y las negociaciones continuarán hasta el plazo final de octubre. Un grupo de países está dispuesto a luchar con fuerza por una reforma más justa. Varios países desarrollados y en desarrollo siguen abogando por una tasa similar a la que propuso inicialmente Estados Unidos y las principales agrupaciones de países en desarrollo reclaman reglas más justas para gravar las utilidades de las multinacionales que producen o venden en sus territorios. Lo más interesante es que, al unir sus fuerzas, tienen la oportunidad de ir más allá de las alianzas tradicionales.

José Antonio Ocampo, exministro de Hacienda de Colombia y ex subsecretario general de la ONU, es profesor de la Universidad de Columbia y presidente de la Comisión Independiente para la Reforma de la Fiscalidad Corporativa Internacional (ICRICT).

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