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Antón Costas (CES): “Una subida del salario mínimo tiene un impacto espectacular en la vida de los niños y de las familias”

El nuevo presidente del Consejo Económico y Social es escéptico respecto a la aplicación del acuerdo del G-7 sobre el impuesto de sociedades

Antón Costas, en su despacho del Consejo Económico y Social, el pasado lunes.
Antón Costas, en su despacho del Consejo Económico y Social, el pasado lunes.Santi Burgos
María Fernández

En uno de los últimos artículos que Antón Costas (Vigo, 1949) escribió en el suplemento Negocios antes de ser nombrado presidente del Consejo Económico y Social (CES), reflexionaba sobre que la pandemia ha horneado un momento hamiltoniano, en referencia al papel que tuvo la política de Alexander Hamilton, primer secretario del Tesoro de Estados Unidos, en el diseño de la economía norteamericana después de la Guerra de Independencia. Costas ve repetirse ahora un momento histórico que, bien aprovechado, alumbrará un nuevo equilibrio en la economía de mercado.

Pregunta. ¿En qué lugar ha colocado al mundo la pandemia?

Respuesta. La incertidumbre opera como una densa niebla que no permite a las personas ver cómo estarán pasado mañana. Ahora hay un momento de oportunidad: los politólogos lo llaman la ventana de Overton. Yo tiendo más a pensar en términos de John Rawls, el gran filósofo político de la justicia, que dice que en situaciones de incertidumbre aparece un velo de ignorancia y, en esas situaciones, los ciudadanos tienden a ser más racionales, tienden a incorporar no solo sus intereses a corto plazo, sino sus intereses más allá de esa niebla. Y eso es lo que permite un momento hamiltoniano como el actual. Sería muy difícil explicar el contrato social posterior a la Gran Depresión sin conceptos como el velo de ignorancia o la ventana de Overton.

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P. ¿Qué papel tendrán los Estados a partir de ahora?

R. La pandemia está actuando como un parteaguas del siglo XXI en el sentido en que lo hizo la Gran Depresión, que dividió el siglo XX en dos momentos. Creo que a partir de ahora habrá al menos dos tendencias en la economía mundial. Una es un reequilibrio entre la globalización y las políticas nacionales. Ese reequilibrio opera en favor de las políticas nacionales y en favor de cambiar la globalización. Antes de la covid habría sido inconcebible oír hablar de soberanía estratégica, de programas como el Next Generation, que va en la línea de darle más margen a las políticas industriales y tecnológicas europeas. A la vez creo que la globalización, que permanecerá, tendrá un reequilibrio diferente. Estará menos volcada en las finanzas y en el comercio y se orientará más hacia los bienes públicos realmente globales: la salud pública, el clima, y ―algo que a mí me gustaría― la regulación de los flujos de personas. No es que esté contemplando que la globalización financiera vaya a desaparecer, pero no será la misma que tenemos ahora. Lo estamos viendo con el acuerdo del G-7, que es histórico en sus dos dimensiones: el apoyo de EE UU a un tipo mínimo en el impuesto de sociedades para las corporaciones multinacionales, que son realmente el elemento distorsionador de nuestras economías, y que esas grandes corporaciones tengan que tributar por la cantidad proporcional de ingresos que obtengan en los países donde operan. Dicho esto, creo que hay demasiadas expectativas para que se implemente de forma rápida. El G-20 va a poner trabas y técnicamente no es fácil, aunque la OCDE ha avanzado mucho.

P. ¿Habrá una relocalización de empresas?

R. Se ve un reequilibrio entre mercado, Estado y territorio. La mentalidad política económica desde los años ochenta claramente se sesgó a favor de la idea de que los mercados son omniscientes y omnipotentes, y ellos solos consiguen crear riqueza. Ese sesgo operó en perjuicio de los Estados y las comunidades locales. Comunidades locales como el Vigo que se retrataba en la película Los lunes al sol, o las localidades del Reino Unido que votaron masivamente a favor del Brexit, que en los años sesenta y setenta eran ricas, con buenos puestos de trabajo y equipamientos públicos. Esa formulación de la globalización, con un predominio fundamentalista-fantasioso del poder de los mercados, abandonó a esos territorios a partir del momento en que la deslocalización afectó de una forma profunda. ¿Qué se les dijo a esas comunidades? Que, o se resignaban al silencio o emigraran. Eso fue una barbaridad. Lo que veo hoy, y no será fácil, es un reequilibrio de los tres pilares de la prosperidad: las empresas, el Estado y las comunidades locales. Este reequilibrio en las próximas décadas operará en favor de los dos últimos pilares. No será fácil. Es más fácil decir que necesitamos mejores empleos, para más personas y en más lugares, que llevarlo a cabo.

P. ¿Será ese el nuevo contrato social?

R. Es un pilar. Ninguna sociedad liberal con economía de mercado puede funcionar de forma armoniosa si no hay algún tipo de pegamento, escrito o no. De lo contrario, las sociedades liberales con economía de mercado se vuelven ingobernables. Es lo que nos dice la experiencia de los años treinta del siglo pasado. El fascismo llega como respuesta política al desorden social por la falta de ese pegamento, y se creó con el contrato liberal socialdemócrata de la posguerra y funcionó muy bien durante 30 años. Permitió que la economía crease riqueza y la repartiese relativamente bien; que el concepto de ascensor social se aplicase por primera vez; que apareciesen las clases medias, que son las que sostienen la democracia liberal, no las élites. A partir de los años ochenta este pegamento se secó. Hoy no tenemos ese pegamento, al menos hasta hace unos meses. Un contrato social es un acuerdo para repartir bien los costes que trae una crisis entre Estado, empresas y trabajadores y para repartir bien la prosperidad cuando la hay. En 2008, el acuerdo fue dramático: volcamos todos los costes en los trabajadores y sus familias, no en las empresas o el Estado. En esta crisis hemos introducido políticas e instituciones nuevas que han repartido mejor ese coste: los ERTE son un ejemplo.

P. ¿Qué papel va a tener la inflación en la recuperación?

R. Ninguno. Una economía es como un avión: en un ala está el consumo y la inversión privada; en la otra el sector público, y en la cola, el sector exterior. Cuando los tres motores funcionan bien, la economía vuela a la altura de crucero. En las crisis, ya sea por un cierre del crédito, como ocurrió en 2008, como por un virus, se te gripa el motor privado. El morro del avión cae y provoca una recesión. En ese momento el piloto tiene que tener en cuenta que tiene un motor importante, el sector público, para enderezar el rumbo. En 2008 se nos asustó con la idea de que si metíamos presión al motor público se iba a disparar la inflación y los tipos de interés. ¿Ha visto usted subidas de inflación desde 2008? El problema de los bancos centrales es el contrario, que no consiguen elevar la inflación. ¿Hemos de tener miedo a la inflación hoy? Tal y como la definía Keynes, la inflación verdadera solo se produce cuando el nivel de empleo ―tanto de los trabajadores como por la capacidad instalada― se acerca a su límite. Las otras inflaciones son parciales y sectoriales. En algunos sectores concretos vamos a tener repuntes de precios, probablemente en la construcción, por el rebote espectacular que vamos a ver en la economía española. Pero yo no me asustaría, esa no es la inflación a la que hay que temer.

Antón Costas.
Antón Costas.Santi Burgos

P. ¿Cómo encaja la emergencia climática en el futuro del planeta?

R. La covid es un ensayo general de las próximas pandemias, y esa será la segunda. Un empresario murciano me dijo una vez en una comida: “Tengo una casita en el mar Menor. Ya la he sacado de mi balance porque sé que no podré venderla. La contaminación ha desplomado su precio de mercado”. Pues bien, hay muchísimos activos que tenemos metidos en nuestro balance particular que se van a depreciar. Esto es un primer impacto del cambio climático. El sistema financiero va a tener que cambiar sus evaluaciones de riesgo. De hecho el BCE ya lo está haciendo. En términos kantianos me atrevería a decir que es un imperativo civilizatorio de una magnitud que me cuesta pensar en todas sus consecuencias.

P. ¿Qué piensa del informe del Banco de España que dice que se perdieron entre 98.000 y 180.000 puestos de trabajo por la subida del salario mínimo (SMI)? ¿No ha penalizado esa subida a los jóvenes?

R. Aquí me veo obligado a sacarme la gorra de presidente del CES y responder de forma personal. Hasta hace una década, los economistas éramos muy escépticos sobre los beneficios de subir el salario mínimo, porque veíamos que podía tener algún impacto. No tanto en la destrucción de empleo, como en la pérdida de capacidad de la economía, y especialmente por sus consecuencias en los jóvenes. ¿Qué ha sucedido con la investigación económica, especialmente la que se produce en EE UU, que a mi juicio es la más relevante por los datos que maneja? No hay una evidencia consistente que diga que hay destrucción de empleo. Para evaluar la bondad de una política tienes que ver todos sus efectos, tanto los que pueden ser negativos sobre el empleo como los efectos sobre el bienestar y el consumo agregado. Y los estudios recientes son espectaculares en cuanto al impacto de una subida razonable del SMI en el bienestar de las familias. En particular por la mejora de la vida de los niños pequeños que viven en esos hogares. Esto hay que meterlo en los análisis. Los salarios mínimos tienen un impacto en el consumo agregado, no solo porque haya un aumento sustancial de demanda, sino porque generan un efecto de optimismo en la economía. Cuando en España metamos todos los impactos, no solo sobre el empleo, sino sobre la demanda y el consumo agregado… Mi hipótesis es que los impactos no fueron negativos.

P. ¿El sistema de defensa de la competencia en España es el adecuado?

R. No. Lo he dicho en muchas ocasiones. La política de defensa de competencia es el vector de la política social más importante para este país en las próximas décadas. A la vez, me ha resultado muy difícil convencer a mis estudiantes y a mis exalumnos en puestos de responsabilidad de que hay que verla desde la política social. Porque va orientada a reducir precios, aumentar la calidad y aumentar los salarios, cosa que se olvida con mucha frecuencia (como bien decía Joan Robinson, la gran economista discípula de Keynes que merecía el premio Nobel). Robinson nos descubrió en los años treinta que los salarios no crecían porque las grandes corporaciones, cuando tienen un gran poder, no solo actúan como un monopolio en el mercado de bienes y servicios subiendo precios, sino que lo hacen como un monopsonio, el equivalente a un monopolio en la demanda de trabajo. Hoy los bancos centrales están considerando que uno de los motivos principales por los que no están aumentando los salarios y la inflación desde 2010 es porque las grandes corporaciones están ejerciendo un poder de monopsonio a la baja. Por lo tanto, la política de defensa de la competencia y la política antimonopolio son esenciales. Si tienes grandes corporaciones y no quieres destruirlas tienes que tener grandes agencias reguladoras muy bien dotadas, con una capacidad equivalente.

P. ¿Piensa, como la ministra de Economía, Nadia Calviño, que los salarios de ciertos banqueros son inaceptables?

R. Los sueldos los aprueban las juntas generales, y si no están viendo esta cuestión es que tenemos un problema. La Escuela de Economía de Chicago, la gran defensora de los mercados libres, está diciendo que hay un problema en el mundo corporativo en términos de poder de mercado y de salarios. En Europa el múltiplo entre sueldo y salario medio no es tan elevado como en el mundo anglosajón. En este terreno, aunque los españoles somos europeos continentales, somos anglosajones honorarios en términos de comportamiento [sonríe]. ¿Pueden los gobiernos hacer algo? En Europa lo han intentado. Suiza hasta ha hecho referéndums, y el BCE ha llamado la atención sobre esta cuestión.

P. ¿Qué tenemos que hacer con la política industrial en España?

R. Volver a creer en ella. Si no crees en algo no puedes hacer nada. Creo que hay un momento de oportunidad: el programa Next Generation es volver a creer en la política industrial basada en el territorio.

P. ¿Qué papel va a jugar el CES bajo su presidencia?

R. El CES es la única institución permanente de diálogo social institucionalizado, el diálogo social que se hace en la antesala del diálogo bipartito o tripartito. Creo que es una institución muy valiosa en etapas de fuerte incertidumbre. Es en este momento donde la estrategia de consenso adquiere su verdadero sentido, porque reduce el conflicto, mejora la cooperación y la productividad. Desde mi área académica defendemos que en situaciones de incertidumbre la estrategia más adecuada es la política económica mediante el consenso. El CES lo busca entre los tres grandes grupos actores: sindicatos, patronal y tercer sector, que son aquellas organizaciones empresariales de la vida civil que no están en los dos primeros grupos. ¿Qué me gustaría aportar? Me gustaría fortalecer las dos funciones que creo que tiene: la primera, contribuir a mejorar la calidad de los procesos de toma de decisiones públicas mediante los dictámenes, que son obligatorios para el Gobierno, pero no vinculantes.

R. ¿Y en segundo lugar?

R. Me gustaría contribuir a la mejora de la calidad del debate público sobre los grandes retos. Retos que exigen diálogo y consenso. Mi convicción de años de vida académica y profesional dedicada a las políticas públicas es que ningún Gobierno puede introducir reformas sostenibles en el tiempo si no tienen tras de sí corrientes de opinión favorables. Porque si no las tienen, un Gobierno puede aprobar reformas necesarias, pero el siguiente las va a echar abajo. Un ejemplo son las reformas educativas. Posiblemente el reformador más importante de nuestro país fue el catalán Laureano Figuerola, en la revolución liberal de 1868, con la instauración de la unidad monetaria (la peseta), la instauración de la unidad de mercado interior con el arancel Figuerola del 69, la instauración de la unidad fiscal… Ese hombre, en el escaso tiempo que estuvo en el Gobierno, hizo una labor tremenda. Pero dimitió ante las Cortes porque no encontró apoyo, ni en la opinión pública ni en el Parlamento.

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María Fernández
Redactora del diario EL PAÍS desde 2008. Ha trabajado en la delegación de Galicia, en Nacional y actualmente en la sección de Economía, dentro del suplemento NEGOCIOS. Ha sido durante cinco años profesora de narrativas digitales del Máster que imparte el periódico en colaboración con la UAM y tiene formación de posgrado en economía.

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