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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Aprovechar el precedente de la reacción europea

España deberá hacer propuestas de avance que sean viables y susceptibles de suscitar consenso

ilustración negocios
Tomás Ondarra

La emergencia económica desatada por la crisis sanitaria ha sacudido la modorra y la paralización en las que se encontraba la búsqueda de una arquitectura europea más sólida y consistente, como una exigencia insoslayable tras la crisis financiera y del euro. Aquella había sido una gran crisis del proyecto integrador que había llegado al punto de suscitar el vértigo de su posible colapso.

La UE no se podía permitir nuevos errores y retrasos en la respuesta a las urgencias suscitadas por la pandemia, sobre todo por la magnitud y la generalidad de su impacto contractivo sobre la producción, las rentas y el empleo. La reacción llegó a tiempo con la feliz innovación del Plan de Recuperación Next Generation EU y el renovado Marco Financiero Plurianual. Y muchos han hablado de un avance histórico que supuestamente dejaría atrás las desconfianzas germinadas durante la crisis financiera y superaría el bloqueo de la nueva arquitectura al que había conducido el obstruccionismo de los llamados países frugales. Un optimismo desproporcionado que confunde los deseos con la realidad y que podría llevar a confiarse en exceso.

La instauración de los nuevos fondos para la recuperación ha sido, sin duda, un éxito europeísta que ha vuelto a confirmar —en línea con las esperanzas de los fundadores de la UE— la capacidad del imperfecto entramado construido de ir cubriendo los numerosos vacíos que el avance renqueante del mismo ha ido dejando. Como no era posible establecer desde el principio una construcción completa y coherente —que habría implicado un alto grado de integración política y de renuncia a las soberanías nacionales—, se optó por una línea de avances graduales y parciales según las urgencias que el propio devenir iría suscitando. Y hasta ahora esta forma de progreso intermitente al impulso de las necesidades del momento no ha descarrilado.

Esta lícita celebración no debe de ser óbice para calibrar su verdadero alcance. Para no olvidar las tareas pendientes y no desenfocar la contribución que los países como España pueden prestar a un progreso efectivo y duradero. No hay que perder de vista que el paso dado por la UE es excepcional y transitorio. Ha sido un precedente audaz, pero no está aquí para quedarse como un rasgo permanente de la nueva arquitectura. Los nuevos fondos, aunque cuantiosos, tienen fecha de caducidad, y lo mismo pasa con el novedoso permiso para endeudarse y para la emisión de bonos.

El innovador precedente es muy relevante no solo porque ha demostrado capacidad de reacción ante una perturbación excepcional, sino también porque ha sido un ejercicio efectivo de solidaridad y de compartimiento de riesgo entre los socios. Una parte muy significativa de los fondos se asignan de acuerdo con las necesidades de los países miembros según el impacto relativo de la pandemia, mientras que el sufragio de los mismos se realiza de acuerdo con las contribuciones de cada país al presupuesto comunitario, que están calibradas según sus capacidades respectivas. Suponen por tanto unas transferencias efectivas desde los países que más pueden hacia los que más lo necesitan. Además, el esfuerzo solidario se financia mediante una apelación conjunta a los mercados de capitales, lo que alivia la presión sobre los países más atribulados y con menores credenciales frente a los proveedores de fondos. Y la inevitable condicionalidad asociada a su utilización se circunscribe a su buen uso en el marco de los compromisos pendientes de cada país y de un lógico, aunque exigente, programa de reequilibrio presupuestario, una vez absorbido el impacto de la pandemia. Por lo tanto, no suponen injerencias abusivas en el ejercicio de la soberanía de las políticas económicas nacionales.

Para un país que —como España— viene pugnando por un entramado institucional más completo y coherente de la UE, con elementos de unión fiscal que contribuyan de manera permanente a la estabilidad y la solidaridad, reviste gran relevancia el aprovechamiento de este precedente como punto de apoyo para avances posteriores y que no se reduzca a una aislada actuación de emergencia.

No desperdiciar la oportunidad

La primera condición para que esta gran oportunidad no se desperdicie es, sin duda, una gestión ágil y eficiente de las ayudas comunitarias al servicio de las finalidades para las que han sido otorgadas. Un reto nada sencillo pues implica desarrollar programas de gasto e intervenciones en áreas en las que la economía española presenta rezagos o deficiencias estructurales, como la digitalización, la transición ecológica, el sistema educativo y el funcionamiento del mercado de trabajo. Y también porque presupone una capacidad de gestión de las Administraciones Públicas —central, autonómica y municipal— que ha quedado fuertemente en entredicho con la propia pandemia. Esta es una condición clave, no solo para doblegar los impulsos contractivos desatados, sino también para afianzar la confianza en España como socio fiable y avanzar en la recuperación de la influencia en su gobernanza que le corresponde.

La presencia de España en Europa ha sufrido notables vaivenes desde su ingreso en la Comunidad. En los años de luna de miel que siguieron a la adhesión, España tuvo un protagonismo importante en algunas de las propuestas que hicieron avanzar al proyecto integrador, como en el caso de los Fondos Estructurales y de Cohesión. Sin embargo, la posición se deterioró con la pasada crisis que afloró las fragilidades de la Unión y, a la vez, colocó a España en el grupo de países lastrados por sus desequilibrios. El rescate del sistema bancario español fue el momento de mayor retroceso de la presencia española en Europa. España había pasado de ser alumno aventajado a constituir uno de los flancos débiles de todo el edificio. La costosa superación de aquellas adversidades abrió el camino para recuperar un lugar entre los países influyentes y el programa Europeo de Recuperación ha brindado nuevas oportunidades para reforzar el protagonismo español.

Para que ello sea así, además de demostrar la lealtad a los principios de estabilidad en los que se basa la integración y un aprovechamiento eficiente de los nuevos fondos, España deberá ser capaz de poner encima de la mesa propuestas de avance que sean viables y susceptibles de suscitar consenso, superando las reticencias de los países más desconfiados. Como se ha demostrado en la dura negociación del nuevo programa, las propuestas maximalistas no tienen recorrido. Ha triunfado un realismo pragmático que debería ser una seña de identidad constante de las contribuciones españolas al progreso de la Unión.

José Luis Malo de Molina fue jefe del servicio de estudios del Banco de España entre 1992 y 2015.

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