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El poder de lo simbólico: Greta Thunberg y el chaleco amarillo

Una adolescente con las ideas claras y un peto reflectante evidencian el enorme impacto político que pueden tener determinadas acciones cargadas de simbolismo

Un grupo de manifestantes se fotografía durante una reciente marcha contra el cambio climático en Bruselas. / Y. HERMAN (REUTERS)
Un grupo de manifestantes se fotografía durante una reciente marcha contra el cambio climático en Bruselas. / Y. HERMAN (REUTERS)

Desde que las imágenes de policías antidisturbios franceses y ‘gilets jaunes’ enfrentados a su paso por los Campos Elíseos impactaran la conciencia colectiva durante las semanas prenavideñas, ciudadanos de decenas de países han decidido enfundarse el chaleco reflectante: desde belgas a las puertas del Parlamento Europeo, pasando por feligreses del Brexit que exigen a la clase política que cumpla con el resultado del referéndum y garantice la salida del Reino Unido de la Unión Europa (con acuerdo o sin él), hasta llegar al episodio vivido en nuestro país en las últimas fechas, con Madrid y Barcelona de escenario y una marea de taxistas como protagonista. En la era del ‘meme’, se ha viralizado hasta tal punto la adopción de estos chalecos que el Gobierno egipcio ha decidido restringir su venta, ante el temor de que contribuya a prender una nueva llama revolucionaria.

Antes de noviembre, el chaleco reflectante era un accesorio tan cotidiano como cualquier otro, utilizado en las carreteras por motivos de seguridad y en las calles por operarios de distintas profesiones, ninguna de ellas asociada a una renta sujeta a los tipos impositivos más elevados del sistema fiscal. Tan solo un par de meses después, se ha convertido en símbolo de reivindicación, otorgándole un significado político casi indisociable ya de sus funciones prácticas, por muy difuso que sea ese significado (anti-establishment / anti-globalización neoliberal / anti-uberización del mercado laboral, etc.).

En cualquier caso, los chalecos amarillos han dado visibilidad política a sectores de la población que se sienten invisibles para las élites cosmopolitas, con una prenda (de alta visibilidad) vinculada a un tipo de empleo que improbablemente ocupen los hijos de aquellos que toman las decisiones políticas de mayor calado. Parece evidente que el chaleco está reanimando, con otra cara y distintas formas, un debate parecido al que despertó Occupy a principios de década: el incremento de las desigualdades socio-económicas entre ciertos sectores privilegiados y una mayoría estancada en la precariedad.

Paralelamente, una adolescente sueca llamada Greta Thunberg, dieciséis años de edad, se ha convertido en icono de la acción contra el cambio climático. Una instantánea en la cual aparece sentada a las puertas del parlamento sueco con un cartel, anunciando su huelga escolar por el clima, ha dado la vuelta al mundo e inspirado a miles de estudiantes a seguir su iniciativa, echándose a la calle para exigir a los representantes políticos que emprendan las medidas necesarias para afrontar una crisis que presenta un futuro entre desalentador y desolador para las nuevas generaciones.

Por encima incluso de dicha fotografía, lo que ha catapultado a la joven activista a la categoría de símbolo de la causa, ha sido el vídeo de su discurso en COP24, la más reciente cumbre por el clima de las Naciones Unidas. Con la mirada punzante, esta portavoz de la cruda realidad reprocha a los adultos electos su inmadura tendencia a escurrir el bulto, cargándoselo a adolescentes como ella que no ven más opción que la de sonar la voz de alarma. En el reino contemporáneo de la hipocresía, la desinformación deliberada y las cortinas de humo, donde la proliferación de los discursos reaccionarios hace tan fácil caer en el derrotismo, es cada vez más necesaria la irrupción de figuras íntegras con poder mediático, como pueden ser la propia Thunberg o la demócrata Alexandria Ocasio-Cortez, líderes que sean capaces de destapar las vergüenzas y contradicciones del sistema e insuflar optimismo a partes iguales.

El chaleco amarillo simboliza la fuerza de una multitud frustrada ante su situación, perfilando escenarios turbulentos de descontento político en calles y urnas

En un acertado análisis publicado en El País, Joaquín Estefanía exhortaba a la refundación del contrato social que se fraguó en Occidente tras la Segunda Guerra Mundial, donde se confiaba en que el trabajo individual y colectivo daría sus frutos, con la mejoría progresiva del funcionamiento de la economía, de las instituciones democráticas y en la calidad de vida (“nuestros hijos vivirían mejor que nosotros; unos, los más favorecidos, se quedarían con la parte más grande de la tarta, pero a cambio los otros, la mayoría, tendrían trabajo asegurado, cobrarían salarios crecientes, estarían protegidos frente a la adversidad y la debilidad, e irían poco a poco hacia arriba en la escala social”). Ojalá estuviera sobre la mesa un contrato así, pero lamentablemente las condiciones han cambiado: como dice el periodista, “el nuevo contrato social habrá de tener en cuenta las transformaciones actuales y otros elementos que se han incorporado a las inquietudes centrales del planeta en que vivimos, como el cambio climático”.

El chaleco amarillo simboliza la fuerza de una multitud frustrada ante su situación, perfilando escenarios turbulentos de descontento político en calles y urnas. Greta Thunberg y los estudiantes que están movilizándose en las huelgas por el clima encarnan el poder de una generación que no está dispuesta a quedarse de brazos cruzados, confiando en el cumplimiento de las promesas y la eficacia de los objetivos pactados en cumbres. Ambos señalan la urgencia de implementar medidas para problemas que amenazan: de nada servirá un nuevo contrato social que no tenga en cuenta sus preocupaciones.

* Mateo Peyrouzet García-Siñeriz es analista político de la Fundación Alternativas 

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