Algo que nos perturba
Tras terminar los tres volúmenes de Tu rostro mañana, en verdad creí que no escribiría más novelas. Que me había agotado en todos los sentidos y no tenía más que decir en ese campo. Por fortuna o desdicha, siempre hay algo que nos perturba lo suficiente para volver a sentarnos ante la máquina.
Como pasa a veces, la idea que me rondaba antes de empezar a escribir Los enamoramientos se quedó fuera de ella, o sólo entró sesgadamente. Era esta: una mujer se une al hombre que le causó la desgracia mayor imaginable, a sabiendas. Es una forma de reparación extraña. Es también una venganza extraña: se obliga al causante del mal a "restituir" la felicidad robada y a convivir con una de sus principales víctimas, la mujer que va a conservar siempre el recuerdo de su marido muerto. En la novela se bordea esta situación o idea, que sin embargo no está en ella, o no con la nitidez que me movió a darle de nuevo a la tecla.
Lo que ha resultado el núcleo de Los enamoramientos empezó siendo, en cambio, algo accesorio, instrumental. ¿Cuál podía ser esa desgracia? Recordé lo ocurrido a una amiga años atrás: su complacida contemplación de una "pareja perfecta", el posterior descubrimiento de que el hombre había sido asesinado de manera absurda, pésima suerte. Por varias razones, la historia había de contarla una mujer. Con una excepción breve, mis narradores habían sido siempre masculinos. Miré a mi alrededor e hice memoria: conozco a un montón de mujeres reflexivas e inteligentes, cuyas cabezas no se diferencian apenas de las de los varones reflexivos e inteligentes que conozco. Más de una vez me he encontrado con este reproche respecto a esa narradora, María Dolz: "Una mujer no piensa así". Para mí no hay mayor desprecio que hablar de "las mujeres" como si fueran uniformes, perros o gatos. En todo caso, y si no la había, ahora hay al menos una mujer que piensa "así". Pues también cuentan -contamos con ellas- las criaturas que sólo existen en la literatura. Esa es la fuerza de la ficción, que se incorpora a nuestro conocimiento y a nuestra experiencia casi tanto como lo real. E incluso, cuando la realidad es pálida, a veces nos constituye un poco más.
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