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PALOS DE CIEGO
Columna
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El arte imposible de perderse

Javier Cercas

1 Últimamente me acuerdo a menudo de uno de los héroes secretos de mi infancia, un gitano que cada sábado montaba su puesto de ropa interior femenina en el mercado ambulante de Gerona y a continuación empezaba a anunciar a grito pelado: "¡Bragas a cien pesetas, señora! ¡Quien no lleva bragas es porque no le da la gana!". Era extraordinario. Yo iba con mi madre al mercado y al llegar frente al hombre me quedaba boquiabierto: corpulento, muy moreno, con una gran barriga de buda, vociferando con los brazos en jarras ante su montaña de bragas, el gitano debía de tener un aspecto imponente. Creo que lo admiraba. Es posible que de mayor deseara ser como él. Y, aunque no dudo de que influyera en ese deseo el hecho de que el gitano estuviera siempre rodeado de mujeres y de ropa interior femenina, últimamente pienso que, sin que yo fuera consciente de ello, quizá también influía otra cosa.

Nadie se pierde: siempre estamos donde estamos, donde está nuestro maldito yo"

2 El caso de G. K. Chesterton no es menos extraordinario. Corpulento, moreno y con una gran barriga de buda, Chesterton es un apologista del catolicismo a quien adoran agnósticos y ateos, además de feroces comecuras como quien firma; más extraordinario aún es que sea un provocador cuyas impertinencias han sobrevivido un siglo. Gran parte de su obra, por ejemplo, puede entenderse como un combate contra el vitalismo trágico nietzscheano que empezaba a triunfar en su época y que ha arrasado en la nuestra. Ese combate explica su reiterada defensa de la humildad, virtud cristiana por excelencia y vicio por excelencia de nuestro tiempo, que es el tiempo de la inflación del yo, de la búsqueda de la plenitud vital, del llamado afán de encontrarse a sí mismo a través de la llamada realización personal; en definitiva: el triunfo de lo que Chesterton llama "la escuela egoísta", cuyo mejor representante es Nietzsche. Un triunfo que ha provocado una explosión colectiva de orgullo, de la que Chesterton abominaría: él considera que el orgullo procede del infierno y constituye una catástrofe social y un instrumento de tortura personal, puesto que es por definición insondable e insaciable. Lo sensato, por tanto, no es potenciar el yo, sino anularlo. O casi: "La humildad es el suntuoso arte de reducirse a un punto (...) a una cosa que no tiene tamaño, de modo que todas las cosas del universo sean como son en realidad: de tamaño inmensurable". O dicho de otro modo: la única forma de encontrarse a uno mismo consiste en perderse para encontrarse plenamente en lo real.

3 ¿Es posible perderse? Hace mucho traduje al castellano una novela de Francesc Trabal titulada El hombre que se perdió, donde el protagonista, después de perder a su prometida, se convierte en un profesional del arte de perder tan exquisito que es capaz de perder un edificio de 24 pisos en la Quinta Avenida, 1.800 Ford en Honduras y 5.000 niños chinos en Tampico, México, hasta que al final acaba perdiéndose a sí mismo. Pero la novela de Trabal es una ficción. ¿Y en la realidad? ¿Es posible perderse en la realidad? En La ciudad de las palabras, Alberto Manguel cuenta la historia verdadera de un médico que, durante un viaje por la tundra ártica en compañía de un guía inuit, fue sorprendido por una tormenta de nieve; en medio del frío y de la noche, sintiéndose abandonado por el mundo, el médico exclamó: "¡Nos hemos perdido!" Entonces su guía le miró pensativo y contestó: "No nos hemos perdido. Estamos aquí". El guía tiene razón: no estaban perdidos; nadie se pierde; es imposible perderse: siempre estamos donde estamos, donde está nuestro yo, nuestro maldito yo.

4Todos sabemos que Chesterton tiene razón, pero todos sabemos también que la humildad perfecta es imposible, porque es imposible prescindir de nuestro yo. Nietzsche también lo sabía, y por eso pensaba que lo mejor era gozar de ese yo, aunque fuese una maldición y una tortura. En cuanto a mí, solo hay algo que me enfurece más que mi orgullo luciferino, y es que lo confundan con la humildad. De humildad, nada. Si yo fuera humilde, intentaría escribir el guión de una secuela de Cateto a babor, o de Qué gozada de divorcio, o de Caray, qué palizas, o el de Esta abuela es un peligro, 6, y no escribiría los rollos que escribo, empezando por esta columna tan seria. Qué asco, Dios santo. Y de ahí quizá, según pienso últimamente, la admiración que sentía yo por aquel gitano de mi infancia, a quien debía de imaginar como un hombre a todas luces virtuoso y de mérito, reducido al oficio de vendedor ambulante de lencería y transformado por ese acto voluntario de humildad en el hombre más pletórico del mundo, casi perdido entre mujeres a la caza de ropa interior, reinando en aquel gineceo con su voz de barítono y su grito portentoso: "¡A cien pesetas, señora! ¡Bragas a cien pesetas! ¡Quien no lleva bragas es porque no le da la gana!". Que Dios lo tenga en su gloria.

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