La buena estrella de Turner
Los astros guiaron siempre sus pasos. El día en que bautizaron a Joseph Mallord William Turner (Londres, 1775-1851) pudo verse en el cielo del atardecer el fenómeno de los tres soles, amarillo, naranja y rojo, curiosa premonición para el hombre que confesó en su lecho de muerte "el sol es Dios". Hubo otros augurios. Turner nació un 23 de abril, como William Shakespeare. Tenía la suerte de cara, sólo debía darle forma. Y lo hizo. El pintor de la luz y el color, "el más grande de su era, el padre del arte moderno", según John Ruskin, posiblemente su mejor biógrafo, fue el primero en apuntar hacia el impresionismo y la abstracción.
Javier Barón, jefe del departamento de pintura del siglo XIX y comisario de la muestra Turner y los maestros, la gran exposición del verano en el Museo del Prado, señala la oportunidad de poder ver por primera vez en España los grandes óleos del pintor británico -el Prado exhibió sus acuarelas en 1983- confrontados con obras de Rembrandt, Poussin, Canaletto, Tiziano, Veronés, Rubens, Ruisdael, Van de Velde o Watteau. "Los británicos", afirma Barón, "han comprobado que, a diferencia de Goya, Turner no es un artista genial aislado, un precursor, sino que, por el contrario, tiene mucho contacto con su tiempo y con una gran tradición pictórica anterior a él, que se esfuerza en considerar, validar y superar. Turner quiere partir, como había hecho antes Reynolds, de un conjunto de tradiciones que él recrea de un modo singular. Tal es su originalidad que a veces se han olvidado las influencias de los grandes maestros, que son los que analiza la exposición, o los paralelismos con sus contemporáneos".
De escasa estatura, poco agraciado,Turner se esforzó en reforzar su personalidad por medio de su arte
Su ansia por trasladar al papel lo que veía fue compulsiva. Andaba 40 kilómetros al día para llenar sus cuadernos de bocetos
Hijo de barbero -su padre tenía una barbería cerca del mercado de Covent Garden- y de una carnicera, nunca destacó por su físico. De escasa estatura, en su rostro -de pequeños ojos azules heredados de su madre- destacaba su perfil de loro y su barbilla prominente. Hablaba, además, con un fuerte acento cockney, el lenguaje de las calles. Su infancia estuvo marcada por los feroces ataques de locura de su madre, Mary, que acabó en un manicomio.
Turner debió aprender pronto a buscarse la vida. "Mi padre", escribió, "nunca me elogiaba, excepto si ahorraba un chelín". A los 14 años comenzó a hacer trabajos como topógrafo. Aquello le gustó: "Si volviera a nacer, sería arquitecto antes que pintor". Thomas Hardwick, al observar su buena mano con el lápiz, lo recomendó para entrar en la selecta Royal Academy School. En 1790 expuso allí sus primeras acuarelas. Poseía una gran imaginación para titularlas con palabras rimbombantes. Tenía afición a escribir reflexiones en sus cuadernos y, ya en la edad adulta, se atrevió con poemas, con un tono entre marcial y épico, fruto de las convulsiones guerreras de su época. Turner asistió como espectador a la independencia de América, la Revolución Francesa y las campañas bélicas de Napoleón.
Fue un joven raro y callado, absorto siempre en la pintura -a su muerte se hallaron en su casa más de 19.000 dibujos y bocetos-, con escasas dotes para hacer amigos. A diferencia de otros pintores, como Reynolds, muy cotizado en los círculos sociales de su época, él, en contrapartida, según el historiador y crítico de arte David Solkin, se esforzó por realzar su personalidad por medio de su arte.
Su ansia por trasladar al papel lo que veía fue compulsiva. Andaba cada día 40 kilómetros para llenar sus cuadernos de bocetos y acuarelas. Pintaba criptas, monumentos, ruinas, iglesias. Thomas Monro, un coleccionista y pintor, lo contrató en 1796 para que copiara algunas de las obras de su colección. La casa de Monro funcionaba entonces como una academia en la sombra y Turner adquirió gran formación como copista de obras maestras.
En 1802, mientras de España llegaban ecos de la guerra contra Napoleón, Turner fue elegido, a los 24 años, miembro de la Royal Academy, uno de sus más fervientes deseos. Poco antes experimentó una de sus emociones más intensas al ver los paisajes del francés Claudio de Lorena (1600-1682) en la colección del comerciante Angerstein. Dicen que se le saltaron las lágrimas al contemplar aquellas pinturas. La influencia de Lorena fue tal que cuando Turner donó a la National Gallery Dido construye Cartago y El declive del imperio cartaginés puso la condición de que fueran expuestos permanentemente entre dos obras de su admirado Claudio de Lorena, algo que para el historiador de arte Ernst H. Gombrich fue un dislate: "Turner no se hizo justicia a sí mismo incitando a esta comparación".
En las biografías de Turner, su vida íntima tiene poco interés. Parecía un personaje de Dickens, bajito, rudo, un míster Pickwick siempre con las manos manchadas porque usaba sus dedos para difuminar la pintura de sus óleos. Nunca tuvo aspecto de gentleman, pero tampoco lo intentó. Sentía atracción por las viudas y las mujeres maduras, y aunque no se casó, convivió con alguna y tuvo dos hijas, a las que nunca reconoció.
Cuando su padre dejó la barbería, se mudó a casa de su hijo. Se convirtió en su mayordomo y asistente. Tuvo sobre él un gran ascendiente, como ilustra la anécdota que circuló por Londres. En una ocasión en que Turner se mostraba remiso a acudir a una cena a la que había sido invitado, su padre lo empujó al grito de "Ve, Billy, ve. No hay nada para cocinar esta noche".
A principios del siglo XIX viajó a París. Peregrinó al recién inaugurado Museo del Louvre. En su cuaderno anotó al contemplar El entierro de Cristo de Tiziano: "María está pintada en azul y participa del tono carmesí que se une con el azul del cielo". Visitó también Italia, la meca de la pintura, y conoció los museos más importantes de Europa. Llegó hasta Suiza y Alemania. En el camino a Bruselas hizo un alto en un desolado Waterloo y anotó: "1.500 asesinados aquí, 4.000 allí". Venecia y Canaletto lo deslumbraron. Nunca, en cambio, sintió atracción por España.
Ilustró libros de viajes y los de los escritores románticos Byron y Walter Scott. Lord Elgin quiso que formara parte de su expedición a Grecia -donde arrambló con los mármoles del Partenón que hoy se exponen en el Museo Británico-. No llegaron a un acuerdo porque Turner no quiso ceder los derechos de sus obras, y además exigía un alto precio. Compitió en la pintura de paisajes con su colega de academia Constable, al que detestaba, y en la de interiores, con otro contemporáneo, David Wilki. Fue un magnífico escenógrafo, a veces criticado por "la cruda teatralidad de sus pinturas". En 1840, un anciano Turner conoció a John Ruskin, el mejor propagandista de su obra: "Él ve más en mi pintura de lo que yo jamás he visto", decía el artista.
Turner murió el 19 de diciembre de 1851. Una hora antes, el sol, su estrella, apareció fugazmente entre las negras nubes. Fue su último paisaje.
'Turner y los maestros'. Museo del Prado. Del 22 de junio al 19 de septiembre.
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