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Tribuna:TOUR 2007
Tribuna
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'La Marsellesa' a pedales

Al llegar el 14 de julio nos podemos preguntar qué significa el Tour para Francia, un Tour que tiene ya más de un siglo de vida (la primera edición fue en 1903). La respuesta, la única respuesta posible, es que el Tour es Francia. La ilustra, la unifica, exactamente igual que la baguette, la voz de Edith Piaf, los Gauloises, los aperitivos de anís. Mientras que París se simboliza sólo a sí misma, el Tour es una especie de Marsellesa a pedales, con el jour de gloire al alcance de todos. Poco importa si el Tour de Francia sale de Alemania, Holanda o, como este año, de Londres. Y poco le importa a la gente, aunque desde luego sí a los organizadores, que el Tour se haya ido convirtiendo poco a poco en una marca para exportar y hacer dinero. No hay escándalos, sospechas o certezas de dopaje que consigan mantener a la gente alejada del Tour, crear una fisura de desamor en su bloque de amor místico, absoluto.

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Así ocurría en los tiempos del ciclismo heroico, de los pioneros como Garin, Garrigou, Petit, Breton; en los años dorados (Bartali, Coppi, Bobet, Gaul, Bahamontes, Anquetil, Poulidor); en los últimos 16 años, caracterizados por largas series de victorias (Indurain, 5; Armstrong, 7). Entre el navarro y el tejano se registran la primera vez de un danés, Riis, la primera vez de un alemán, Ullrich, y la última vez de un italiano, Pantani. Será oportuno recordar que Riis admitió que utilizaba EPO, que Ullrich se retiró después de que se demostrara su conexión con el doctor Fuentes, que Pantani murió de sobredosis, más solo que un perro, en la noche de San Valentín, en un hotel de Rímini. Pero ni siquiera estos sucesos consiguen mellar la historia, el mito. Ni siquiera la línea blanca que acompaña a 2006, sea Landis o Pereiro.

El mito del Tour, anotaba Roland Barthes, no es sólo el de la canción de gesta, el del hombre fuerte que vence a los adversarios. El ganador también debe derrotar a su propio cuerpo, al cansancio, al dolor, a las crisis. No puede bajar la guardia en ningún momento del día. Y además están los adversarios no humanos, como las montañas que Pellos, en L'Equipe, dibujaba humanizándolas: el Tourmalet o el Galibier, de mirada torva, con la boca abierta para engullir a esos hombrecillos que desafiaban su grandeza. Y también el sol, la lluvia, la mala suerte (pinchazos, caídas). Así, el Tour todavía se ve y se vive al borde de la carretera: desde el Pas de Calais, donde todavía se crían a escondidas gallos de pelea, al Gers, donde se engorda el hígado de los patos. Colegiales alineados detrás de las vallas, carteles de bienvenida en cada pueblecito, también en la Francia más profunda, en la Lozére verde y silenciosa, en la Auvernia de volcanes apagados.

El Tour enmarca escenas reales con ocasión del prólogo y el epílogo, alfa y omega iluminadas por la misma grandeza, Big Ben y Torre Eiffel, Buckingham Palace y Campos Elíseos, pero evita cada vez más las grandes ciudades (este año Marsella es una excepción) y organiza etapas en las pequeñas ciudades, a veces en pequeños pueblos de 5.000 o 10.000 habitantes. Y es como si Francia llegara en caravana a la puerta de la casa de Monsieur Dupont. Por calles secundarias, haga el tiempo que haga. Todo esto lo ha entendido bien Sarkozy, que será el primer presidente francés que siga de principio a fin una etapa (por motivos de seguridad aún no se sabe cuál). De Gaulle y Mitterrand sólo hacían acto de presencia.

La Francia profunda es la de los campesinos, los pescadores, los obreros. En las afueras de las grandes ciudades los niños dan patadas a un balón y sueñan con ser Zinedine Zidane; lanzan canastas y piensan en Tony Parker. Quizá sea una nueva conciencia ecológica la que empuja al sillín a un niño, desde luego, no el recuerdo de Hinault y Fignon. Pero en un lugar donde el Tour es sentido de pertenencia, raíces, cultura popular, cualquier paso, incluso el más rápido, apasiona y enorgullece. Es la unión más segura, basada en el amor compartido, entre el pálido waterzooi y la herrumbrosa bullabesa, entre las berzas del choucroute y las alubias blancas del cassoulet, entre el Val d'Isère de las vacas y el Val d'Ossau de las ovejas. Y no sólo eso: entre poetas y carteros, entre izquierda y derecha, el Tour es un mismo icono y no es necesariamente el vencedor el que acapara el afecto popular.

El caso más emblemático es el de Anquetil y Poulidor. Anquetil era lo nuevo, Poulidor el pasado. Anquetil bebía champán a la hora del desayuno, Poulidor se bañaba en agua con vinagre. Anquetil ganaba y, si realmente no podía vencer, trataba de hacer perder a Poulidor, y lo conseguía. Poulidor corrió hasta los 40 años, terminando tercero en su último Tour. Subió otras siete veces al podio, pero nunca al escalón más alto. Peor aún, en 14 Tours no vistió ni una sola vez el maillot amarillo. Y, sin embargo, la mayoría de los franceses le animaba a él, el rey de la mala suerte, el pararrayos de cualquier rayo, y no a ese Anquetil al que consideraban demasiado frío (la frialdad del diamante), demasiado lejano. Aún hoy, con una camiseta publicitaria encima, Poulidor es alabado por los espectadores, que siguen llamándole con un diminutivo vagamente canino, Poupou, y ésta es la revancha de Poulidor. Anquetil lleva muerto 20 años. El duro deseo de durar (aunque podemos descartar que Poulidor conozca a Eluard) al final se paga.

Cuando los franceses dicen Tour de Francia se siente que las iniciales T y F son mayúsculas. Ni el Giro ni la Vuelta llevan consigo la misma carga de implicación emotiva. Son acontecimientos deportivos, desde luego, e importantes, pero no tienen tanto poder unificador. Jour de gloire y Tour de gloire no es sólo un juego de palabras. Es la Francia que se mira en un espejo y se gusta.

Gianni Mura es editorialista de La Repubblica. Traducción de News Clips.

El pelotón, a su paso por los Alpes en la séptima etapa del Tour.
El pelotón, a su paso por los Alpes en la séptima etapa del Tour.REUTERS

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