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Columna
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El espectáculo debe continuar

En 1967, la editorial parisiense Buchet-Chastel publicó el volumen de Guy Debord La sociedad del espectáculo. En mayo de 1968 pasó lo que pasó. En 1969 dejó de pasar lo que pasó. Ha habido demasiada nostalgia, demasiada crítica y aun demasiada mofa sobre el espíritu que guió la frustrada revuelta del 68. Señalemos tan solo que, en esas mismas fechas, los psiquiatras de París apenas tuvieron trabajo. Antes y después de aquel mayo, la clientela rebosaba. Un acto de contrición que, algo maliciosamente, podemos llamar "Defensa de Núremberg de lo Cotidiano": hay que pagar la hipoteca. Dinero, sexo y poder dentro de un orden. Asumir ese pequeño culebrón venezolano que todos llevamos dentro. Ante las nuevas circunstancias, Debord fue visto por sus contemporáneos como el antiguo amigo juerguista que, sólo pronunciar su nombre, convoca regusto de resaca. Pese a ello, quizá por ello, la tiránica enfermedad social que diagnosticara no hizo más que extenderse, agravarse y reforzarse hasta camuflar de nuevo su carácter insano: el colapso de toda subversión, de toda excepción, de toda excelencia, de manifestaciones de una mente libre como el mismo libro de Debord.

¿Qué se decía, pues, en esas páginas diabólicas? En resumen, esto: contra lo que se solía intuir, las formas de poder no son viejas, las de sus críticos sí. Las formas de poder se renuevan, brillan de modernidad y son más efectivas que cualquiera de sus refutaciones. Vivimos en una escenografía continua donde las verdades y la posibilidad de libertad se han visto reemplazadas por sombras. Toda expresión que utilice los canales del espectáculo se vuelve espectáculo, se deshace de contenido, se convierte en los otros. Por vez primera, los mismos, los otros, han sido amos de todo lo que se hace y de todo lo que se dice al respecto. Así, pasamos los días hablando, viendo y sintiendo lo que no importa, nuestro espíritu se alimenta de la supuración de lo que no importa. Sacralizar lo desechable es el rostro de la tiranía. Acatar lo banal es el signo de la nueva servidumbre. Vivimos en la alta edad media de la era de la televisión. Consumo, fugacidad y letargo.

Debord no era el primero en manifestar esa idea mal llamada apocalíptica. El primer Marx, el Adorno de Mínima moralia, el dar la vuelta a los entusiasmos de McLuhan y cierta paranoia -porque toda convicción en una finalidad histórica tiene algo de paranoico- son sus precursores. Sin embargo, es la propia vida de Debord la que nos lleva al escritorio donde se redactó el libro.

El 27 de julio de 1957, Debord, un joven de 25 años, y otros siete valientes fundan la Internacional Situacionista en la ciudad italiana de Cosio d'Arroscia. "Al fin y al cabo", dice Debord en Panegírico, sus exiguas memorias, "era la poesía moderna de los últimos cien años la que nos había conducido hasta allí. Éramos unos cuantos los que pensábamos que era necesario ejecutar su programa en la realidad; y no hacer, en cualquier caso, nada más". Diáfano: convertir en arte la propia vida. Se rechaza toda interpretación de la obra y a todo público que no participe de ese anhelo de continua sorpresa. La idea era buscar acordes de apariencia disonante que formasen una armonía de lo negativo. Gamberros y magníficos. Una nueva música del mundo.

Sin embargo, dos causas suelen dar al traste con esa idea. La primera, la voraz, es que la vida convertida en arte mayor o menor es una mina de oro para el espectáculo. La segunda, y más importante, es que la materia de esa vida artísticamente vivida sólo tiene una obvia materia prima, el impulso vital al que solemos llamar juventud. Cuando uno se fatiga, cuando la conciencia y el peso de ser se vuelven cargas, cuando uno, en suma, teme parecer idiota, se desgarra el velo de Maya y se descubre la Gran Apariencia. Lo que hizo Debord en La sociedad del espectáculo fue diagnosticar a tiempo su propia enfermedad, mirar el mundo, sacar conclusiones. En mayo del 68, ese diagnóstico coincidió con un clima de revuelta, y más adelante, y a intervalos, con cierto temple intelectual y emotivo. Entonces se le llamó "Revolución". Ahora se llama: "Y a éste ¿qué le pasa?".

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