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Reportaje:

El triángulo mágico del Entroido

Xinzo, Laza y Verín, eje de la celebración más auténtica y participativa

El Entroido como forma tradicional y diferenciada del Carnaval progresivamente uniformado bajo las pautas del de Río de Janeiro o del de Tenerife pervive en muchos lugares de Galicia, pero es en Ourense donde quizás esté más vivo y se celebra de forma más participativa. O triángulo máxico: Xinzo, Laza, Verín, definen los carteles promocionales una zona que convoca cada año a decenas de miles de visitantes que quieren presenciar unos festejos que las guías turísticas y los programas especializados consideran auténticos.

En el Domingo de Entroido en Laza el primer tópico sobre las celebraciones tradicionales no se cumple: es fácil aparcar. Una hora antes del estreno de los peliqueiros, en las calles de esta pequeña población de montaña del sur de Ourense no hay coches, ni apenas gente. Otro tópico, el de la afluencia masiva de turistas dispuestos a emborracharse de etnografía, parece desmoronarse. Por la calle/carretera que llega de Verín pasea una pareja y él parece Miro Casabella, el de Voces Ceibes. Es Miro Casabella.

En la calle corretea un peliqueiro seguido por su madre con una cámara de vídeo
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"Venimos a Laza desde hace unos 30 años, estamos en casa de unos amigos que viven en Barcelona", dice mientras observa con ojo profesional una casa nueva de chapa de granito con un jardín delantero, sobrevolado hasta la acera por un tubo de estufa. "Hay mucha gente que tiene casa aquí y que sólo viene en Entroido", informa como si a la vez disculpase la chapuza arquitectónica.

En el centro, la Praza da Picota, hay un bar abierto -más exactamente, no cerrado- sembrado de aserrín, con dos únicos parroquianos. En la calle, cuesta abajo, corretea un peliqueiro que apenas levanta un metro del suelo, seguido por su madre con una cámara de vídeo. Se cruza con otro minipeliqueiro, éste cuesta arriba, pero también con camarógrafa detrás. "Es la primera vez que se pone la máscara", sonríe ella, mientras el niño entra en el bar para quitársela (un peliqueiro nunca se descubre en la calle) dejando ver unos ojos azules y unas orejas completamente coloradas por el esfuerzo. "De peliqueiro se vistió con un año y medio, y lloraba porque le pesaba la chaqueta", recuerda la madre. El niño tiene ahora cinco, dice que le gusta ser peliqueiro "por correr" y se llama Tristán. La madre, qe se expresa en un gallego realmente hermoso, se llama Jacqueline y vive en Vigo, pero procede de Suiza. El padre, Óscar Aller, es uno de los componentes del primer tropel de peliqueiros que atruena la calle con las chocas. "Ya sé que es un tópico, pero lo del niño es genético, disfruta de esto como con nada. Nació cuando vivíamos en Suiza, pero veníamos todos los años".

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Pese a la expectación que despierta su grupo entre la gente que empiezan a darle aire de paseo dominguero a la plaza, y a que algunos les solicitan fotografiarse con ellos, Óscar Aller niega cualquier tipo de miedo o incomodidad escénica. "Estar en el punto de mira de una multitud no cambia nada. Lo que queremos es celebrar el Entroido como hicimos siempre, con los mínimos cambios posibles", asegura.

Los peliqueiros corren con un traje de 30 kilos

Además de las características comunes de burla y subversión comunes a todos los personajes carnavalescos, los peliqueiros hunden su personalidad en las fuerzas del orden, "y en su vestimenta incluyen símbolos del poder civil, como las charreteras o el corbatín, y del eclesiástico, como los bordados obispales", considera Pedro de Nocedo, un estudioso teórico y práctico del entroido de Laza. Un traje puede llegar a costar unos 3.000 euros y las máscaras, entre 300 y 400. Todo se hace en Laza o en Castro, la aldea donde algunos sitúan el origen del personaje.

Los espectadores empiezan a tomar posiciones, dejando calles para las idas y venidas de los peliqueiros, que empiezan o terminan en un bar. El traje pesa lo suyo (en algunas tertulias se discute si más o menos de 30 kilos) y para que las chocas golpeen al unísono es necesario correr con una determinada técnica, elevando las rodillas o dando pasos rápidos, debaten los corrillos de aficionados. Uno de ellos asegura ser peliqueiro. "No lo parezco porque hablo raro, ¿no? Es la emigración, nací en Cartagena". Manuel Fernández vive ahora en Ferrol y comenta que ahora "hacemos una carrera y vamos al bar, y recuerdo a mi tío Marino venir de Souteliño y subir a ver a la moza antes de venir a la Picota".

A muchos les pasa como al peliqueiro cartagenero. "Pocos vivimos aquí todos los días", resopla uno mientras se descubre. "Cuando estudiaba EGB, éramos 400 en todos los cursos, ahora no llegan a 30 niños en todo el colegio", asegura.

La población se reduce (unos 2.500 habitantes en todo el término municipal) pero los peliqueiros aumentan, paradójicamente. O no, la distancia incrementa el sentimiento de pertenencia. "Antes éramos 5 o 6, y ahora ya verá cómo andan por los cien", asegura un clásico, Pepe O Cachelo, que ronda los 73 años. Lo dejó a la edad habitual de colgar la máscara, en la cuarentena, "cuando no te entra el traje", ironizaba uno en el bar. O Cachelo dice que lo retiró "el cuerpo". "No hay nada mejor para capar a un hombre que ser peliqueiro", y se muestra escéptico cuando los amigos le ponen el ejemplo de Miro, que ejercía a los 85. Los peliqueiros, que siguen yendo y viniendo, aseguran que hay uno, Rubes, en activo con 70 años y pico.

La plaza ya está llena, de gente de todo tipo. Entre los que llevan una cámara profesional está Manuel Caínzos. Es de Pantín (Ferrol) y capta a la primera las ironías. "No, no es difícil evitar que salgan fotógrafos en las fotografías. De todas formas es el cuarto año que vengo y el primero que saco la cámara". Marián Pardo es de O Grove y ayudante de realización, no trae aparatos y sí una pasión genérica por los carnavales. "Es la primera vez que vengo. El año pasado estuve en Cádiz, y el próximo a ver si Brasil", se ríe. Su compañero se llama Fernando González, está encantado con una fiesta "enxebre y ancestral" y no caigo en la cuenta que es Gonzo, el gallego de Caiga quien caiga, hasta que veo que son los peliqueiros los que se hacen la foto con él. Lo ancestral no quita lo contemporáneo.

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