La ilusión narrativa
Siempre asocié el acto de crear -ese soberano rompimiento con la realidad- con los primeros ancianos que conocí en São Lourenço y en Galicia. Eran ellos quienes, mientras perdían los dientes, me iban contando historias, y parecían haber salido de las páginas de los libros que yo leía. Sólo que, ostentando un vigoroso instinto heroico, persistían en la continuidad de su oficio. Para lograrlo tenían en la memoria todas las historias del mundo, y sabían, como cualquier narrador, mixturar la materia narrativa.
Yo había advertido, no obstante, que la narrativa oral se fundamentaba en el anonimato de sus narradores, y en la probada capacidad de desdoblarse en tantas noches como arrugas había en sus rostros de viejos. Razón tal vez para que sus relatos irrespetaran las premisas del tiempo, las exigencias geográficas, y todo cuanto causara desencanto. De hecho les preocupaba liberar la mentira, que también es parte de la verdad.
Sin duda, la fabulación tiene por destino promover la versión ambigua de lo cotidiano
Mientras me susurraban que no perdiera una sola de sus sentencias, florecían, postergaban la muerte. Persuadían, a quien fuera, que la narrativa no desaparecería con ellos ni conmigo. Tampoco se desvanece frente a la desatención general. Su llave maestra es diseminar encantos y perplejidades, sin olvidarse jamás de las evidencias de la pasión guardadas en el capullo de la memoria.
A lo largo de los años juveniles, me consagré a los ejercicios de prosa poética, que consistían en sobrecargar la escritura de imágenes casi musicales, sucedidas al acaso, y en escala ascendente. Permitiendo así que las voces de un inconsciente autónomo respiraran bajo el estímulo de una conmoción originaria del propio acto de vivir.
Esta escritura, antes represada, emergía sin mácula, punzante. Como una creación en estado puro, desasida de la trama, aflorando indiferente a las corrientes estéticas, a los procedimientos narrativos, al dominio del lenguaje canónico. Y que, lejos de herirme, aceptaba mi subversión frente al mundo.
A veces, intercambiaba este flujo con una historia modesta, de trazos palpables y coherentes. Pero, al notarme subalterna de un lenguaje naturalista, estrecho, volvía a toda prisa al delirio pedagógico que me educaba.
La prosa se tornó el territorio que deparaba el abandono de los límites individuales a cambio de lo colectivo. Y que, aplicada a la novela, se convertía en la manifestación de mi contemporaneidad. La consagración de un género que, en sucesivas transgresiones de las leyes narrativas, viajaba a través de los tiempos simultáneos, adoptaba acciones inusitadas, ensanchaba el lenguaje con la visión poética que emanaba de la tierra. Y que, bajo la tutela de la ilusión, de envolvente folia "folie" convertía cualquier aspecto de lo cotidiano en un hecho creador, reviviendo lo que probara ser indispensable para tal recorrido.
Con la credulidad de los veinte años, observaba atónita la compleja tela que tejía escenas no siempre creíbles, existencias atípicas, sentimientos prohibidos. La substancia necesaria para ampliar el espectro humano. Y todo para que, ante la visión, por ejemplo, de perturbadoras máscaras venecianas que exhibían la lujuria en los museos y en los canales, el escritor alcanzara licencia, a través de la imaginación arbitraria, para engendrar una narrativa que de nuevo restaurara el próspero comercio marítimo de los dux, logrando que sus personajes pudieran cruzar el Adriático y llegar hasta China.
Tal poética, aún en formación, rendía frutos. Intentaba desarbolar los obstáculos iniciales y reducir los prejuicios mentales y emocionales expedidos por el lar y por los compendios escolares. Se resguardaba de las pautas provenientes de la creación y de las versiones canónicas de la realidad, descartando, desde temprano, las soluciones simplistas, aquellas analogías sumarias y reduccionistas que pretendían apaciguar toda heterodoxia. A cambio de tal conducta, autorizaba el uso de iniciativas y de metáforas con las cuales, de repente, podía arrancarse a Proserpina de los brazos del marido, en los dominios de Hades, para hacerla dialogar con un joven brasilero del noreste. Demostrando semejante audacia el ser imperativa la búsqueda de la trascendencia narrativa, la certeza de que no existen límites para la invención.
Todo sería permitido a condición de sujetarme a la palanca que mueve el imaginario humano. Como vencer siglos, guerreros, poderes dinásticos, agrupar héroes no siempre con igual grado de inquietud. Atribuir al Père Goriot de Balzac y a Alejandro el Grande la misma codicia, y aleatoriamente acercar sus precarias humanidades. A cada cual ofrecer la clave para ingresar al corazón del otro.
Sin duda, la fabulación tiene por destino promover la versión ambigua de lo cotidiano y contar una historia. Como consecuencia de esta urgencia, se alía al peso milenario de la memoria e incita al enfrentamiento entre las criaturas. Igualmente, puebla los territorios existentes con seres y palabras que, aunque frágiles, exhiben una carnalidad incontestable. Engendra un conjunto compacto con el cual forma una trama, a veces fantasiosa, a veces dramática, pretendiendo así difundir versiones, acciones, el torbellino de los sentimientos, estremecer la psique de los seres, almacenar el substrato civilizador. Redundando de todo ello una determinada historia identificada con la extraña alquimia de lo colectivo que recorre la literatura. Lo que justifica que Juan Preciados, de la novela Pedro Páramo, de Juan Rulfo, retorne a Comala con la intención de cobrar del padre lo que le es debido, y convierta este viaje en una visita simbólica al infierno, donde la muerte lo aguarda. Y que, en obediencia a inevitables simetrías, se aproxime a Eneas, que busca en la Eneida a su padre Anquises, partiendo para ello hacia el Hades. Y que el Comendador, de Tirso de Molina, padre de la infeliz Ana, retorne al mundo de los vivos para castigar a Don Juan, que la asesinó. Personajes todos que, distanciados por el tiempo, eligen la presumible muerte como el lenguaje transgresor de la vida.
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