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Cuentistas globales

La NASA y el JPL (Jetro Propulsion Laboratory), que lanzan el Discovery y robots a Marte, quieren que sus científicos cuenten al mundo historias apasionantes sobre su trabajo. También les urgen vocaciones científicas entre jóvenes norteamericanos, hoy desbancados por la avalancha de asiáticos. Con estas metas y con la ayuda de la multinacional Nike, han contratado a Syd Field, el "superguionista" de Hollywood: se trata de que las hazañas de la ciencia fascinen al mundo y Estados Unidos lidere promesas de un futuro fantástico.

Field, que, invitado por la Sociedad General de Autores, acaba de impartir en Madrid y Barcelona dos abarrotados cursos sobre el arte de escribir guiones, es el más reconocido gurú de la teoría del relato. Profesor de Harvard, Stanford y Berkeley, su libro Screenplay (1979), traducido a 22 lenguas, utilizado en 400 universidades, es la biblia de los narradores de historias. La NASA, al contratar a Field, sigue los pasos del Pentágono, que, desde hace décadas, utiliza como asesores en la sombra a renombrados guionistas, directores y productores de Hollywood (ver Tom Engelhardt, El fin de la cultura de la victoria). Según la tradición china más clásica, una historia bien contada es capaz de dar sentido a una guerra, por muy absurda que ésta sea. Esquilo recuerda que el relato, por sí mismo, dota de sentido a cualquier conflicto humano. Ésta es la aportación más obvia y, a la vez, más secreta, de Hollywood. Sólo una historia coherente puede dirigir la imaginación humana, sea para ir a Marte o para cualquier otra aventura.

Por su misma naturaleza, y al contrario que las religiones, la ciencia verdadera ha evitado cuidadosamente hacer del relato uno de los avales de su existencia. Pero el siglo XXI, heredero de la "hipercomunicación", es ya "el siglo del relato": el vacío fragmentado de la posmodernidad, la desregulación o el automatismo del mercado reclaman historias que cohesionen tanta pieza suelta. Una historia puede "legitimar" una vida humana individual y el pasado, presente o futuro de cualquier colectivo. No hay construcción de identidad sin relato, ni construcción de sentido sin posibilidad de relato. Toda comunicación posible, individual o colectiva, pasa, en esta nueva época de tecnología y fragmentación, por el intercambio obsesivo y competitivo de relatos simples.

Esta necesidad de comunicarse a través de historias -verdaderas o falsas, verosímiles o absurdas- marca hoy con la marginación a quien no tenga una historia que contar. Ni siquiera la NASA puede correr ese riesgo. Field explica a sus alumnos, sean biólogos, expertos en robótica o aspirantes a escribir series de televisión, la base de cualquier historia desde hace siglos: planteamiento, nudo y desenlace, y su "puesta en escena" mediante palabras e imágenes. Field se remonta a Esquilo y Aristóteles: "Sin conflicto no hay acción, sin acción no hay personaje, sin personaje no hay historia", insiste. He aquí el paradigma básico de cualquier relato en el que se ha basado lo que, hasta ahora, se ha llamado ficción.

Desde la premodernidad de los libros de caballerías y la modernidad del teatro y del folletín decimonónico, esta estructura es la base de la novela. A lo largo del siglo XX, el cine ha transformado este armazón elemental en una orgía de imágenes, sin límites de tiempo y espacio, que no necesitaban el orden clásico -planteamiento, nudo y desenlace- para ser entendidas. Y la publicidad ha tratado de "jibarizar" en 20 segundos la esencia misma del relato con el fin de hacerlo inolvidable, impactante. La publicidad ha encajado muy bien su relato con las obligaciones de la ficción: ha introducido la necesidad del relato inolvidable, impactante.

El siglo XXI mezcla más ingredientes en esta mayonesa que pretende ligar (dotando de sentido a través de un relato) las piezas que forman la realidad. Ficción y no ficción, hasta ahora "protocolariamente" separadas, han comenzado, pues, a seducirse mutuamente, a intercambiarse y a confundirse. El periodismo, por ejemplo, ya no se concibe más que como una narración de historias, presuntamente reales, de estructura idéntica a la ficción. "Los periodistas, no el cine, sois hoy los cuentistas globales", me dijo en 1996 el director de cine Paul Schrader (American gigolo, entre otras inolvidables historias). Me consta que Syd Field está totalmente de acuerdo con él.

Casi todas las informaciones de sucesos son pequeños cuentos, con sus protagonistas, buenos y malos, suspense, conflicto, acción y, al fin, siempre, un desenlace. Es perfectamente normal que la información -desde los deportes y las noticias rosas a la política o las noticias económicas- adopte hoy la forma del folletín y del culebrón. En el perpetuo folletín de fútbol, el Mundial ha sido el último gran capítulo. La construcción europea sólo puede entenderse como un enorme culebrón tragicómico: continuará. Acontecimientos políticos con protagonistas principales o viajes estelares como los del Papa, se planifican de acuerdo con un guión casi cinematográfico.

El relato mediático-periodístico no es otra cosa que la puesta en escena de una trama -que, si es buena, está construida a la manera clásica, con sus dosis de suspense y, por supuesto, sus "sorpresas"- cuyo interés se acrecienta en la medida en que se espera un desenlace (unas elecciones, por ejemplo) y sus consecuencias. Esta hibridación de realidad y ficción, tan propia de este fantástico siglo XXI, tiene riesgos evidentes. El guión inicial de la famosa guerra de Irak, con sus armas de destrucción masiva y sus promesas de democratización, ha resultado ser una fabulosa ficción, una película de Hollywood. Aplicado a una realidad que tenía poco que ver con lo previsto, el guión de Irak ha generado consecuencias trágicas bien conocidas. Es un ejemplo vulgar: los relatos con los que nos explicamos la vida, cotidianamente, trazan caminos, extraviados o no, fantásticos o reales. Aprender a identificar esos caminos que trazan los relatos es uno de los retos del día a día. Ni la ciencia se escapa ya de esa nueva realidad.

Margarita Rivière es escritora y periodista.

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