Una tragedia feliz
No creo que Lluís-Anton Baulenas haya intentado con La felicidad una crónica de la Barcelona de principios del siglo XX. Su apuesta indica más una novela de época con un marcado acento posmodernista. Es decir, una novela soportada sobre un enfoque realista pero con una carga de distintos dispositivos narrativos y una muy convincente estructuración de todos ellos. El folletín, la novela naturalista, incluso por momentos el género negro, comparten sus leyes en una novela que las utiliza con deslumbrante eficacia. No era menor el desafío del escritor catalán. Y no era menor, sobre todo, teniendo en cuenta que se arriesgaba a una comparación inevitable con La ciudad de los prodigios de Eduardo Mendoza, sobre la que volveré más adelante.
LA FELICIDAD
Lluís-Anton Baulenas
Traducción de Luis Santana
Planeta. Barcelona, 2006
495 páginas. 21 euros
La felicidad está narrada en tercera persona. Su segmento cronológico abarca poco menos que un año, desde finales del año 1908 hasta las vísperas de la Semana Trágica en julio. Su trama se alimenta de las peripecias de varios personajes aunque su centro de gravedad lo conforme la familia Gambús, la madre Miquela Gambús y su hijo Demi Gambús. Muy junto a ellos, hay que situar la figura de Nonnita Serrallac, una heroína de rompe y rasga como mandan los cánones de la novela entre folletinesca y naturalista, un personaje que no pierde su logradísima consistencia ni siquiera con su sobrenatural don para hablar con los muertos. Demi Gambús es abogado. Su estirpe familiar proviene de un pueblo de la ribera del Ebro. Y su pedigrí moral hunde sus raíces en las rampantes fechorías que no hacen sino a la postre consolidarse como una sociedad delictiva con enorme influencia social y política. En este contexto se desenvuelve el joven Demi. En otro más desesperanzado y pobre, encontramos a la circense Nonnita. Y como telón de fondo, como mínimo encuadre sociológico y urbanístico, la apertura de la Vía Layetana hasta el mar. La felicidad es un alarde de peripecias rocambolescas. Su ritmo no decae nunca. El título no podía ser más irónico. En esta novela nadie alcanza la felicidad. Sí que alguien es alcanzado por la providencia, logro que Baulenas sabe muy bien que sólo en el contexto narrativo que él dibuja esa circunstancia funciona y se hace verosímil.
Vayamos ahora a La ciudad de los prodigios, novela que no pocas veces se mencionó para menoscabar la de Baulenas. En el prólogo a la edición de bolsillo de 1999, Mendoza escribe: "En contra de lo que a veces se ha dicho, cuando apareció La ciudad de los prodigios Barcelona contaba ya con un número considerable de novelas que acometían una empresa similar: la de dar una visión global de la evolución de esta ciudad excéntrica a través de las peripecias individuales de un conjunto de personajes no menos excéntricos". Y citaba tres novelas: La febre d'or, de Narcís Oller; Vida privada, de Josep Maria de Segarra, y Mariona Rebull, de Ignacio Agustí. Pues bien, la novela de Baulenas también se integra en esta tradición. La ciudad de los prodigios se estructura alrededor del cruce de dos conceptos: historia e intrahistoria, o para decirlo con palabras de Aristóteles: historia y poesía. La felicidad en cambio abunda sobre todo en la idea de ficción radical, de imaginación al servicio sustancialmente de la novela como ilusionismo. Es verdad que hay muchos puntos de contacto entre ambas, pero mientras en la de Eduardo Mendoza (que por cierto, cuánto debe a Vida privada) la peripecia individual de Onofre Bouvila es la metáfora de la construcción de un imaginario colectivo, en la de Baulenas es la plasmación de un criterio de la novela como artefacto lúdico. Hay una teoría en Cataluña que defienden muchos editores, según la cual cuesta mucho que se lea a un autor catalán traducido al castellano fuera de su ámbito lingüístico. Ellos sabrán por qué lo dicen, pero por si acaso, lector, no deje de leer esta dignísima novela sobre la Barcelona de decadentes prodigios y efímeras felicidades.
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