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Elogio selectivo de la innovación

Una vez más, la aguda y premonitoria visión del filósofo Xavier Rubert de Ventós nos sorprende dando la vuelta a las suposiciones más fiables. Nadie como él es capaz de ofrecer otro ángulo más seductor de un fenómeno que teníamos asumido. En su reciente artículo en este diario Elogio de la rutina logra descolocarnos al demostrar que el desmesurado elogio de la creatividad produce monstruos. Pero hace trampa, porque precisamente su discurso es de una gran inventiva y nada rutinario. Cierto es que el sistema económico ha proclamado vorazmente la consigna del I+D, siendo la I igual a investigación, innovación o invención, y la D, de desarrollo o diseño. Y todos, empresarios, creadores, prensa, instituciones, hemos enarbolado -un poco ciegamente- esta bandera como única salvación ante la invasión amarilla. Y también es cierto, como apunta, que sin embargo seguimos viviendo gracias a hábitos nada innovadores, pues acabarían paralizándonos.

Pero tal vez se trate de saber dónde y para qué toca innovar. Y seguramente en el ámbito del diseño sí sea necesario seguir incitando a evitar la rutina y ser creativos. Siempre es posible mejorar un diseño, por perfecto que parezca. Incluso a un clip es posible añadirle cierta rugosidad para retener mejor los papeles, por ejemplo. Y ya no digamos los miles de millones de objetos que no funcionan. En ellos la rutina es tan sólo conformismo y, por tanto, involución. Dicho de otra forma, que muchos productos dejen de ser ineficientes, costosos, perecederos, derrochadores..., puede resolverse con creatividad, y ésta debe basarse en la investigación.

Ahora bien, reconocemos con Rubert que la inmensa mayoría de artilugios que nos circundan, aun siendo fruto de la creatividad, lo son de una creatividad innecesaria o incluso fallida. Nunca se dijo que toda innovación fuese automáticamente positiva. Cambiar por cambiar no supone ningún avance. Y sin embargo es el pan nuestro de cada día: el vómito al mercado de miles y miles de nuevos modelos de productos, ciertamente novedosos, pero no innovadores. El arquitecto Federico Correa explica muy serio que sería muy innovador y sorprendente ofrecer un perfume con olor a mierda. Pero imbécil.

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El problema es que el sistema consumista ha asumido la creatividad, antes instrumento de los profesionales, para despilfarrarla creando gadgets, productos que sólo quieren ser vendidos, no usados ni disfrutados. Ante esta avalancha falsamente creativa, donde todos los modelos son distintos a los otros, pero no mejores, sin duda es legítimo elogiar la rutina de lo auténtico. Aflora la vigencia de los diseños clásicos, faros que nos ayudan a seguir navegando. Nos urgen a tener antenas, pero también precisamos raíces.

Otro fenómeno falsamente creativo es la adicción indiscriminada a la tecnología, venga o no a cuento, confundiendo mejora con plus electrónico, cada producto debe aplicar la tecnología adecuada, ni high ni low, ni más ni menos que la necesaria, evitando delirios futuristas a menudo fraudulentos. Como dice el crítico del diseño John Thackara, hemos de pasar de una invención basada en la ciencia ficción a otra inspirada en la ficción social, pensando más en las necesidades del ser humano que en las de las empresas o el ego del creativo, y poniendo a los objetos en su lugar. A fin de cuentas, por la mañana, para lavarnos no necesitamos grifos, sino agua. Servicios más que artefactos.

La presión por innovar a toda costa, además de, como dice Rubert, "acabar produciendo más cretinos que creadores", ha dado pie a inflacionar una serie de profesiones entre las que se incluye el diseño, con las consabidas gracietas al respecto, que seguramente merecemos. En cualquier caso, el diseño es demasiado importante para dejarlo en manos de los diseñadores, sobre todo si no son capaces. Una reivindicación reciente del supergurú de la nueva economía Tom Peters es que toda empresa siente a un diseñador en su junta directiva a la diestra del jefe, y afirma que "todos podemos ser Miguel Ángel". La frase suena muy halagadora, pero es falsa, es demagogia de manual de autoayuda. El que todos podamos desarrollar nuestra creatividad no garantiza hacerlo bien, al igual que practicar la música no presupone poder dirigir orquestas. Eso debe hacerlo quien sepa. Cuando a Oscar Wilde le preguntaron si era muy difícil aprender a ser elegante, éste respondió que o era extremadamente fácil o resultaba imposible. Hay cosas que no se aprenden, se tienen o no, aunque obviamente puedan ejercitarse. Intentar ser creativo a la fuerza es un disparate.

Tal vez no haya que forzar tanto las cosas. Puede que acontezca la serendipia, el hallazgo afortunado y sagaz por casualidad, la chiripa, que sucede más frecuentemente de lo que la gente se piensa: desde la penicilina al post-it. Ser receptivo a felices acontecimientos no buscados también es innovador. Pero mientras tanto, discrepando cariñosamente del maestro Rubert, creo que sí vale la pena seguir insistiendo en que para el desarrollo de una sociedad, la innovación y el buen diseño son necesarios. E incluso urgentes, antes de que nos acabemos de cargar el planeta y toda su cultura material. Así, gracias al talento creativo de algunos, la vida de la inmensa mayoría podría seguir siendo felizmente rutinaria.

Juli Capella es diseñador y arquitecto.

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