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Necrológica:
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

En la muerte de Gonzalo de Olavide

Cuando Música de Hoy homenajeó a Gonzalo de Olavide en Madrid el mes de abril, todos nos quedamos impresionados del bajón físico que se observaba en el compositor madrileño. Por eso la noticia de su muerte el viernes en Madrid tuvo la doble sensación de lo doloroso y lo esperado, de lo que conmueve pero no extraña. Y enseguida vino a la memoria la imagen del compositor recogiendo los aplausos del público desde la dificultad física. Recuerdo su comentario a alguien en un pasillo, escuchado sin querer pero terrible: "Me voy a morir".

Y ha muerto uno de los grandes compositores españoles del último medio siglo. Mejor quitemos lo de españoles. Olavide era un creador cuya obra no puede circunscribirse al ámbito de lo nuestro, a esa idea de no universalidad con la que tan frecuentemente juzgamos lo que nace aquí. En su caso, estaba bien claro, pues tanto la enjundia de su música como los años pasados fuera le habían convertido en un ejemplo, duro, de la necesidad de abrirse a otros horizontes pero también en el más grato de comprobar de cómo su talento había traspasado cualquier frontera.

Gonzalo de Olavide nació en Madrid el 28 de marzo de 1934, comenzando sus estudios serios, tras unos años con profesores privados, en el Conservatorio de la capital con Victorino Echevarría. En 1960 acudió por vez primera a los cursos de Verano de Darmstadt y allí se encontró con maestros como Boulez, Ligety, Stockhausen y Berio. Entre 1964 y 1966 seguirá su aprendizaje en Colonia con gentes como Henry Pousseur o Aloys Kontarsky, lo que complementa una formación impecable en su relación con la mejor música contemporánea. En 1966 se instalará en Suiza, manteniendo sus lazos con España, recibiendo encargos y estrenando aquí también pero lejos de un mundo demasiado estrecho. No volverá hasta 1991. Antes, en 1986, obtendrá el Premio Nacional de Música y después, en 2001, el Premio Reina Sofía de la Fundación Ferrer Salat por el conjunto de su obra. Desde su regreso, unas cuantas obras jalonarán el crecimiento de su creación: Cinco himnos ceremoniales, Orbe Variations, Alternante, Silente-Aria, Tránsito, Varianza... Ellas marcaban la madurez definitiva de un compositor que aunaba de manera impar una formación soberbia y una personalidad incuestionable.

La música de Gonzalo de Olavide, dentro de esa factura inequívocamente suya, claramente ligada a la evolución de la creación de su época, posee de manera muy especial un rasgo a veces demasiado extraño: la emoción. Es música muy seria pero es también música muy honda, el reflejo de una historia y una cultura pero también de una aventura propia. Hoy Olavide sentía, al fin, ese reconocimiento que llega cuando las nuevas generaciones se fijan en una obra que hace de ejemplo a seguir. Y lo han hecho por las vías que él trazó: el rigor y la libertad. Nunca renunció a nada y menos a ser él mismo, y también por eso parecía encontrarse especialmente feliz de ese valor que los más jóvenes le otorgaban. Y respondía con generosidad y no se cansaba de decir que la música española vive un momento de oro, que los nuevos compositores configuran una realidad fulgurante. Ahora hace falta que su lección siga entre nosotros, que el difícil camino de nuestra música aquí, que ese esfuerzo imposible y póstumo que es la lucha contra el olvido le sean leves.-

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