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Reportaje:HISTORIA

La Europa de Yalta

La Conferencia de Yalta [celebrada en esta localidad de Crimea del 4 al 11 de febrero de 1945], reconsiderada con nuestros ojos de contemporáneos, fue, desde luego, una traición, la traición de la mitad de Europa. Y fue una leyenda de la que, en la posguerra de la Europa dividida, algunos estadistas, como el general De Gaulle, fueron asiduos propagandistas. Y otros, víctimas ignorantes. Como el canciller alemán Helmut Schmidt que, al día siguiente de la imposición de la ley marcial en Polonia por parte de Wojciech Jaruzelski, dijo que Occidente no podría hacer nada para ayudar a los polacos por culpa de Yalta. Estaba equivocado. Y entonces tenían razón Ronald Reagan y Margaret Thatcher al apoyar con todos los medios la disensión en Polonia y en cualquier lugar del Este.

El gran propagandista de la Conferencia de Yalta fue Charles de Gaulle. Dijo que las grandes potencias se habían repartido Europa, pero no era verdad

Como decía, el gran propagandista de la leyenda de Yalta fue De Gaulle: dijo que las grandes potencias extranjeras se habían repartido Europa. No es verdad. En Yalta no hubo tratados ni acuerdos. Hubo sólo coloquios, un protocolo, apuntes sobre temas discutidos, pero ningún documento internacional vinculante que obligara a las potencias occidentales a doblegarse a la sovietización de la Europa del Este y Central. En realidad, las decisiones tomadas en Yalta ya se habían adoptado antes, en la Conferencia de Teherán o en otras consultas. La única excepción fue la elección de dar a Francia el rango de potencia vencedora, concediéndole una zona de ocupación.

En realidad, Francia, como potencia, había perdido la guerra, y como país había sido salvado y liberado por los angloamericanos. En Yalta los franceses consiguieron colarse entre los vencedores, conquistar con la zona de ocupación una pátina de vencedores que no tenían. Pero dicho esto, en política y en la historia, las leyendas pueden tener a veces una relevancia monstruosa.

Veamos, punto por punto, de qué se habló en Yalta. Ante todo, se habló del desplazamiento hacia el oeste del territorio de Polonia. Los polacos, después de la I Guerra Mundial, se habían anexionado parte de Ucrania y otros territorios rusos. En 1939, pocos meses antes del ataque nazi, fueron hasta tal punto rapaces que aceptaron la oferta de Hitler de obtener territorios eslovacos. En resumen, en Yalta los países que habían derrotado a la barbarie hitleriana eran también países que no tenían a sus espaldas un comportamiento ejemplar antes de la guerra. Pienso en el apaciguamiento prebélico británico hacia Hitler, o en el pacto Molotov-Ribbentrop. Los ex corresponsables no declarados de los triunfos del tirano se habían convertido en vencedores.

Los vencedores decidieron que Polonia tendría que ceder a la URSS los territorios tomados después de 1918 y obtener como compensación la administración de territorios alemanes. Al principio, cuidado, fue sólo administración polaca de los que luego se convirtieron en territorios perdidos. Las potencias occidentales dudaban. Stalin las tranquilizó con un cinismo inaudito. "No os preocupéis, los alemanes de esos territorios están satisfechos con la presencia del Ejército Rojo", le dijo a Churchill. Una monstruosidad, si se piensa en los 13 millones de civiles alemanes expulsados, y en los muchos otros -entre tres y cuatro millones- que encontraron la muerte en las marchas de la deportación hacia el oeste.

Pero ya en la Conferencia de Teherán se había hablado tanto de Polonia como de la división de Alemania en zonas de ocupación. Después se discutió la aplicación de un principio intereuropeo: cada país del continente debía ser autosuficiente e independiente de cualquier presión. Palabras huecas, que la realidad trágica del Este desmintió pronto. Stalin controlaba ya Checoslovaquia, Hungría, Rumania, Bulgaria y Moldavia. Intentaba asegurarse, no sólo una influencia en Europa, sino también una realidad de transición en cualquier lugar. Razonaba como un marxista, aspiraba a acrecentar su influencia en Europa occidental. Y cuando Churchill propuso un desembarco aliado en los Balcanes pensando en intentar contener la influencia soviética, Stalin se opuso y bloqueó el plan.

Aquí llegamos al interrogante crucial: ¿por qué ese no de Stalin no aclaró a ojos de las potencias occidentales los planes hegemónicos del dictador soviético? Los líderes occidentales estuvieron ciegos. George Kennan confesó más tarde su desesperación por las consecuencias de Yalta. Escribió que Polonia, por cuya salvación Londres y París habían entrado en guerra, caería en la trampa de la dependencia de la Unión Soviética, de la que nunca se libraría. Y así fue: después de cinco años de ocupación nazi, llegó para los polacos medio siglo de dominio soviético. Polonia fue víctima por segunda vez.

Cesión innecesaria

Y la cuestión clave: ese compromiso entre las democracias occidentales y Stalin no era inevitable. Washington y Londres no estaban obligadas por la situación a ceder al Kremlin toda la Europa del Este. Con la guerra en curso, aún tenían en sus manos un formidable instrumento de presión: los suministros militares, sobre todo estadounidenses, sin los cuales el Ejército Rojo no habría podido combatir ni avanzar. Si tan sólo hubiesen amenazado con el bloqueo, quizá la historia habría tomado un rumbo distinto.

No lo hicieron, por ceguera. No entiendo cómo también Churchill estuvo tan ciego. La siguiente sorpresa de Stalin llegó demasiado tarde, con la propuesta de una Alemania reunificada pero neutral. Afortunadamente, los aliados escucharon a Adenauer, y dijeron que no: una Alemania neutral sería presa de la influencia soviética, y el trampolín para las maniobras del Kremlin en Francia, en Italia y en todos los países occidentales con partidos comunistas fuertes.

La mentira de la leyenda de Yalta engañó a los políticos, incluso a los de la importancia de un Helmut Schmidt, hasta la reunificación alemana. Y hoy que el muro de Berlín ha caído, hoy que el imperio comunista edificado por Stalin pertenece al pasado, debemos reflexionar sobre las trágicas enseñanzas de Yalta, decirnos que las conferencias internacionales sirven la mayoría de las veces de poco, o de nada. E interrogarnos sobre los planes de la Rusia de hoy.

Está bien intentar integrar a Rusia, pero no olvidemos nunca lo que dijo Pedro el Grande cuando mandaba a su elite a estudiar a Potsdam, a Estocolmo, a Londres: Rusia debía aprender de Occidente para luego renegar de él, dar la espalda a sus valores. Tratemos, dialoguemos con los rusos y con todos, intentemos evitar el empeoramiento de las relaciones con el Kremlin, pero siempre armados de lúcidas dudas y mucha sana desconfianza. Y sin hacer concesiones equivocadas, sobre todo en el ámbito de los derechos humanos. Respecto al futuro de la relación con Rusia, sigo siendo muy escéptico.

Joachim Fest, historiador alemán, es autor de ]]>El hundimiento,]]> el libro en el que se basa la película del mismo título sobre los últimos días de Hitler.

Sentados (de izquierda a derecha), Winston Churchill, Franklin D. Roosevelt y Iósif Stalin, durante la Conferencia de Yalta, en febrero de 1945.
Sentados (de izquierda a derecha), Winston Churchill, Franklin D. Roosevelt y Iósif Stalin, durante la Conferencia de Yalta, en febrero de 1945.AFP

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