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Poder judicial y violencia de género

Diversas reacciones provocaron las palabras de la vicepresidenta del Gobierno en las que llamaba "inmovilistas y tenebrosos" a los jueces y a los curas.

La vicepresidenta olvidó que en España hay un nutrido grupo de jueces que han empeñado su tarea en construir el Estado social y democrático de derecho proclamado en la Constitución. Por otra parte, lo tenebroso es renunciar a contestar con argumentos a lo argumentado por otros, usando el fácil recurso de descalificar sin más a los que no opinan como nosotros. En cualquier caso, debemos preguntarnos sobre la actitud que estamos tomando los jueces ante la violencia de género y sobre qué tarea nos corresponde desarrollar. No olvidemos que las polémicas declaraciones tienen de fondo el duro informe de la mayoría del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) sobre la Ley Integral contra la Violencia de Género.

Antes abofetear a la esposa constituía una falta, ahora es un delito con pena de prisión
El reto es explicar las resoluciones, defender los derechos de las partes y proteger a las víctimas

La ley tiene sus antecedentes en el elenco de caóticas reformas del Código Penal y de la Ley de Enjuiciamiento auspiciadas por el Gobierno anterior, que, con todo lo criticables que puedan ser, tenían el propósito de acabar con una terrible lacra social, el epidémico asesinato de mujeres en España. Tales leyes crearon un haz de mecanismos para proteger a las víctimas y reprimir las agresiones. Conviene apuntar algunas notas sobre el alcance de las reformas: es aceptado por todos que nadie debe ingresar en la cárcel sino después de un juicio público y existiendo pruebas sobre su culpabilidad. Por eso, el ingreso antes de la celebración de juicio es excepcional y sólo podía practicarse (con matices) cuando estábamos ante un delito grave, si existía peligro de que el imputado se pudiese fugar y habiendo indicios de su culpabilidad. Con las reformas, se puede ingresar en prisión antes de recaer sentencia, aunque la infracción sea leve y siempre que exista peligro para la víctima. Otro ejemplo: antes, dicho en términos ásperos, abofetear a la esposa y causarle sólo un moratón (sin romperle, por ejemplo, los dientes) constituía una falta, una conducta sancionada con pena leve. Ahora es un delito con pena de prisión. Más: es frecuente el miedo de las víctimas a denunciar cuando después tienen que volver a casa con el agresor, sujetas por tanto a una posible venganza. Para paliar esta situación se creó la orden de alejamiento, un mandato al agresor de permanecer alejado de la víctima, bajo amenaza de una pena. Y, en fin, se creó la orden de protección. Ante una agresión, el órgano judicial puede dictar una resolución que otorga a la agredida el estatus de "persona protegida" y que puede incluir el alejamiento del agresor y también la atribución de la vivienda a la víctima, la obligación del agresor de pagar una pensión a la misma y a los hijos comunes, etcétera. Y todo ello en el mismo juzgado de guardia, el mismo día en que ocurren los hechos. Se intenta evitar que no se denuncie para no dejar sin medios de vida tanto a la víctima como a los hijos.

Desde fuentes judiciales se ha insinuado un uso fraudulento de estas medidas. Así, se deja caer que "excepcionalmente se usa el procedimiento para conseguir medidas civiles aceleradas", "excepcionalmente se están utilizando las medidas para fines vengativos", de modo que, a fuerza de tanta excepción, parece que el uso aberrante es la regla. No puede decirse que las cosas estén pasando así en mayor medida de lo que pasa con otras denuncias. Me refiero a la excepcional interposición de querellas con el objeto de presionar a un deudor, o a las excepcionales denuncias falsas de robo para justificar ante la familia haberse pulido el sueldo en una juerga. Estas denuncias falsas son delito y un riesgo inherente a la actividad judicial. En un juzgado siempre existe la posibilidad de que "nos la quiera colar". Asegurar que se están utilizando los procedimientos para fines tan abyectos es gratuito.

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Otra cuestión más alarmante: se han recogido declaraciones de jueces (véase EL PAÍS del 12 de diciembre de 2004) que manifiestan que cuando dudan si conceder las medidas propuestas, al final lo hacen "para curarse en salud", "no vaya a ser que el acusado sea efectivamente un psicópata y al día siguiente te veas en los periódicos".

El inmovilismo que debe ser criticado es más esta dimisión de juzgar y ejecutar lo juzgado, y no tanto la divergencia de los planteamientos de la ley. Conviene que se sepa que la concesión de una orden de protección no tiene carácter automático. La ley establece que para dar el estatuto de persona protegida se precisa la existencia de "indicios fundados" de delito de los cuales resulte "una situación objetiva de riesgo para la víctima...". Éste es el eje del procedimiento. Y también es otro elemento básico lo que llamamos el contenido de antijuridicidad y de tipicidad de las conductas descritas en el código. Es decir, sólo es delito aquello que estrictamente dice el código que lo es. Cada conducta descrita por el código es un "tipo" y esa conducta, además, tiene que ser lesiva de un "bien jurídico", dañosa de algo que es entendido por la sociedad como valioso y susceptible de ser protegido por la ley penal. Sobre esta cuestión, otro ejemplo: se ha dicho que con estas leyes lo que se consigue es "llevar a los juzgados a novios que discuten por la película que van a sacar del videoclub". Esto es falso, porque una discusión, aunque sea acalorada, ni es algo insoportable socialmente ni lo contempla el Código Penal.

La ley ha provocado desde adhesiones entusiastas a críticas tan afiladas como las de la mayoría del CGPJ, pasando por juicios más ponderados. Los puntos de discusión más enconados al respecto, siendo cuestiones de gran interés jurídico y materia de discusión, no revelan de manera significativa inmovilismo o movilización. El reto que tenemos no es sino hacer de jueces constitucionales; es decir, explicar en las resoluciones las razones que nos llevan a adoptarlas (artículo 120 de la Constitución), defender los derechos de las partes, proteger a las víctimas, en fin, resolver el conflicto como lo haría un juez de un Estado de derecho. Eso sí, como parece que contamos -así parece desprenderse sensu contrario de las declaraciones de la vicepresidenta- con un dinámico y movilizado Gobierno, le pedimos que para desarrollar esa justicia de calidad constitucional se corrijan las deficiencias que están provocando en los juzgados las reformas aludidas. Dotar de medios a la Administración es algo que no por repetido hasta la saciedad deja de perder sentido en esta materia. Las interminables jornadas de guardia con juzgados dedicados de facto exclusivamente a estos asuntos (con el consiguiente retraso en la tramitación de otro), la falta de matiz en una legislación que ha optado por la incriminación de conductas a veces nimias, son aspectos en los que se debe hacer hincapié, y debe hacerse en interés de las víctimas y de la real seriedad del problema. Entre todos debemos convertir los instrumentos que tenemos en útiles para combatir esta tragedia, no en una ristra de insignificantes trámites que den lugar a soluciones absurdas, paralizando, inmovilizando, el espíritu de las leyes que aplicamos.

Gregorio María Callejo es magistrado de la Audiencia Provincial de Barcelona y coordinador de Jueces para la Democracia en Cataluña.

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