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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Arafat

El 'rais' ha muerto. A los 75 años, Yasir Arafat, primero líder guerrillero y al final de su vida primer presidente de la Autoridad Palestina, nacido, según él, en Jerusalén -aunque probablemente vio la luz en El Cairo-, falleció ayer en un hospital militar de París. Una enfermedad de la sangre de naturaleza imprecisa con la que ha agonizado durante dos semanas ha puesto fin a su último cautiverio. El Gobierno israelí de Ariel Sharon había autorizado su evacuación para seguir tratamiento médico el pasado 29 de octubre, desde su decrépita residencia de la Mukata, arruinada a bombazos, en la que llevaba casi tres años confinado por el ocupante. Ha sido un último viaje para morir lejos de Palestina, a la que volverán este fin de semana sus restos mortales, tras lo que ha sido una penosa y, quizá, artificial prolongación de su vida, sostenida por la más moderna tecnología médica, que ha servido de arma arrojadiza entre su esposa, Suha, y sus más íntimos lugartenientes, que debatían a la vista del público sobre la vida y muerte del rais.

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La negativa israelí a consentir que fuera enterrado, como deseaba, en la Explanada de las Mezquitas, en Jerusalén, donde las fuerzas de seguridad se hallan en estado de alerta máxima, ha inducido a celebrar hoy, viernes, un funeral en El Cairo, donde se le rendirán honores de jefe de Estado, para trasladar mañana su cuerpo a Ramala y recibir allí sepultura. A las exequias de Egipto asistirán el Alto Representante de la UE para la Política Exterior, los ministros de Asuntos Exteriores europeos y sólo Suecia estará representada por su primer ministro, algo que ha disgustado especialmente a los palestinos. Estados Unidos enviará al subsecretario de Estado William Burns, en consonancia con la emoción mitigada que suscita en la Casa Blanca la desaparición del líder palestino. En su primera reacción, Ariel Sharon ni siquiera ha llegado a pronunciar el nombre de Arafat ni a ofrecer condolencias, pero ha hablado de un momento de inflexión para un cambio histórico.

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Sin excusas para la negociación

¿Qué significa en el frente político la desaparición de quien era ya mucho más un mito que un político de carne y hueso? Cabría concluir que, aparentemente, su muerte levanta la hipoteca establecida por el primer ministro israelí y el presidente de EE UU, George W. Bush, cuando ambos dieron en negarle el carácter de interlocutor en el conflicto. El ex general israelí no tiene ahora excusa para oponerse a reanudar las negociaciones, y el titular de la Casa Blanca puede tratar de aprovechar la oportunidad de influir en el nombramiento del sucesor del rais. Aunque la neta victoria de Bush en las elecciones presidenciales del 2 de noviembre le da una autoridad renovada para mediar entre las partes, el pueblo palestino no parece inclinado a contemporizar; nada por debajo de las exigencias de Arafat hallaría suficiente apoyo en la opinión: retirada israelí a las líneas anteriores a 1967 -lo que incluye la Ciudad Vieja- y retorno o compensación negociada a varios millones de refugiados palestinos.

Antes, en cualquier caso, de que Bush prepare lo que ya ha anunciado -un plan para hacer que resucite la llamada Hoja de Ruta para la negociación-, cabe preguntarse: ¿qué va a ocurrir en Palestina? Con todas sus limitaciones, corruptelas y turbio manejo de las palancas del poder, sólo Arafat concitaba una cierta unanimidad de su pueblo, que podía criticarle, pero no por ello deseaba ver a nadie en su lugar. Y recuérdese que fue él quien llevó a la OLP a la aceptación de la existencia de Israel con la firma de los acuerdos de septiembre de 1993. Y si el terrorismo volvió pronto a ocupar la primera página de las relaciones palestino-israelíes, sería absurdo responsabilizar de ello directa y exclusivamente al rais fallecido.

El traspaso del poder parece razonablemente estructurado. Mientras el presidente de la Asamblea Legislativa, Rouhi Fatú, asumirá una presidencia puramente formal por un periodo máximo de 60 días, en el curso de los cuales deberá convocar elecciones presidenciales, Mahmud Abbas -que emerge como primus inter pares- toma la dirección de la OLP, Ahmed Qurei continúa en la jefatura de Gobierno y, finalmente, Faruk Kadumi, el ministro de Exteriores histórico de la OLP, pasa a dirigir el movimiento guerrillero Fatah. Claramente hay un plan de división internacional del trabajo. Abbas y Qurei, que Estados Unidos acepta y Sharon difícilmente puede rechazar, para ver de negociar, y Kadumi, el radical, anunciando -como también amenazan los terroristas de Hamás- que no hay que renunciar a la lucha armada si la posición israelí se enroca en la negativa a aceptar sólo una mínima retirada de Cisjordania y nada de la Jerusalén árabe, como incesantemente ha repetido Sharon. Lo verdaderamente decisivo, sin embargo, sería saber quién será el candidato oficial a la presidencia, sin cuyo conocimiento es poco probable que Washington o Jerusalén vayan a querer sentarse a la mesa de negociaciones.

Arafat comenzó a luchar a mediados de los cincuenta por la constitución de un Estado palestino. Hace menos de 10 años logró, con la firma de los acuerdos de Washington en 1993, alcanzar la presidencia de la Autoridad Palestina, una entelequia con muy poco territorio y menos poder, que hoy sigue tan lejos como entonces de convertirse en un Estado independiente. Ése era el sueño del rais. Como el gran antepasado de los pueblos semitas y conductor legendario del Israel del antiguo Testamento, Yasir Arafat ha sido el Moisés palestino, que alcanzó a ver la Tierra Prometida, pero no pudo llegar a poner pie en ella.

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