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Tribuna
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¿Qué España?

Cuando al llover se hacen gorgoritos en los charcos, en mi tierra dicen que se avecinan grandes lluvias; cuando aparecen nubes por el Este saben que amenazan tormentas, y cuando en la costa aparecen ciertas olas, las gentes de la mar columbran la galerna que se acerca. ¿Qué hay detrás de ciertos signos en esta España, reciente de meses en un sentido, pero que se comenzó a forjar en los finales de los años setenta?

Tres me parece a mí que son las propuestas de fondo, elaboradas desde ciertos centros de cultura y de información, de prensa y de política, que desde intereses económicos en un sentido y sociales en otro alientan hacia otra España. Estamos asistiendo de nuevo a ese terrible adanismo de los españoles, que de tiempo en tiempo deciden abolir la historia, cambiar el presente y comenzar a construir el país como si nada se hubiera hecho hasta entonces. Esta ruptura de la continuidad es una de las causas de nuestra infecundidad creadora en los tiempos modernos. Se eleva a categoría absoluta un momento de la historia anterior, a partir de él se descartan los demás y con él como modelo se configura una nueva legislación, una cultura y una comprensión de la ciudadanía, convirtiéndola en criterio de dignidad y de exclusión.

¿Cuáles son las inversiones de la realidad hispánica subyacente a esa cultura aliada de un poder político o que un poder político tiene a su servicio? Tránsito de una España comprendida en categoría de unidad convergente (autonomías) a otra España comprendida en categorías de independencia. Tránsito de una monarquía que, nacida en 1978, se dice haber cumplido ejemplarmente en momentos difíciles un papel que le ha ganado real legitimidad, pero que se agota en su carácter ocasional y personal; idea a la que parecen inclinar ciertos gestos y actitudes de las personas afectadas. Tránsito de una situación cultural en la que la Iglesia católica tenía una implantación decisiva en múltiples órdenes a otra en la que deje de cumplir ese papel y sea relegada a la intimidad de los individuos, al margen de la historia anterior y de la identificación mayoritaria de los españoles. Tránsito, por tanto, de la unidad de España a la pluralidad de Españas, de la monarquía a la república, de la confesión católica a un pluralismo religioso indiferenciado, poco o nada influyente. Cada uno de estos tres órdenes tiene un tratamiento específico, su historia propia y sus métodos. Deben claramente separarse y no están ligados entre sí. Se puede responder a una de esas propuestas con entusiasmo y oponerse a las otras. Yo en las líneas siguientes me refiero exclusivamente al tercero.

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¿Qué síntomas hay de esa trasvaloración que mediante mensajes implícitos, anuncios subliminares y silencios permanentes se nos está sugiriendo a los españoles? Entre los varios existentes yo me voy a referir solamente a uno: la glorificación incondicional y repetida día tras día de la Segunda República Española. Previamente se parte de un presupuesto que nadie se atreve a confesar explícitamente: que la transición constitucional del 78 no fue suficientemente radical, porque se careció del coraje necesario para hacer la revolución imprescindible y sin la cual España no está resanada. A partir de ahí se vuelve la mirada a los primeros años treinta, se pone como modelo limpio de toda sospecha a sus hombres e instituciones, dándose por supuesto que todo aquello fracasó por motivos impuros, interesados y violentos. Se enciende una luz eterna ante ciertos poetas y escritores con olvido de otros, de ciertas instituciones con silencio impuesto sobre otras. Se ensalza a los intelectuales que marcharon al exilio, mientras que se desdeña a aquellos republicanos y liberales que se quedaron aquí, cuyas vidas peligraron y al final tuvieron que huir. ¿Por qué se ocultan las historias trágicas de Aleixandre, Ortega y Gasset, Menéndez Pidal, García Morente..., a quienes otras manos salvaron, relegados por sus compañeros de trayectoria, odiados en algunos casos, aprisionados por ser creyentes o por acompañar a su madre a misa como es el caso de Aleixandre? Este modelo de política, de cultura y de sociedad, ensoñado e históricamente falso, es el que se propone ahora para una España regional, republicana, agnóstica.

En los decenios en que la Iglesia, por razones internas de fidelidad a su fe y urgida por el Concilio Vaticano II, se propuso ser fuente de reconciliación, pidió perdón rompiendo alianzas impuras con regímenes anteriores y se insertó entre los marginados del mundo rural, de los barrios y de la pobreza obrera, precisamente en esos años se comenzó a proyectar sobre ella el halago para que se incorporase fiel y obsequiosamente a un proyecto político y a la vez se la comenzó a desdeñar desde una olímpica soberanía moral, como resto arcaico de una época superada. Con los pecados, limitaciones y compromisos que toda vida lleva consigo y ella reconoce, la Iglesia en España ha querido servir fielmente a una reconstrucción social y a la superación de las divisiones estando en los márgenes de la sociedad donde la inmigración y la violencia estaban a punto de estallar siempre. ¿Qué hubiera ocurrido en los cinturones de Madrid, Barcelona, Valencia, Bilbao y Zaragoza si la Iglesia, con sus parroquias, escuelas, talleres, grupos de personas, instituciones y congregaciones, no hubiera sido ámbito de acogimiento, integración y esperanza? La transición política la llevaron a cabo la izquierda obrera, la Universidad y la Iglesia. No ciertos grupos intelectuales y familias de la burguesía que con un sesgo político entonces estaban en el poder y luego, cambiado el sesgo, siguen estando.

Estos grupos culturales no han hecho ninguna revisión de su trayectoria moral y política; no han integrado lo que la caída del muro de Berlín y del proyecto socialista llevó consigo; no han querido reconocer que sirvieron a su ídolo "Koba el terrible" con sus veinte millones de muertos. Siguen manteniendo en secreto estos ideales de sus años setenta: "La fe es alienación radical de la vida humana"; "a un apestado no se le mata, pero se le aísla para evitar el contagio"; "Dios es un juguete roto"; "de la Almudena lo mejor que se puede esperar es que fuera un solar sin una piedra y campo limpio". Estas frases son de Tierno Galván, el exponente de un pensamiento burgués, en el fondo nada social ni revolucionario. De este suelo de rencor por una hipotética revolución no lograda nace la animadversión y acoso a la Iglesia. Acoso al real cristianismo y a la real dimensión religiosa de la existencia.

La Iglesia se mide a sí misma por el ideal absoluto de santidad de Dios y del ejemplo de Cristo; por eso nunca alcanzará la altura de su misión y oirá humilde la acusación del prójimo en espera de que éste no se yerga a sí mismo en tribunal supremo que otorga a todos sentencias absolutorias o condenatorias, sino que también se examine a sí mismo. Esta confesión de culpas que hace la Iglesia no significa el plegamiento a esa cultura que ha ideado un arma ideal: introyectar en ella un complejo de culpa, de infidelidad al evangelio, de incumplimiento de su misión, a la vez que de desaparición lenta, de necesitar adaptarse a esa propuesta cultural ofrecida desde fuera para ser fiel al Vaticano II y ser así aceptada por los hombres. En una palabra, para pervivir y ser moderna. ¿Qué hay detrás de esa propuesta, que ha robado a tantos miembros de la Iglesia la confianza en la verdad, fecundidad y capacidad actual de su fe? Ésa es la primera y decisiva batalla que se pretende ganar: amedrentar la conciencia del creyente e introyectarle el complejo de culpabilidad. En esa situación se le ofrece ayuda liberadora, sustrayéndole a la audición confiada de ciertas voces, comenzando por la de Jesús en los evangelios y luego la del Papa, desacreditado como viejo polaco y preilustrado, hasta despreciarlo con ironía, esperar su pronta muerte y dejar como evidente que hace tiempo que debía haberse retirado.

¿Se me permitirá que a riesgo de simplificar me atreva a decir que es el asalto totalitario más sutil, más difícil de identificar y de superar que la Iglesia está viviendo? Sutil, porque la incita a la defensa empujándola a posturas extremas de signo integrista, a la huida al monte, a la reacción ingenua o violenta. La Iglesia debe ante todo reconocer y exorcizar esta tentación interior provocada desde el exterior. Ella debe cumplir su misión en serena libertad, fiel al evangelio y fiel a los mejores testigos de santidad y de servicio que la han precedido. Con inmensa humildad, pero absoluta confianza en sí misma; libre y liberadora, cuando la amenazan las dictaduras de la opinión, del mercado, del prestigio y glorias de este mundo. "Sereno, dulce, firme", decía el poeta. Ciprés erguido y junco sutil debe ser hoy la Iglesia frente a los distintos partidos políticos, cada uno de los cuales la apoya o acosa en función de los propios intereses.

Ella es la única utopía moral de largo alcance viva y activa después de la caída del muro de Berlín; la instancia de gratuidad absoluta que no identifica lo real con lo visible y abriéndose a la trascendencia no reprime palabras como responsabilidad, culpa, prójimo, pecado, muerte, juicio último, vida eterna, aportando ideas y acciones para iluminarlas; la voz libre frente al poder absoluto (y bien caro lo está pagando en Estados Unidos por apoyar a los palestinos y oponerse a la guerra de Irak); la institución organizada que aguanta la disidencia en su seno, hasta el momento en que se cuestionan sus fundamentos; la que no se ha doblegado a las sutiles dominaciones anónimas que ya han capturado casi toda la realidad; la que confiesa al Dios vivo y verdadero a la plena luz del día; la que recoge la pregunta del poeta y se atreve a ofrecer a los jóvenes algo más que sexo fácil ["¿Qué les queda por probar a los jóvenes / en este mundo de consumo y humo? / ¿Vértigo, asaltos, discotecas? / También les queda discutir con Dios, / tanto si existe como si no existe, / tender manos que ayudan, / abrir puertas entre el corazón propio y el ajeno" (M. Benedetti)]; la que sigue hablando de la verdad, en obediencia al evangelio y a Machado: "La verdad es la verdad, la diga Agamenón o su porquero", porque las urnas no lo son todo en un país y la voz de los ciudadanos tiene muchos cauces de expresión que hay que oír y respetar.

Cuando se llega a una situación en la que están en juego los cimientos de la sociedad y se proponen cambios que afectan profundamente a un sector grande de la población, entonces al poder legislativo en el que reside la soberanía nacional y que legítimamente actúa respondiendo a la voluntad popular, manifestada en las urnas, le es necesario algo más que una mayoría que puede ser exigua y ocasional. Si queremos mantener la concordia a largo plazo y no enfrentar las conciencias poniéndolas en la tentación de ulteriores revanchas, hay que llegar a consensos razonados. Siendo absolutamente necesaria la legalidad jurídico-formal, hay que mirar también a las realidades de fondo, a las dimensiones últimas de la vida humana, a las consecuencias a largo plazo sobre anchos sectores de la sociedad. Una democracia es fecunda cuando atiende también a esta lógica moral y no sólo a la lógica matemática.

Olegario González de Cardedal es catedrático de la Facultad de Teología en Salamanca y miembro de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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