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Columna
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Cosmopolitismo tonto

Hablar y escribir en rumano es, por lo visto, una enfermedad incapacitante. Aún no está reconocida como tal por la Seguridad Social, pero al tiempo. Según Vicente Verdú ("Los rumanos", EL PAÍS, 25-9-04), los escritores rumanos, húngaros o albaneses son víctimas de una melancólica maladie derivada del hecho de que "su lengua es un nido de identidad irrenunciable, pero es también una pantalla que les ciega la identificación externa". Escribir en su lengua materna les condena a ser simples escritores domésticos ya que, ¡qué se le va a hacer!, el resto del mundo no sabe rumano ni está dispuesto a aprenderlo. Así pues, ¿qué hacer? Cabe tomar una decisión emocional pero en absoluto racional: empeñarse en producir cultura local recurriendo al vehículo de una lengua patrimonio de unos pocos hablantes; pero cabe también abrirse al mundo utilizando una lengua con mayor proyección.

Parece olvidar Verdú que existen los traductores, de quienes José Saramago -¿otro enfermo de rumanidad?- hizo un encendido elogio en la presentación de la colección Clásicos Modernos con la que la editorial Alfaguara ha decidido celebrar sus 40 años de existencia: "Los autores hacen las literaturas locales; pero la literatura universal la hacen los traductores". Gracias a ellos podemos leer las obras -no quiero hacer trampa y salir de mi propia biblioteca, en la que, vaya por dios, no hay más rumano que Eliade- de los checos Kohout (con su imprescindible La hora estelar de los asesinos) y Hrabal (Trenes rigurosamente vigilados), de los polacos Piasecki (El enamorado de la osa mayor) y Andrzejewski (Cenizas y diamantes), del albanés Kadaré (Tres cantos fúnebres por Kosovo), del húngaro Kertész (Yo, otro), del esloveno Bartol (Alamut) o del yugoslavo Andric (Un puente sobre el Drina). Y estos, por limitarnos a esa centroeuropa de las lenguas sin porvenir, que decaen "por su cuenta y razón" y condenan a los escritores a una pobre proyección casera. Porque, por lo demás, ¿quién lee a Steinbeck, a Boll, a Bulgakov, a Mishima, a Mahfuz, a Camus, a Mankell o a Sciascia en su lengua original? Toda lengua es, en realidad, lengua local. Con más o menos hablantes, cierto, cuestión que tiene su importancia cuando de comunicar los productos culturales se trata. Pero es esta una limitación que no impide que la buena literatura supere las fronteras lingüísticas y llegue, mediante su traducción, a los lectores de todo el planeta.

Pero no era de esto de lo que quería hablar Verdú (era sólo una disculpa), sino de la siempre agradecida cuestión nacionalista. Aprovechando que el Drina pasa por Visegrad, escribe: "Sacar de la agonía al euskera o de su regresión al catalán es un acto de amor: amor patriótico, amor a la biodiversidad, pero ¿amor a la enfermedad rumana? Todas las horas que se han escatimado al aprendizaje del castellano se han entregado heráldicamente a los idiomas de las autonomías 'históricas'. El paso siguiente será la autodeterminación y el siguiente la automoribundia". Convertida en pandemia, la enfermedad rumana ha infectado a esa España en la que, en lugar de un solo idioma, se esfuerzan por usar al menos dos. ¿De verdad es una limitación hablar, leer y escribir en euskera? Lo será, en todo caso, hablar, leer y escribir sólo en euskera, o sólo en catalán, o sólo en rumano, o sólo en castellano, o sólo en inglés. Mi hija es, a sus cinco años, la primera euskaldunzahar de nuestras familias, al menos en cinco generaciones. Y ello sin "escatimar" tiempo para el aprendizaje del castellano. Al contrario: haciendo sitio al castellano, al inglés y al rumano, pues es Mihai su amigo del alma. Es de envidiar la naturalidad con la que ambos utilizan el euskera entre ellos, el castellano con tantísimos vecinos, el euskera conmigo, sin olvidarse nunca de despedirse con un sonoro "¡Pa!", adiós en rumano. ¿Es esto una discapacidad?

Otra cosa es el uso que los nacionalismos -con Estado o sin él- hacen de las lenguas; o el relativo éxito o fracaso de los intentos institucionales por extender socialmente una lengua minoritaria o minorizada; sobre todo esto podríamos y deberíamos hablar mucho, huyendo tanto de cosmopolitismos tontos como de purismos intransigentes. Pero si era de esto lo que realmente le preocupaba (como parece desprenderse de su artículo autodefensivo "Lo sagrado", EL PAÍS, 2-10-04), no atinó Verdú con su primer artículo.

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