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Reportaje:

Darfur, un desierto de lágrimas

Yolanda Monge

En un café del mercado de El Fasher, cuatro hombres vestidos con túnicas blancas sorben un té. Se sienten poderosos. Se saben impunes. Las mesas de su alrededor están vacías. Las que no lo estaban se han ido despejando. Nadie quiere sentarse cerca de estos cuatro hombres. Nadie lo hace patente de una manera muy clara. Que no se perciba su miedo. Con disimulo, pero prefieren tomarse el té en otro lugar. Quizá en casa. Lejos. Muy lejos de esos cuatro hombres a los que a pesar de la tradicional yalabia les traiciona debajo el uniforme militar que esconden. "Son janjawid", es el rumor general. Janjawid. Palabra inexistente en el vocabulario hasta hace pocos meses y que ahora el mundo asocia con el terror. Como se asocia con masacre la región de Darfur, al oeste de Sudán.

Las cifras hablan de 50.000 muertos, miles de refugiados y un millón vagando por una región tan extensa como España

En el mercado del pueblo se cuentan muchas historias sobre estos y otros hombres como los que hoy saben que se van a tomar el té sin pagar. Cuentan que en una ocasión, en el zoco de Geneina (ciudad equidistante entre el mar Rojo y el océano Atlántico, lo que da una idea de la enormidad de este país africano), se paseaban entre los puestos con sus Kaláshnikov a las espaldas. Y cuentan que uno de ellos le voló la cabeza a un tendero que no le quiso rebajar el precio de una sandía. Eso es lo que cuentan.

Y luego está lo documentado. Miles de muertos (50.000), decenas de miles de refugiados en el vecino Chad (más de 120.000) y no menos de un millón de personas vagando desesperadas en el interior de su propio país, en una región tan extensa como España, o en campos de desplazados en los que se sienten prisioneros, atrapados en una cárcel sin rejas por miedo a salir y que se repita su mala fortuna.

Ningún niño sudanés menor de cinco años sobreviviría a la crisis a menos que se produjera una intervención internacional inmediata, alertaba a finales de junio Naciones Unidas. Cada día, el hambre enterraba a decenas de niños. Los mataba cruel y lentamente. Envueltos en telas blancas en pequeñas cajas de madera, sus madres los entregaban a la tierra.

Campo de Zam Zam

Al campo de refugiados de Zam Zam, al sur de El Fasher, llega una mujer cubierta de azul que protege entre sus brazos un montón de piel y huesos envueltos en una tela. Es su hijo que está casi agonizante. No hay tiempo para preguntas. Diana Pou, médico de la ONG Médicos Sin Fronteras-España que lleva ese campo, se hace cargo del niño. Ya no puede tragar el agua que se le da. Cada sorbo que bebe lo expulsa en forma de vómito o diarrea. Pou lleva tres semanas atendiendo a decenas de niños. En 21 días no ha perdido a uno sólo de esos menores. Puede que esa estadística ya haya cambiado.

Hambre, enfermedades, violencia. Pero a pesar de que la tragedia estaba anunciada, las alarmas no sonaron hasta marzo de 2004. En vísperas del décimo aniversario del genocidio ruandés, las agencias de Naciones Unidas decidieron denunciar abiertamente la "limpieza étnica" en curso en Darfur. El secretario general, Kofi Annan, reclamaba una intervención armada internacional. "Nunca más". El mundo no podía volver a permitirse 800.000 asesinatos a silencioso cuchillo en 100 días y al 101 levantarse con la pesadilla hecha realidad de un genocidio. Otro Ruanda, nunca más.

Desde su independencia del Reino Unido en 1956, Sudán no ha conocido la paz. La última guerra que vive un territorio cinco veces tan grande como España saltó hace pocos meses a las primeras páginas de los diarios tras más de un año de vergonzoso abandono. Las razias empezaron en febrero del año pasado, pero la maquinaria para pararlas ha tardado en ponerse en marcha. Estados Unidos colocaba a principios de verano en su agenda el conflicto en Darfur. Muchos se preguntaron por qué. Washington ha aprendido dolorosas lecciones en África. Somalia: la intervención llegó, pero los norteamericanos tuvieron que ver cómo sus soldados eran arrastrados por las calles de Mogadiscio. Ruanda: al presidente Bill Clinton le faltaron días de presidencia para hacerse perdonar tan lamentable error. Bajo su mandato se cometió un genocidio.

Diez años después de Ruanda, el secretario de Estado norteamericano, Colin Powell, parecía determinado a evitar semejantes errores. Se hizo acompañar de la máxima autoridad de Naciones Unidas y viajó hasta Sudán. La puesta en escena era dramática. Y desviaba la atención de un asunto controvertido y espinoso: Irak. Además, Washington lleva años invirtiendo tiempo y energía en otro conflicto sudanés: el del norte islámico con el sur cristiano, desangrándose en una guerra desde hace más de dos décadas. Poderosos grupos de presión evangelistas de EE UU -mina de votos para George W. Bush- denunciaban un genocidio de negros cristianos en Darfur.

Sudán ya había estado antes presente en la Casa Blanca. En agosto de 1998, en represalia por los bombardeos de las embajadas estadounidenses en Kenia y Tanzania, Clinton ordenó lanzar 13 Tomahawk -en medio de uno de los momentos más críticos del caso Lewinsky- contra un centro de producción de armas químicas que se suponía que pertenecía al terrorista Osama Bin Laden, al que Sudán daba refugio. La fábrica de armas resultó ser una fábrica de aspirinas.

Somalia. Ruanda. Washington no podía permitirse un tercer país africano emborronando su haber. No a menos de 100 días de las elecciones presidenciales de noviembre en las que el presidente George W. Bush se juega la reelección. Así, el Congreso estadounidense aprobó por 244 votos a favor y ninguno en contra que lo que ocurría en la región occidental de Darfur era un "genocidio". Pero la Administración fue más prudente. Y se limitó a decir que tal afirmación "había que probarla".

Al llegar la primavera, la presión internacional era ya creciente, incluyendo una amenaza del Consejo de Seguridad de la ONU y sanciones de la Unión Europea, para intervenir en Darfur. Así, el presidente sudanés, Omar al Bashir, y el secretario general de Naciones Unidas firmaron un comunicado conjunto el pasado 3 de julio en el cual el Gobierno se comprometía a mejorar la situación en cuatro áreas: acceso humanitario, derechos humanos, seguridad y resolución política del conflicto.

Eso era el día 3. El 30, la paciencia se agotaba y el Consejo de Seguridad aprobaba la resolución 1.556 con la que llamaba al Gobierno de Sudán a "cumplir inmediatamente todos los compromisos adquiridos en el comunicado del 3 de julio", incluyendo: facilitar la ayuda humanitaria, llevar ante la justicia a los líderes Janjawid y todos aquellos que incitaron y llevaron a cabo violaciones de los derechos humanos y otras atrocidades, desarme de las milicias y "establecer condiciones de seguridad creíbles para proteger a la población civil y otros actores humanitarios", y retomar las negociaciones políticas. Y daba para ello al régimen de Jartum 30 días.

Injerencia extranjera

Treinta días. En las calles de Jartum, militantes islamistas se echaban a las calles para protestar contra una eventual "injerencia extranjera". Advertían de que Darfur se convertiría en la tumba de Norteamérica si sus soldados osaban poner un pie en Sudán. El ministro de Sanidad sudanés, Ahmed Bilal Osman, se mostraba irritado con el plazo dado y le pasaba la pelota a Colin Powell al lanzarle una pregunta envenenada: "¿Por qué EE UU, que es una superpotencia, no recolecta las armas de Faluya en 30 días?".

Pero el tiempo seguía corriendo. A favor de los asesinos y en contra de las víctimas. Las masacres se sucedían. En Darfur seguía reinando la impunidad. Aunque el régimen de Jartum insistía en que hacía todo lo necesario para desarmar a una milicia que él mismo armó y que niega haber armado.

Impunes y asesinos, los Janjawid ejecutaban sus tropelías en el frescor de las mañanas. Cuando las aldeas aún se desperezan. Es entonces cuando se oye un rumor de helicópteros y aviones Antonov que descargan su mortífera munición sobre civiles indefensos que no saben en qué dirección correr. Huyen despavoridos. A los hombres se les tirotea. Se les remata en el suelo si no mueren al primer disparo. Los niños son secuestrados para fines serviles. Las mujeres pasan a ser objetos de uso sexual: por un rato, por un día o por el tiempo que los asesinos estimen necesario. El ganado es exterminado. Se envenena el agua. Luego el fuego reduce a cenizas las aldeas. Cientos de ellas arrasadas, abrasadas y negras a lo largo y ancho de Darfur. No queda nada. Sólo las sandalias de plástico de un niño permanecen tiradas a la entrada de lo que fue su casa. Del pequeño no hay ni rastro.

Ésos eran los ataques organizados, planificados, sistemáticos. Luego están los asaltos a plena luz del día. En la sabana. Cuando las mujeres, que han adoptado funciones que hacen los hombres ante la ausencia de éstos, tienen que salir en busca de agua o leña. O acudir al mercado a comprar lo mínimo para subsistir porque es mínimo lo que poseen. Entonces, las milicias árabes de los janjawid se emplean a fondo.

Brutalidad

En una remota aldea del norte de Darfur, tres chicas se aventuraron una mañana a buscar leña. Sabían de los abusos que se cometían. Pero ingenuas pensaron que los janjawid dormirían su madrugada de tropelías. Fue entonces cuando fueron asaltadas. Las llamaron zurga y abid ("negras" y "esclavas"). Luego les dijeron que les iban a hacer un "hijo de piel clara". "Negra, eres demasiado oscura. Te vamos a hacer un hijo de piel clara", relata Sawela Suliman. La organización de derechos humanos que la entrevistó cuenta que los latigazos que le dieron aún estaban frescos cuando hablaron con ella. "Esta tierra es nuestra. Lárgate y déjanos a tu hijo cuando lo tengas", fueron las palabras de los hombres que la violaron. ¿Y si resulta embarazada? Suliman jura que querrá a su hijo, pero que toda su vida odiará al padre, fuera quien fuera de los muchos que la forzaron.

La campaña de violaciones en Darfur es sistemática y tiene un único objetivo: humillar a las mujeres, a sus maridos y a sus padres, y romper los árboles genealógicos tribales y étnicos. En Sudán, como en otras muchas culturas árabes, la etnicidad de un niño está directamente ligada a la del padre. "El patrón es muy claro y siempre el mismo", asegura una trabajadora de una organización internacional médica que habla desde el anonimato por temor a las represalias sobre su trabajo. "Estas violaciones se construyen sobre una base de tensiones tribales y se orquestan para crear una dinámica donde los grupos tribales africanos sean destruidos. Que las milicias árabes quieran hacer 'niños claros' forma parte de la limpieza étnica que se está ejecutando. Y lo están haciendo de forma masiva", confirma la misma fuente.

En Al Fasher, la capital de Darfur Norte, Mohamad, una mujer de 22 años, describió a la misma organización una violación por parte de los janjawid. "Perra, vas a follar conmigo", le dijeron. Mohamad fue tratada de sus heridas en el campo de desplazados de Abu Shouk. Diez días después de la violación seguía sangrando. Asegura que le dijeron: "El Gobierno me dio permiso para violarte. Ésta ya no es tu tierra, esclava, márchate".

El Gobierno de Sudán ha pretendido dibujar el actual conflicto en Darfur como "choques tribales" exacerbados por la competición por los recursos naturales debido a la desertificación, la proliferación de armas en la región y la insurgencia que se intensificó en febrero de 2003. Si bien es cierto que hay parte de verdad en este retrato, el conflicto de Darfur en 2003 y 2004 y la crisis humana que ha provocado es de una escala y gravedad totalmente diferente a los choques de años anteriores.

Esto se debe a que se han juntado intereses de seguridad nacional -combatir la insurgencia- con intereses locales clamando a la vez por la tierra y otros recursos. Pero es un conflicto tan viejo como el mundo. Una lucha por la tierra y el agua. No una guerra de religión. Son musulmanes (árabes) matando musulmanes (negros).

A finales de 2002, en un esfuerzo por controlar la inseguridad en la región, el régimen militar islamista sudanés que llegó al poder a través de un golpe en 1989 decretó el estado de emergencia en Darfur y mandó más tropas a la región.

Pero muy a pesar de Jartum, los enfrentamientos entre los Fur, uno de los grupos predominantes en la región, y los grupos nómadas árabes siguieron aumentando. Los Fur, Zaghawa y Masalit, los grupos étnicos predominantes que forman el Ejército de Liberación de Sudán (SLA, en sus siglas en inglés), alegan desde hace tiempo que el Gobierno sudanés lleva a cabo una política de desprecio hacia ellos y de alianza y apoyo con los grupos árabes nómadas con el fin último de crear un "cinturón árabe" que reclamaría para sí las tierras de los no árabes que se sitúan alrededor del imponente macizo del Jebel Marra.

El estallido en febrero de 2003 del principal grupo insurgente de Darfur, el SLA -el JEM, Movimiento por la Igualdad y la Justicia tiene menor presencia-, despertó temor en el Gobierno central, que entonces estaba comprometido en unas eternas conversaciones en Naivasha (Kenia) con los rebeldes del sur del país (el Ejército de Liberación del Pueblo de Sudán, SPLA) en un esfuerzo para poner fin a más de 20 años de guerra.

Al precio que fuera

El hecho de que la rebelión de Darfur sucediera en medio de las conversaciones de paz, que tuviera éxito y que pudiera llegar a forjar una coalición con otras reales o potenciales fuerzas insurgentes en busca del poder llevó al Gobierno de Sudán a tomar la decisión de aplastar la rebelión con la fuerza militar. Al precio que fuera. Pero al observar al Ejército nacional mal preparado y peor motivado, descubrió que más del 50% de las tropas eran de Darfur. Como resalta un analista, "el presidente Bashir no quiso encomendar esa misión a los 90.000 hombres que forman su Ejército regular". Originarios de Darfur, no se podía confiar en ellos para aplastar la rebelión iniciada por sus hermanos. Así es como fueron creados los janjawid.

Janjawid. Palabra que hiela la sangre a las gentes de Darfur sólo con mentarla. Los cuatro hombres que toman el té en el mercado de El Fasher representan el horror. Ese día han llegado sin caballos. Tampoco portan Kaláshnikov. Pero cuando cabalguen lo harán para saquear, violar, asesinar y condenar a los suyos a vivir bajo un plástico. En un desierto de lágrimas.

Una mujer sudanesa, recién llegada a Bahai, en la frontera con Chad.
Una mujer sudanesa, recién llegada a Bahai, en la frontera con Chad.AP
Un niño se refugia bajo un plástico para protegerse de la fuerte lluvia que caía en el campo de refugiados de Otash.
Un niño se refugia bajo un plástico para protegerse de la fuerte lluvia que caía en el campo de refugiados de Otash.EFE

Quiénes son los janjawid

HISTÓRICAMENTE, EL TÉRMINO janjawid se relaciona con criminales, bandidos o fueras de la ley en Darfur. Desde hace más de un año, el término ha sido repetido sistemáticamente por la víctimas de ataques para describir a los asesinos que, montados a caballo o en camello, han atacado sus aldeas normalmente en compañía de tropas regulares sudanesas y con apoyo aéreo. Pero dentro del término caben dos descripciones: por un lado, las milicias armadas por el Gobierno de Sudán en su campaña militar en Darfur. Por otro, oportunistas de todo tipo que han sacado provecho de la situación de total falta de ley y orden y que se dedican a saquear y robar el ganado.

Dejando de lado a los saqueadores que surgen en todos los conflictos, el Gobierno de Sudán reclutó, entrenó, armó y abasteció a varios grupos árabes nómadas -el régimen de Jartum niega estos hechos, pero Human Rights Watch tiene en su poder documentos que lo prueban- conocidos como Fursan, lo que significa caballeros, muyahidin o Fuerzas de Defensa Popular. Pero sigue reinando el misterio sobre su entrenamiento, estructura y cadena de mando. Las milicias janjawid han salido de alianzas con ciertos líderes locales tribales de origen árabe tales como el de Beni Halba, algunos subclanes de los Rizeigat, Malilla, Irayqat y otros que llevan años enzarzados en enfrentamientos con las comunidades granjeras.

Algunos de esos líderes tribales tienen relaciones con raíces muy profundas con las autoridades de los Gobiernos locales, lo que ha hecho que desempeñaran un papel muy importante a la hora de reclutar y organizar a los miembros de las milicias. En algunos casos, estos líderes tribales han desempeñado un papel estelar durante los ataques. Testigos sitúan a Musa Hilal, uno de esos líderes, en el escenario de brutales asesinatos.

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Sobre la firma

Yolanda Monge
Desde 1998, ha contado para EL PAÍS, desde la redacción de Internacional en Madrid o sobre el terreno como enviada especial, algunos de los acontecimientos que fueron primera plana en el mundo, ya fuera la guerra de los Balcanes o la invasión norteamericana de Irak, entre otros. En la actualidad, es corresponsal en Washington.

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