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Columna
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Tumba

"MUCHOS FILÓSOFOS quisieron dar cuenta de la muerte", afirma el poeta y ensayista francés Yves Bonnefoy en su libro Lo improbable (Alción), "pero no conozco ninguno que haya considerado las tumbas. El espíritu que se interroga sobre el ser, pero raramente sobre la piedra, se ha alejado de estas piedras que son así abandonadas dos veces al olvido". De esta manera comienza Bonnefoy su escrito dedicado a los sarcófagos romanos de Ravena, a los que vuelve, no sólo para descifrar algunos de sus motivos decorativos más característicos, sino para, a partir de ellos, remontar el vuelo elegiaco. Etimológicamente, tumba procede del griego "túmbos", que significa túmulo o montón de tierra; esto es: construcción conmemorativa, algo que ya se podría colegir tan sólo por lo que una tumba tiene de enseña material, pero el derivado castellano de "retumbar" nos avisa asimismo de que la piedra tumbal o túmulo "hace ruido", porta una inscripción para la memoria. Hoy, sin embargo, las circunstancias nos obligan a convertir en ceniza los restos de nuestros muertos, con lo que difícilmente ningún pensador contemporáneo se ha de ocupar de la que bien podríamos llamar la auténtica "piedra filosofal".

Al margen de los muertos, si es que acaso tal situación sea concebible, es la piedra, en general, la que ha caído en descrédito, porque es ella misma el sillar de lo que se recuerda, lo vivo del pasado, mientras que nuestra ansia de futuro aventa el grave peso de la memoria, un insoportable lastre para nuestra huida hacia delante. Tumba, templo, casa o estatua, la ley de la piedra, que ha cimentado el arte, se basa en la duración, cuyo sucedáneo antropológico es la inmortalidad, que no es el elixir de una vida interminable, sino la celebración piadosa de lo que resta tras la muerte.

¿Puede sobrevivir el arte a su esencial condición de recordatorio, de forma memorable? "Podrían arrojarse al viento las cenizas de los muertos", escribe al final del ensayo citado Bonnefoy, "ceder al deseo de la naturaleza, consumar la ruina de lo que fue. Con la tumba y en ese fulgor de muerte, un mismo gesto expresa la ausencia y mantiene allí la vida". En cualquier caso esta paradoja no es reducible al concepto, que no entiende de libertad, ni de misterio, los cimientos, sin embargo, de la ética y del arte.

Pero ¿tan importante es el hecho físico, material, de la piedra, más allá de lo que implica de voluntad de durar? Según a qué escala, como a la propia naturaleza, al arte también le es, en el fondo, indiferente como ha de ser el soporte del signo que circunstancialmente lo caracterice, no rehuyendo al respecto ni las intangibles cenizas, pero es obvio que desaparecerá cuando el hombre esté convencido de que no queda ya nada digno de ser recordado, cuando cese el diálogo vivificante entre el ser y la nada, por entre cuyas sombras habita el fulgor de la interrogación que retumba.

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