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Columna
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Ídolos e idólatras

Rafael Argullol

A veces descubrir es sólo constatar. Un ejemplo: descubrir que Beckham (David), jugador de fútbol, es más importante que Bernhardt (Thomas), Benjamin (Walter) y Blake (William), escritores, o Benozzo Gozzoli, Braque (Georges) y Bonnard (Pierre), pintores, o Berg (Alban), Boccherini (Luigi) y Borodin (Alexander), músicos, o Boole (George), Born (Max) y Broglie (Louis-Victor), científicos. Así, al menos, nos lo aseguran las últimas ediciones de las grandes enciclopedias lanzadas al mercado para las cuales el jugador de fútbol Beckham merece más espacio e ilustración gráfica que los otros nombres citados que tienen en común con él la letra inicial.

Estas grandes enciclopedias también establecen otras gradaciones que quizá en otro tiempo hubieran resultado sorprendentes. Actores y actrices de cine, no siempre genios de la interpretación, ocupan un constante y elevado sitial mientras que innumerables títulos cinematográficos, no siempre obras maestras, son desarrollados argumentalmente con proliferación de detalles. Cantantes y músicos de los que ingenuamente se podía pensar que no tendrían lugar en la historia de la música desplazan sin ningún problema a compositores hasta hace poco considerados imprescindibles. Por fin, hay deportistas de todas las especialidades, nuevos protagonistas de la civilización que ocupan, página sí, página también, todos los rincones posibles, en sustitución, se supone, de los viejos protagonistas ya desplazados.

Constatamos, más que descubrimos, puesto que estas enciclopedias recientes no hacen sino cumplir en nuestra época la labor que señaló para la suya la primera enciclopedia de los ilustrados. En el siglo XVIII la Encyclopédie dirigida por Diderot y D'Alambert propuso al mundo una operación que no tenía precedentes ya que implicaba cambiar todos los anteriores sistemas de jerarquías. Por primera vez el orden vertical -un Eje, un Árbol, una Cadena-, aquello que separaba el cielo de la tierra y los dioses de los hombres, era modificado por un orden horizontal, alfabético, que si ofrecía nuevas jerarquías lo hacía, precisamente, a través del peso de cada una de las voces de la enciclopedia. La Encyclopédie no quiso únicamente organizar el saber sino, sobre todo, dar al mundo su imagen moderna. Un universo de palabras, por tanto, para construir una imagen.

Es muy posible que si a lo largo de estos dos siglos y medio transcurridos desde los días de Diderot y D'Alambert un pantagruélico lector, con monstruosa curiosidad y paciencia, hubiera leído las sucesivas ediciones de las sucesivas enciclopedias, ahora sabríamos con bastante exactitud cómo había cambiado, generación tras generación, la imagen del mundo moderno. Una fantasía que, no obstante, en los últimos años se ha visto profundamente alterada por la irrupción de esa nueva Enciclopedia-Caos o Enciclopedia-Vértigo difundida por Internet.

Que Beckham sea más importante que Gozzoli, Borodin o Walter Benjamin -según podemos deducir de esas publicaciones dedicadas a organizar el saber de nuestro tiempo- puede parecer escandaloso e incluso algo sórdido, pero en realidad es, otra vez, más una constatación que un descubrimiento. Es una jerarquía que hemos consolidado conscientemente, día a día, en la medida que hemos aceptado un escenario de la vida cotidiana marcado por las prioridades del éxito inmediato. A este respecto en una encuesta reciente los jóvenes británicos han señalado su admiración por ese mismo señor Beckham, primero de una lista en la que los nueve siguientes eran también otros beckhams de distinto plumaje y en la que creo recordar que Jesucristo -hipotético fundador de esa religión cristiana de la que tanto se discutió si debía incorporarse en la Constitución Europea- ocupaba el lugar número 80 o 105, o algo así. Los otros jóvenes europeos no deben pensar de manera muy distinta.

Éstos son los ídolos y éstas las idolatrías: la, por así decirlo, cultura popular. Nuestras enciclopedias más recientes, para estar al día, han tenido la ocurrencia de mezclar ágilmente esta cultura popular con la temida alta cultura. En consecuencia, los demasiado elitistas Braque, Born o Bernhardt han sucumbido bajo las relucientes botas del popular Beckham.

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Podría considerarse que es una barbaridad. Pero igualmente podría considerarse que los responsables de tales ediciones enciclopédicas han querido mantenerse fieles a las premisas de la Enciclopedia primigenia, de manera que, junto a la actualización de las informaciones, han querido transmitir a los lectores el espíritu de la época y que nada refleja tanto ese espíritu como los procesos de idiotización (¿o es idolatrización?) que alberga.

En consecuencia, una de las posibles lecturas de esas enciclopedias, y no la de menor rendimiento, iría encaminada a dilucidar los rangos, grados y matices de la idolatrización (¿o es idiotización?) en nuestro presente. Si es así no hay duda de que todo vuelve a tener sentido y que el señor Beckham ocupa el lugar que merece. Si bien, en esa estupenda enciclopedia de la idiotez, el espacio más amplio debería corresponder a sus adoradores.

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