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Cartas al director
Opinión de un lector sobre una información publicada por el diario o un hecho noticioso. Dirigidas al director del diario y seleccionadas y editadas por el equipo de opinión

Política cultural

He leído algunas de las medidas que, en aplicación del principio de la "excepción cultural", las nuevas autoridades van a poner en práctica para proteger la creación cinematográfica española, y, como profesional del teatro, no he podido por menos que sentir envidia.

(...) tres meses después de la toma de posesión del nuevo Gabinete, nada he oído acerca de los planes que sobre el teatro tenga la titular de Cultura, a pesar de ser público y notorio que la escena española atraviesa por uno de sus peores momentos. En efecto, la cartelera de Madrid, por ejemplo, tras ocho años de administración neoliberal, parece más bien un remedo de la de Broadway. No es un fenómeno nuevo, pero antes nos limitábamos a montar títulos anglosajones, adaptándolos a nuestro modo de ver la vida. Ahora importamos de América los montajes completos, su estilo, sus valores, ¡hasta sus métodos de producción! La Warner y la Disney imponen tanto su estética como su ética, sin que a nadie parezca importarle demasiado. La programación teatral se ha convertido en una de las principales vías de penetración de la colonización cultural americana.

La cultura es el instrumento con el que se define a sí mismo cualquier grupo humano; el que le da carácter y lo distingue de los demás. La cultural resulta la peor de las colonizaciones, pues carece de retorno. Las demás esquilman los bienes materiales de un pueblo, pero el pueblo en cuestión subsiste como tal. La cultural, al despojar al pueblo de sus señas de identidad, de su manera específica de entender la vida, de concebir el mundo, de definirse a sí mismo, lo anula como tal pueblo.

Esto es algo de lo que deben ser muy conscientes los chamanes de la industria del ocio americana, porque lo están poniendo en práctica en lo concerniente a la actividad teatral española, ante la indiferencia -interesada en muchos casos- de unos políticos que creen que el concepto cultura no tiene otro significado que el de "remedio para el ocio", reduciendo con ello las instituciones encargadas de administrar el quehacer del ramo a la condición de meras promotoras de espectáculos. Si España vivió durante las tres primeras décadas del pasado siglo la edad de plata de su cultura, no fue porque en el Real actuasen los ballets de Diaghilev, sino porque aquí, entre otros, pintaba Solana, componía Falla, pensaba Ortega, y escribían su magnífico teatro Valle y Lorca. ¿Para cuándo, pues, un Mitterrand español que proteja nuestra rica producción dramática?

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