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Por favor, hablad

¿Cómo superar el dolor que nos causan atrocidades como las del 11-M? ¿Cómo recuperar nuestro equilibrio mental y las facultades que tenemos para enfrentarnos a las adversidades, sin perder nuestro entusiasmo ni distorsionar nuestra percepción del mundo y de la vida?

Las heridas que causa el terror nos sitúan frente a lo más mezquino y cruel del alma del ser humano, pero, a la vez, nos confirman la sorprendente capacidad de solidaridad y superación que poseemos. A lo largo de muchos milenios, nuestra especie ha sobrevivido a terribles calamidades con un altruismo y un aguante asombrosos.

Las imágenes espeluznantes del siniestro y las sensaciones corporales de angustia y de terror que experimentamos ese día se entrometen en nuestra vida cotidiana y forman la trama de pesadillas que nos alteran el sueño. Al mismo tiempo, nos sentimos abrumados por una mezcla incomprensible de tristeza, rabia, confusión, venganza, impotencia y vulnerabilidad. Incapaces de relajarnos, nos mantenemos alerta como si el peligro pudiese retornar en cualquier momento. No pocos cambian su rutina diaria con el propósito de esquivar los lugares o los estímulos que puedan traer la masacre sangrienta a su memoria.

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Tratar de disimular, reprimir, ignorar, o anestesiar con alcohol o pastillas estos síntomas penosos de estrés traumático, para mantener el equilibrio emocional o la compostura social, es una reacción protectora muy común. Todos los seres humanos utilizamos mecanismos de defensa con el fin de excluir de la conciencia y enterrar en el olvido experiencias dolorosas. No obstante, los resultados a largo plazo de estas defensas no son beneficiosos. Recuerdos muy penosos que quedan enquistados pueden causar angustia o depresión y frenar el proceso de recuperación. Además, al ocultar cómo nos sentimos, nos distanciamos física y emocionalmente de los demás, precisamente cuando más necesitamos de contacto, apoyo, aliento y consuelo. Lo que es peor, la persistencia de estos síntomas -que en un principio son normales- durante más de cuatro o cinco semanas, y la incapacidad de integrar poco a poco la experiencia estremecedora con el resto de nuestra autobiografía, es una señal de peligro, de que la herida emocional se agrave o se haga crónica.

Validar la realidad de los sucesos, y legitimar sus efectos en nosotros y los demás tranquiliza y facilita la superación del trauma. Por estas razones es tan importante que las personas afectadas por los sucesos del 11-M -tanto las que fueron perjudicadas directamente como quienes recibieron el golpe a distancia- compartan sus experiencias, sus temores y ansiedades con familiares, amigos, colegas del trabajo, miembros de organizaciones sociales o religiosas, o grupos establecidos por instituciones públicas o privadas con ese fin. Esto no es óbice para que se respete la libertad de cada individuo a seguir su propio ritmo y no presionar a nadie a que se abra prematuramente si no se encuentra seguro o preparado para ello.

Hablar con los demás y escuchar hablar a otros es una actividad humana fundamental. Gracias a la palabra, ningún ser humano es una isla. Sus vínculos con las imágenes y las emociones nos permiten no sólo liberarnos de escenas y temores que nos turban, sino también compartir nuestro estado de ánimo, aclarar situaciones confusas y recibir e infundir seguridad, compasión, confianza y consuelo. Las personas que hablan, escuchan y se sienten parte de un grupo solidario superan los infortunios mucho mejor que quienes se encuentran aislados. Esto es especialmente importante en los niños. Los pequeños son muy resistentes a las situaciones traumáticas, siempre que tengan cerca a adultos cariñosos que les proporcionen afecto y seguridad, les expliquen en lenguaje sencillo y sereno lo que ha ocurrido, y les animen a contar sus miedos, o a dibujarlos o a representarlos en juegos de muñecos. Al mismo tiempo que se les conforta, se les escucha y se les contesta a sus preguntas, es beneficioso reconocerles que, aunque el mundo en estos momentos parezca menos seguro, ellos siempre cuentan con el amparo de sus padres o de las personas con las que conviven. Se trata de compaginar la verdad con la necesidad de proteger a los pequeños de un conocimiento que no necesitan ni pueden entender.

Evocar, ordenar y relatar, en un ambiente comprensivo y seguro, los acontecimientos vividos y los sentimientos de incertidumbre e indefensión, pese a que pueda provocar ansiedad y tristeza, permite transformar poco a poco las memorias de escenas escabrosas, de sensaciones de terror y de emociones confusas, en recuerdos coherentes y manejables. Un fragmento doloroso de nuestra vida puede incorporarse así al resto de nuestra biografía, al flujo total de nuestra existencia. Por otra parte, la comunicación con otros afectados estimula, además, el sentimiento de universalidad - "esto no me pasa sólo a mí"- y abre también perspectivas comparativas ventajosas, como las de "podía haber sido mucho peor" o "por lo menos estoy vivo". Estas valoraciones relativas nos ayudan a aliviar la angustia que generan las desgracias colectivas.

Al describir las imágenes y los sentimientos que nos abruman, reducimos su intensidad emocional y minimizamos la posibilidad de que se enquisten y provoquen la disociación de nuestra personalidad, el debilitamiento de nuestro sistema inmunológico o, incluso, una larga dolencia mental. Cuantas más veces narramos los sucesos y las emociones que nos perturban, más fuerza pierden y menos posibilidades tienen de perjudicarnos a largo plazo.

Hablar en alto o conversar también nos ayuda a entender e interpretar las cosas que nos afectan. Los seres humanos no toleramos la falta de explicaciones. Por eso, ante las atrocidades todos buscamos ansiosamente explicaciones que den sentido a los hechos, que llenen ese amargo vacío de incomprensión que crea en nosotros el sufrimiento de criaturas inocentes y el ensañamiento de sus verdugos. Con el tiempo y la repetición, las personas reciclamos las experiencias devastadoras hasta convertirlas en una historia comprensible para uno mismo y para los demás. Un relato que suele tener una perspectiva menos personal, más amplia.

Con el tiempo, de lo que más hablan los afectados por traumas como el 11-M es dejar de vivir estancados en el ayer lacerante, prisioneros de los malvados que quebrantaron sus vidas, y de comenzar con entusiasmo un nuevo capítulo de su autobiografía. No se trata de olvidar la agresión, sino de restablecer la paz interior aceptando que el sufrimiento y la maldad son partes inevitables de la existencia.

Para terminar, un hecho reconfortante: la mayoría de los neoyorquinos que se enfrentaron indefensos hace dos años y medio a los atentados del 11-S se han recuperado de las heridas psicológicas que sufrieron. Y casi todos los aspectos de la vida cotidiana de la ciudad han vuelto a regularizarse. Francamente, durante mucho tiempo, nadie estaba seguro de que eso fuera posible. Pero esto no ha sido todo, un gran número de hombres y mujeres que fueron violentados aquella mañana han dado voz a su propia miseria y la han transformado en energía vital. De alguna manera, hablar de aquella espantosa jornada les ayudó a liberarse y a crear nuevas ilusiones. Y es que la desdicha, como la felicidad, está hecha para ser compartida.

Luis Rojas Marcos es profesor de Psiquiatría de la Universidad de Nueva York. En el 11-S dirigía el Sistema de Sanidad y Hospitales Públicos de la misma ciudad.

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