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Editorial:
Editorial
Es responsabilidad del director, y expresa la opinión del diario sobre asuntos de actualidad nacional o internacional

Acelor y Kioto

Los acuerdos de Kioto se firmaron para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y prevenir así consecuencias climatológicas globales y potencialmente catastróficas. En su momento recibieron críticas por la modestia de sus objetivos, pero, aun aceptando que su cumplimiento sólo supondrá un alivio mínimo, suponen un cambio sustancial en los usos de la industria y el transporte. Los acuerdos establecieron una reducción en la Unión Europea del 8% para el año 2012 respecto de los niveles alcanzados en 1990, aunque la distribución por países varía según los niveles absolutos de emisiones en la fecha de referencia. Así, en el caso de España, el límite es de un aumento del 15%, largamente sobrepasado ya en estos momentos debido a la falta de iniciativa gubernamental en la toma de medidas reductoras.

Pero las cuotas de emisión fijadas por los países de la Unión deben ahora especificarse por sectores productivos y grupos empresariales. Y es en este contexto en el que Acelor, el primer productor mundial de acero, cuya filial española es Aceralia, amenaza con trasladar algunas de sus factorías fuera de Europa para evitar tener que cumplir los límites asignados o pagar derechos de emisión si los sobrepasan. Estamos ante las primeras manifestaciones del conflicto entre el aumento de la producción industrial y las exigencias medioambientales, que requieren cambios en el modelo productivo. Los acuerdos de Kioto excluyeron de la obligación de reducir sus emisiones a los países menos desarrollados, una medida razonable teniendo en cuenta sus bajos índices de contaminación. Por otra parte, países como Rusia, que han sufrido un desmantelamiento parcial de su industria pesada poseen reservas de emisión considerables. Son, en consecuencia, estos países los que están siendo considerados como posible destino de sus fábricas por los grupos empresariales que se sienten perjudicados.

Un cierto grado de deslocalización es inevitable y beneficioso, ya que genera actividad económica y empleo en países menos desarrollados. Pero no a cualquier precio, sobre todo teniendo en cuenta que, con frecuencia, muchas de las empresas afectadas han recibido cuantiosas ayudas públicas. De todas formas, no es posible imaginar que la situación actual, en la que sólo el mundo desarrollado debe satisfacer los criterios de Kioto, pueda mantenerse indefinidamente. Tarde o temprano, los límites de contaminación se generalizarán y muchas de las empresas que hicieron costosos traslados tendrán que adecuarse también en sus nuevas ubicaciones a las exigencias medioambientales.

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Acelor ha anunciado que mantendrá en los países europeos las instalaciones que generen productos de alto valor añadido, es decir, las que dependan más de la tecnología y cualificación del personal. Se trata de una tendencia universal. Los países más prósperos, que tendrán que aceptar, e incluso promover, una cierta deslocalización, deberán apostar, cada vez más, por el conocimiento y los productos de alto valor añadido para mantener la actividad productiva. Una conclusión que resulta urgente asimilar en España, pues peligros como los que pueden derivarse de la amenaza de Acelor no son independientes de nuestra bajísima cuota de inversión en I+D.

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