A la sombra de Moisés
Aunque la fama le llegó a Michel Tournier (París, 1924) de manera algo tardía -a los 43 y 46 años, con Viernes o los limbos del Pacífico (1967, Premio de la Academia Francesa) y El rey de los alisos (1970, Premio Goncourt)- fue tan repentina y fulminante, después de sus largos años de formación primero como filósofo y como especialista en raros saberes después -fotografía, periodismo audiovisual, traducción-, que ya lleva las dos últimas décadas como manteniéndose sin más, publicando bastante por doquier, pero sin añadir alguna gran obra maestra más al puñado que ya nos había dado antes, entre las que cabe contar Los meteoros (1975), Gaspar, Melchor y Baltasar (1980) y Gilles y Juana (1983), sin olvidar La gota de oro (1985), los relatos de El urogallo (1978) y Medianoche de amor (1989) o los ensayos de El viento paráclito (1977). También entre otras de sus obras significativas (todas lo son) cabría hablar de sus críticas literarias de El vuelo del vampiro (1981), su diario El vagabundo inmóvil (1984), así como de los excelentes Al pie de la letra, El espejo de las ideas (ambos, 1994), Celebraciones (1999) y su reciente y singular recopilación sobre fotógrafos y fotografías de 1992, El crepúsculo de las máscaras. Como se ve, aunque disperso en sus géneros y motivos, la producción de Michel Tournier no ceja, al borde de los 80 años, aunque más parece una labor de mantenimiento que otra cosa, como si su inspiración, siempre fértil y al acecho, bien controlada y manejada a la perfección, ya no fuera a dar más de sí. Un ejemplo es el de esta su última producción novelesca propiamente dicha, Eleazar o el manantial y la zarza, que ya data de 1996 pero que ha tardado más de seis años en aparecer entre nosotros -y con un traductor de lujo además, como José Luis López Muñoz-.
ELEAZAR O EL MANANTIAL Y LA ZARZA
Michel Tournier
Traducción de José Luis López Muñoz
Alfaguara. Madrid, 2003
136 páginas. 11,50 euros
De hecho, Tournier se sigue vendiendo bien en Francia, ayudado por sus frecuentes incursiones en la literatura infantil, donde su aportación ha sido y es considerable, pues enriquece siempre sus contenidos, de la misma manera que también lo hace en sus libros "para mayores", o en sus pequeños ensayos sobre libros y autores, o sobre sus aficiones viajeras o con grandes fotógrafos. Pues su gran aportación a las letras francesas ha sido su permanente incursión no tanto en la literatura mítica sino en la que se apoya en los mitos, esas historias legendarias de siempre, cargadas de un sentido intensificado -"historia fundamental, que todo el mundo conoce" (Le vent Paraclet, Michel Tournier)- que enriquecen los contenidos del saber humano, lo que le confiere un evidente interés y una originalidad aparte. Siempre ha rechazado ser un intelectual, o escribir "novelas de tesis", pues prefiere argüir que escribe por pasión y por placer, arrastrado por lo que denomina las "celebraciones" a las que la escritura le arrastra, a sus obsesiones por los grandes mitos, los grandes temas, a los que trata de dar "la vuelta" para volverlos del revés, para "invertirlos", llevado por un extraño placer de "perversión", de evidenciar el lado "perverso" u oscuro de las grandes simbologías humanas. Así, sus obras tratan de los aspectos "negativos" de grandes mitos como los del "Ogro
" (en el mundo del "nazismo" alemán), los "Reyes Magos", "Robinson", "Juana de Arco" (quemada en la hoguera) o su mariscal "Gilles de Rais" (luego condenado por pederasta), el misterio de los hermanos "Gemelos", la "Homosexualidad", la "Pederastia", el "Incesto", el triunfo de "la basura", se centran en el "anticolonialismo" y especulan sobre la bipolaridad de culturas -la que divide al mundo en paisajes con "árboles" o "caminos", la roca y el desierto, lo animal y lo vegetal, lo natural y lo artificial-.
Así las cosas, la Biblia y sus
historias no pueden dejar de ser para él una constante fuente de inspiración. Y dentro de ella, se acerca en esta última narración a la historia de Moisés, el niño judío rescatado del Nilo y educado como egipcio, que tras padecer las plagas conducirá a los esclavos judíos en su huida del faraón para alcanzar la libertad en Palestina, una tierra que no llegará a conocer y a cuya vista perecerá. Moisés viene aquí representado en la figura de un pastor irlandés -de ovejas y de almas- cristiano, que, casado y con dos hijos, huye de las plagas en su país para embarcar hacia otra tierra más o menos prometida que resultará ser California, que podrá ver pero a la que no llegará del todo, tras testimoniar sobre su éxodo, conocer otras culturas como la de los indios americanos, encarnar su oscilación entre lo húmedo y lo seco -el manantial y la zarza-, la turba y el desierto, y hasta salvarse de la amenaza de unos delincuentes, uno de los cuales -José- se hará cargo de la familia. El libro está muy bien escrito -y traducido-, con todo cuidado, una obra hermosa y atractiva para leer, aunque no alcance los grandes misterios y las intensidades de otras de sus fábulas, más imaginativas y profundas, al que en cierto modo lastra sus excesivas dosis de didactismo.
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