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COPAS Y BASTOS
Columna
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Santo Sospir

A finales del mes de noviembre de 1956, Jean Cocteau visita Madrid. Se aloja en el Ritz, donde una tarde va a verle su amigo César González-Ruano. Al ilustre periodista, que siempre tuvo una secreta vocación de pavo real, le fascinaba su amigo Cocteau. "Tenía Jean algo de guillotinado de un Terror antiguo", escribirá luego en Pueblo González-Ruano. "Sobre sus desdeñosos labios, la nariz parecía que estaba siempre de perfil. Orejas transparentes. Orejas opacas y en todo él como un hábil desmadejamiento. Anoté entonces: 'Un Wilde a punto de ser Oscar de cine". El ilustre periodista nos cuenta que venía con él "madame", la que le tenía en la Costa Azul, la que le llevaba a todo viaje y "cuidaba de él como de un niño peligroso y en peligro, madame Welsbeller [el nombre correcto de Weisweiller], que hacía los honores con esa encantadora afición que algunos millonarios muy distinguidos sienten de ser secretarios. Con ese gran chic que puede tener el servicio". Junto a Jean, el ilustre periodista señala la presencia de "un joven demasiado espectacular y demasiado silencioso" (Édouard Dermit, el hijo adoptivo de Cocteau). "Se nos pasaba la tarde por la sangre como un whisky bueno", confiesa un González-Ruano, que al saborear el tercer dry martini empieza a ponerse estupendo, a mostrarnos su vistoso plumaje.

Han transcurrido casi 50 años de aquella tarde de noviembre en el hall del Ritz madrileño y 40 de la muerte de Cocteau. Doudou, que así es como Cocteau llamaba cariñosamente a su ahijado, también ha muerto, al igual que el ilustre periodista. Tan sólo queda con vida, aunque muy mayor y muy enferma, madame, Francine Weisweiller, según nos contaba su hija Carole el pasado miércoles en el Institut Français, donde acudió para presentarnos su libro Jean Cocteau: les années Francine Weisweiller (1950-1963).

Carole era una niña cuando su madre y Cocteau se conocieron. Fue en 1949, durante el rodaje de Les enfants terribles. Francine contaba a la sazón 33 años y era amiga de Jean-Pierre Melville, el director del filme (donde Doudou, que entonces se firmaba Dhermitte, hacía su debut cinematográfico junto a la fascinante Nicole Stéphane). Entre la joven multimillonaria (nacida Worms y casada con Alec Weisweiller, o lo que es lo mismo, con la petrolera Shell) y el mago Cocteau se produjo lo que suele denominarse un coup de foudre. Francine abrió a Cocteau y a Doudou las puertas de su mansión en la plaza de Estados Unidos, en París, y no tardó en llevárselos a su espléndida finca de Santo Sospir, en Saint-Jean-Cap-Ferrat, entre Niza y Montecarlo, donde el trío solía pasar la mitad del año (el marido de Francine era un hombre muy ocupado: entre sus múltiples ocupaciones figuraba en lugar destacado la actriz Simone Simon) y a donde acudía a pasar las vacaciones escolares la niña Carole junto a su mamá, su segundo papá y el tío Doudou.

Francine le hacía a Cocteau de madre, de esposa (un matrimonio blanco; ignoro si la relación era la misma entre la joven señora y el impresionante Doudou), de hija y de amiga. Ella era quien corría con todos los gastos, incluidas las innumerables pipas de opio que el trío se fumaba (en Madrid, Cocteau le miente a González-Ruano al decirle que lo ha dejado), un opio de excelente calidad que Fernand, el chófer, un chófer con gorra, iba a buscar a Marsella a bordo del Bentley. En Santo Sospir, el trío pintaba. Cocteau llenaba de hermosos frescos las paredes de la casa (en el Institut Français nos pasaron un interesante documental en el que Cocteau nos los muestra, realizado por él mismo); Doudou, un notable artista (Melville decía que prefería un cuadro suyo a tenerlo como actor), pintaba sus óleos, y Francine, ayudada por Doudou, se iniciaba en la acuarela.

Eran felices. Tomaban el sol, se bañaban, salían a navegar a bordo del Orphée II, el yate de la señora; se zampaban las mejores langostas y, al atardecer, Cocteau preparaba unos deliciosos combinados a base de frutas y alcohol que pillaba en las novelas policiacas, de la Série Noire, principalmente de autores norteamericanos, que a la sazón devoraba como un condenado. Les visitaban los amigos del poeta, artistas como Chaplin, Karajan o Serge Lifar, que hacían las delicias de Francine, o bien los tres se desplazaban a la finca de su vecino Pablo Picasso, amigo íntimo de Cocteau, al que éste hacía reír hasta desternillarse imitando a la perfección los lúbricos maullidos de Simone Simon en La mujer pantera, el mítico filme de Tourneur.

Pero llegó un día en que, lo que son las cosas, Francine se encaprichó de un autor de novelas policiacas y puso de patitas en la calle al mago Cocteau y al dulce y hercúleo Doudou. En su Journal inutile, Paul Morand dejó escrito: "Ce fut un coup mortel; il [Cocteau] en mourut". De hecho, tardó en morir un par de años, pero efectivamente quedó tocado.

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Lo pasé muy bien en el Institut Français escuchando a Carole Weisweiller. Parecía una niña reviviendo un paraíso perdido, viendo a su papá Cocteau haciendo brotar de su mano, de sus dedos, una flor, como un prestidigitador. ¿Quién se acuerda hoy aquí de Cocteau? ¿Quién le lee o le relee, a excepción de Pere Gimferrer? Yo solía hablar de él con mi amigo Terenci Moix, ambos lo leíamos. Pero un mal día perdí a mi amigo, de la misma manera que Gimferrer acaba de perder a su agente provocador. Todos los paraísos acaban por perderse.

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