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Tribuna
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Víctimas y razones

Una de las características más acusadas e inquietantes de la actual España bajo mayoría absoluta del Partido Popular, de esa España asediada por descuartizadores separatistas, comunistas luciferinos y socialistas sin agallas, a la que sólo la mesnada derechista protege y quiere bien, es el encogimiento, la mengua del espacio de lo políticamente posible, de lo que es lícito proponer o debatir en el ámbito de las ideas políticas y de su traducción jurídica sin ser tachado de traidor, de irresponsable o de vil. ¿El plan Ibarretxe? Una conjura criminal para despedazar la patria española. ¿La reforma del estatuto catalán? Un ejercicio de temeridad cargado de consecuencias desastrosas. ¿La eurorregión transpirenaica? Un delirio medievalizante blanco de todos los escarnios... Cuanto suponga la transgresión del dogma definido por el sumo sacerdote Aznar y predicado por sus acólitos incurre en anatema y cae en las tinieblas exteriores, allí donde todo es llanto y crujir de dientes.

Ese celo inquisitorial por descalificar o criminalizar -no por discutir y contraargumentar- los planteamientos distintos de la ortodoxia oficialista alcanza el paroxismo tan pronto como entran en escena la situación vasca y la lacra del terrorismo. El tema es un campo de minas, lo sé, pero aun así creo que discrepar de los efectos cada vez más aberrantes del pensamiento único en la materia resulta una exigencia de salubridad democrática en aras de la cual vale la pena correr algún riesgo.

El terrorismo etarra viene causando muchas víctimas directas e indirectas, materiales o morales, todas ellas merecedoras de nuestro respeto y nuestra solidaridad. Sin embargo, en los últimos tiempos -y al calor de ellos- se han configurado unas Víctimas con mayúscula y unos portavoces por antonomasia de las mismas que están en camino de erigirse -o de que les erijan- en una especie de poder fáctico moral, en los definidores de lo lícito y lo ilícito, de lo que está bien y lo que está mal no sólo en materia de antiterrorismo, sino acerca de grandes parcelas de la política y la vida social vascas y españolas en general. Sucede, empero, que ser asesinado -o agredido, o amenazado- por ETA no le da a uno automáticamente la razón, y si este argumento sirvió al inefable filósofo Fernando Savater, al día siguiente de la muerte a tiros de Ernest Lluch, para desconsiderar las tesis vascas del ex ministro socialista, digo yo que también será de aplicación posible a las notoriedades de ¡Basta Ya!, de la Asociación de Víctimas del Terrorismo, etcétera. ¿O no?

Pues parece que no, que hay víctimas erradas a pesar de serlo y Víctimas en posesión de la verdad por el mero hecho de serlo. Son estas últimas, claro, las que han acompañado a Nueva York al presidente del Gobierno para abonar allí los análisis del PP -el terrorismo no tiene causas, sólo efectos- sobre la situación en Euskadi y en el mundo; fueron también ellas las que, hace unos días, acudieron a aleccionar a los embajadores de España en el exterior acerca del mismo tema. Desde el año 2000 por lo menos, la política antiterrorista y la política vasca del Ejecutivo central -la frontera entre ambos conceptos está cada vez más difuminada- cuentan con el aval entusiasta, tal vez con la inspiración de esas Víctimas por excelencia, de modo que disentir de tales políticas comporta el antipático trance de enfrentarse a quienes sufren en propia carne el zarpazo de ETA. Desde el punto de vista del Partido Popular, la jugada es redonda.

Pero, lejos de terminar ahí, la transformación de ciertos colectivos organizados de víctimas en autoridad ética autodesignada alcanza ámbitos cada vez más diversos. Pocas semanas atrás, exigieron y lograron cancelar los conciertos de Manu Chao en distintas ciudades españolas porque éste se hacía acompañar del músico vasco Fermín Muguruza, tenido por filorradical, pero -que yo sepa- sin cuenta alguna con la justicia, y sólo la serenidad y la cordura democrática del Ayuntamiento de Rubí evitaron que, también en Cataluña, triunfase esa nueva forma de macartismo. Más recientemente, hemos vivido el caso del filme de Julio Medem La pelota vasca, la piel contra la piedra. ¿Qué más da que alguien como Mireia Lluch -una víctima de ETA, supongo- haya incluso contribuido a producir el documental, que otros hijos o viudas de asesinados arroparan su estreno en San Sebastián? Lo único que cuenta es que las Víctimas oficiales lo han denostado, que los ideólogos de esas Víctimas (los Fernando Savater, Jon Juaristi, etcétera) ni siquiera quisieron participar en él, lo mismo que el PP. ¿Porque sospechaban en Medem a un apologista del terrorismo etarra? Claro que no; simplemente porque temían -con razón- que La pelota vasca contradijese, a golpe de complejidades y matices, la caricatura maniquea que tratan de imponernos hace años a propósito de Euskadi: sólo ellos sufren, sólo ellos están en posesión de la verdad; todos los demás son nazis, pronazis o tibios. La grosera apropiación ha sido bien resumida por Iñaki Ezquerra, del Foro de Ermua: "El documental es demoledor para el PP, o sea, para las víctimas".

Sobre la base de tal sinonimia -criticar la política del PP equivale a ultrajar a las víctimas-, Medem y su filme han sido objeto de un brutal linchamiento mediático. Del cineasta se ha escrito que es un pesetero aprovechado o un paniaguado del PNV, un "merluzo" (sic) y un émulo de Leni Riefenstahl; de La pelota vasca, que resulta "repugnante y cruel", que "justifica a los asesinos", que nos introduce "en la mentira y la confusión", que es "la excusa cinematográfica del plan Ibarretxe"... Y un servidor, profundamente asqueado, no puede por menos que concluir: ETA no, nunca; pero estados de excepción morales en nombre del antiterrorismo tampoco, jamás.

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Joan B. Culla i Clarà es profesor de Historia Contemporánea de la UAB.

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