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PERSONAJES DEL SIGLO XX | PERFILES

Una fotografía de André Malraux

Hace ya 20 años, en 1984, se publicó en Francia una hermosa edición para bibliófilos de las Oraciones fúnebres de André Malraux. El grueso volumen, ilustrado por Eduardo Arroyo, soberbiamente, se adorna en su cabecera por un retrato del escritor: una litografía original, en el más fuerte y profundo sentido de la palabra.

Original porque el retrato -de un trazo sobrio, directo, casi minimalista, insolentemente seguro de sí mismo, creador de espacio en su entorno: pero ya se sabe que Arroyo es un extraordinario dibujante-, el retrato, pues, no rehúye el reto del realismo, o sea, del parecido, pero rebasa inmediatamente esa obligación o condición de semejanza.

Malraux, en este retrato litográfico, no se parece a lo que pudo ser, aparentar al menos, en tal o cual época de su vida, a tal o cual edad. Se parece a lo que siempre fue; se parece a sí mismo en la eternidad de una hombría reflexiva y determinada.

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Tal vez provenga esa sensación de una genial astucia o artificio del dibujante. Tal vez proceda de la iluminación del rostro de Malraux, de la forma en que Arroyo distribuye sobre ese rostro la luz y la sombra. Y es que, bajo el fleco típico de pelo negro, toda la parte derecha de aquel rostro está violentamente iluminada, mientras la parte izquierda, nítidamente separada por la mitad de la frente, por la arista de la nariz y del mentón, permanece en la sombra.

Habiéndole preguntado a Eduardo cómo había llegado a tan significativa solución, en qué se había inspirado para resolver tan limpia y sencillamente el problema de todo retrato -o sea, el de lograr un parecido que no fuese reductor, que no encerrara la figura en un solo parecer, sino que captara su íntimo movimiento, su irse pareciendo a través de las diferentes edades de la vida- me contestó con irónica franqueza que se había inspirado en una fotografía de Malraux que alguien le había enseñado: Francisco Calvo Serraller, si no recuerdo mal.

Es una foto impresionante, desde luego. De una belleza casi increíble, no sólo en su inmediatez estética, sino también, sobre todo, por la riqueza de su significado.

Está tomada esa foto en octubre de 1971. Está Malraux sentado en una tumbona, en la cubierta de paseo del trasatlántico Mermoz, anclado en el puerto de Cádiz. Está Malraux solo: sentado, leyendo un libro, cuyo título es visible. Está Malraux solo, porque en esa escala de Cádiz del crucero del buque Mermoz, no ha querido bajar a tierra. Mientras viva el dictador Francisco Franco, tiene decidido Malraux no pisar tierra española. Mientras la masa de turistas ha desembarcado a visitar la bellísima ciudad de Cádiz, Malraux ha quedado atrás, solo, leyendo.

El título del libro es visible, legible, ya se ha dicho: Contra toda esperanza, relato de Nadejda MandeLstam, en que se narra el periplo de la escritora disidente rusa por los campos del archipiélago del Gulag.

Malraux ha escrito L'espoir, a mi humilde parecer uno de los más grandes libros del siglo XX. No sólo por la audacia de su forma narrativa, sino por su temática. Y es que quiérase o no, guste o disguste hoy esa memoria, en estos tiempos de premura de lo inmediático -la fórmula es de Felipe González, me place recordarlo- el tema del Comunismo, de las consecuencias de su fracaso histórico, de las ilusiones que despertó, de su influencia en los intelectuales y en las masas europeas del siglo pasado, fue un tema central de dicha época.

No es posible pensar el siglo XX, ni siquiera hablar de él, sin hablar del Comunismo, sin pensarlo o volver a pensarlo. Y para esa tarea, la novela de Malraux, L'espoir, es mucho más interesante y esclarecedora que la mayor parte de los ensayos y tratados históricos y teóricos que se han escrito.

Me quedo en esta afirmación tajante, que podría argumentar y explicitar a lo largo de muchas páginas más.

Añadiré un solo recuerdo. Como ya se sabe, uno de los personajes principales de la novela de Malraux, Manuel, intelectual comunista que las circunstancias de la Guerra Civil transforman en jefe militar, está inspirado en la realidad de Gustavo Durán, musicólogo, amigo de Lorca, de Alberti y de Hemingway, que llegó a ser uno de los generales comunistas del Ejército popular. Además de ser el Manuel de Malraux, Durán ha inspirado otra novela, El soldado de porcelana, de Horacio Vázquez-Rial. Y en el trabajo -inédito en España, si no me equivoco- de Gustav Schmigalle sobre L'espoir de Malraux, hay múltiples referencias a la biografía de Durán, a los últimos años de su vida como funcionario de Naciones Unidas. Es esas páginas de Schmigalle hasta puede encontrarse el epitafio de la tumba de Gustavo Durán, en Grecia.

Pues bien, cuando realicé una encuesta cinematográfica en el pasado contrastado y contradictorio de la Guerra Civil, Las dos memorias, tuve la suerte de encontrar y de poder entrevistar a Lucy, una hija de Gustavo Durán: su rubia y juvenil belleza nostálgica iluminó aquel sumergirse en una memoria tan a menudo hosca, intolerante y mortífera.

Sea como sea, André Malraux escribió L'espoir, libro para mí de cabecera -en la mochila del maquis llevaba un ejemplar manoseado de aquella novela genial- y casi medio siglo más tarde se deja fotografiar en el puente del buque Mermoz atracado en Cádiz. Franco todavía no ha muerto y Malraux decide no desembocar en tierra española. Y está leyendo el relato de Nadejda Mandelstam, Contra toda esperanza. Y bajo el toldo del puente de paseo, una luz de otoño todavía brillante, tajante, parece cortar su rostro en dos mitades, una de sol y otra de sombra.

En 1971, cuando se hace esa foto, Malraux ya no es el mismo. O tal vez sí: eso de la mismidad es muy complejo, muy sorprendente, no sólo en los tratados de metafísica, también en la vida corriente. En todo caso, su relación con el Comunismo ha cambiado radicalmente. En agosto de 1939, en efecto, cuando Hitler y Stalin firman el pacto que abre las puertas de la guerra a los ejércitos nazis, al garantizarles la neutralidad benevolente de la URSS, Malraux rompe con el Comunismo. "A ese precio, no", dicen que dijo.

Malraux ha roto con el Comunismo y ha descubierto, en la Resistencia, a De Gaulle. O sea, a Francia. Malraux, ferviente admirador de la fraternidad, del internacionalismo proletarios, descubre en la Resistencia la profundidad y el sentido del sentimiento nacional. Tiene para explicarlo una fórmula un tanto kitsch, o cursi (lo cual es habitual: lo nacional o patriótico, y lo cursi suelen ir de la mano; el único escritor contemporáneo, a mi entender, que consigue evitar lo kitsch y lo cursi, al redescubrir el patriotismo antifascista, es George Orwell, en su espléndido ensayo de 1941, The Lion and the Unicorn), una fórmula, pues, de Malraux para sintetizar su evolución. En la Resistencia, dice, ha celebrado sus esponsales con Francia. J'ai épousé la France...

Pero en 1971 De Gaulle ha muerto, y poco antes de que muriera se produjo el único desacuerdo político entre ambos, precisamente cuando el viejo general, desahuciado del poder, le anunció a Malraux que aceptará la invitación de Franco. A España no se puede ir, murmuraba Malraux. Y De Gaulle no entendía. A pesar de su admiración respetuosa por el escritor, no podía De Gaulle, nacionalista discípulo de Bainville y de Barrès, entender lo que significaba para Malraux el recuerdo de España, el recuerdo de la guerra antifascista en España.

Esa emocionante fotografía de 1971, en el puente de paseo del Mermoz, en Cádiz; esa imagen de Malraux leyendo el libro de memorias de Nadejda Mandelstam, con el rostro partido en dos por la luz y la sombra de la vida y de la muerte, del tiempo y del universo -y se entiende que le inspirara a Eduardo Arroyo su singular retrato litográfico en el volumen de las Oraciones fúnebres- se nos dirá tal vez que no es una instantánea, que está escenificada.

Pues sí ¿y qué?

Estos últimos tiempos, y sobre todo desde la publicación de una biografía de Malraux, llena de minuciosas menudencias y mínimas maledicencias, está de moda el subrayar los aspectos fantasiosos de sus escritos memorísticos. Se nos insinúa, incluso, que Malraux es bastante mitómano.

Desde luego, si se lee la transcripción por los servicios oficiales del Ministerio de Exteriores de la conversación entre Malraux y Mao, y se compara con la versión que aquél presenta en sus Antimemorias, las diferencias son considerables. Pero, desde el punto de vista de la coherencia histórica, de la veracidad psicológica de los personajes, la versión de Malraux no sólo es más bella, sino también más convincente, por más rica en datos objetivos y verosímiles vislumbres filosóficos.

Por muy mitómano que fuera -todos los escritores lo somos algo- ¿quién estuvo en Madrid, a los pocos días del alzamiento fascista de Franco, con la decisión de crear una escuadrilla de aviación republicana?; ¿quién creó esa escuadrilla y asumió su mando? ¿No fue André Malraux?

Una vida intensa

André Malraux (1901-1976). Escritor, historiador del arte y político francés. En su juventud realizó expediciones arqueológicas en el sureste asiático, Afganistán, China y Arabia, y se implicó en actividades anticolonialistas en Indochina. Luchó en la aviación republicana durante la Guerra Civil española, experiencia relatada en La esperanza, y con las fuerzas de la resistencia tras la ocupación nazi de Francia. Durante los combates contra Alemania conoció al general Charles de Gaulle, que le incluyó en su primer Gobierno como ministro de Información. Tras volver al poder en 1958, De Gaulle le mantuvo como ministro de Cultura durante 10 años. Algunas obras destacadas de Malraux son La condición humana, Las voces del silencio o La metamorfosis de los dioses.

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