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Columna
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Raíces cristianas

Este pasado fin de semana tuvo lugar en Barcelona, con gran despliegue de jerarquías eclesiásticas y autoridades civiles, la llamada Convención de Cristianos por Europa. No alcancé el honor de figurar entre los asistentes, ni siquiera entre los invitados -tal vez se trató de un encuentro en familia- pero, puesto que los asuntos debatidos y las conclusiones aprobadas son de interés general y me conciernen en cuanto ciudadano europeo, creo estar en el derecho de expresar mi opinión al respecto. Lo haré aun a riesgo de suscitar las iras de esa diligente célula de redactores de cartas alº director que suele considerar la religión católica su terreno vedado y gusta de expulsar a los intrusos a golpe de descalificación.

Que nuestro continente posee hondas raíces cristianas y que éstas son uno de sus ingredientes constitutivos es una pura obviedad histórica. Días atrás, Rafael Argullol decía aquí mismo que "la pintura europea es el fruto del acoplamiento entre Cristo y Venus", y la preciosa metáfora es aplicable a todo el arte e incluso, por extensión, a toda la cultura europea, por lo menos hasta hace un siglo. Sin embargo, tampoco hay que caer en la exageración beatífica, acrítica, de las aportaciones que la civilización cristiana ha hecho a los modernos valores europeos de libertad, igualdad, dignidad personal y derechos humanos; los cátaros, Giordano Bruno, las guerras de religión, Miguel Servet o los conversos y heterodoxos víctimas de la Inquisición son algunos ejemplos poco discutibles de la intolerancia, el fanatismo y la persecución sangrienta ejercidos en nombre de Cristo y de la fe, fuese ésta católica o reformada. Sí, la Europa actual surgió de un molde cristiano; pero, para ser como es, tuvo que ir rompiendo ese molde, desde la Ilustración hasta hoy mismo.

En todo caso, que la futura Constitución europea haga mención explícita de las raíces cristianas de Europa resulta -así, en abstracto- una demanda plausible, digna de ser considerada. Simpatizan con ella estadistas tan respetables como Jacques Delors, Giuliano Amato y Carlo Azeglio Ciampi, aunque el Partido Popular Europeo mantiene de momento una actitud cauta; su último borrador constitucional alude sólo al "patrimonio espiritual y moral común", y reconoce "lo que Europa debe a su legado religioso", sin más concreciones.

No obstante, una cosa es el debate político e intelectual en curso a escala europea y otra mucho más estrecha y sesgada es la reciente convención barcelonesa. Estrecha y sesgada, ante todo, por lo que se refiere a su representatividad; la promovieron, a tenor de lo publicado, el ala más conservadora del episcopado catalán y dos entidades laicas: la Asociación Católica Nacional de Propagandistas -de acrisolada raigambre reaccionaria desde su fundación, allá por 1909- y la plataforma e-cristians, sobre cuyo talante integrista basta echar un vistazo a su página web para hacerse cabal idea. Cientos de colectivos de teólogos, sacerdotes y seglares que reflejan la vitalidad y la pluralidad del catolicismo catalán, español y continental han permanecido al margen de estos soi-disant Cristianos por Europa que -eso sí- contaron con la comprensible bendición del nuncio Monteiro y la menos comprensible del presidente Pujol.

Por otra parte, el Manifiesto de Barcelona conclusivo de la convención no se limita a reivindicar "la realidad cristiana raíz y base de la civilización europea", sino que reclama de la UE el reconocimiento constitucional, "desde una perspectiva cristiana", de principios tales como "los derechos fundamentales de la persona desde la concepción hasta la muerte", "el matrimonio y la familia como núcleo básico", etcétera. Los subrayados son míos y expresan la inquietud de ver esas demandas -si fuesen aceptadas- convertirse en fundamentos jurídicos para una ofensiva eclesiástica general contra las leyes vigentes en materia de contracepción, de uniones de hecho, de adopciones y otras cuestiones sobre las que la Iglesia todavía añora ser, como antaño, el brazo moral del Estado.

¿Que estoy haciendo un juicio de intenciones? Sí, pero no de intenciones ocultas o supuestas, sino públicas y notorias. Por ejemplo, las del señor Josep Miró i Ardèvol, cabeza visible de e-cristians y progenitor de la convención de marras, que no hace ningún secreto de sus ideas antiabortistas, antidivorcistas, antieutanasia, etcétera. Atención: tiene todo el derecho del mundo a defenderlas y a aplicárselas; no lo tiene a imponer su ética personal a los demás bajo la forma de leyes coercitivas, como tampoco lo tiene a establecer sobre los medios de comunicación públicos una censura pro católica.

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En cuanto a las intenciones del episcopado, éstas son aún más transparentes si cabe. Durante el mismo fin de semana de la convención, tuvo a bien recordárnoslas nada menos que el cardenal Rouco Varela -ese experto en nacionalismos y autodeterminaciones- a través de una vibrante homilía pronunciada en la catedral de Madrid: respecto al aborto, ataque frontal contra las "permisivas e inaceptables normativas vigentes" y denuncia apocalíptica de la "píldora del día siguiente"; en lo que se refiere a la familia, defensa acérrima del "matrimonio uno e indisoluble" y descalificación explícita de la ley de parejas de hecho, "lamentable y tristemente" promovida por el pío Ruiz-Gallardón.

Decididamente, la jerarquía eclesiástica española sigue anclada en los esquemas recristianizadores del nacional-catolicismo, en la nostalgia de la alianza entre el hisopo y el BOE. Y aquí, algunos parecen acariciar una grotesca versión catalana de aquel periclitado fenómeno.

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