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Necrológica:
Perfil
Texto con interpretación sobre una persona, que incluye declaraciones

James Coburn, un grande del 'western'

Murió James Coburn, a causa de una crisis cardiaca, ayer a las cinco de la tarde, en su casa de Los Ángeles. Tenía 74 años y, en la plenitud de su talento, una artrosis le mantenía apartado del cine, cuando hace tan sólo cinco años, en 1998, alcanzó la cumbre de su carrera con su poderosa y, como todas las grandes suyas, insólita, incatalogable e irrepetible creación en el filme de Paul Schrader Aflicción, que le valió el Oscar al la mejor interpretación secundaria de ese año.

La vasta obra -llena de vaivenes y de altibajos, de muchos trabajos de relleno y de un puñado de creaciones de cumbre- de James Coburn alcanzó en ese año y en esa película una tan nítida evidencia de plenitud, que todo parecía, abierto, tras aquella genial explosión de vigor, para dar paso a lo mejor de sí mismo en la etapa final de la carrera de este singular actor isla, cuyo talento carece de antecedentes y de consecuentes en el cine estadounidense.

Procedía James Coburn -que nació en Laurel, un pueblo de Nebraska, en 1928 y se fugó muy joven a los teatros de California- de la rica zona crepuscular, que algunos llamaron el western sucio, del género del Oeste. Se le recuerda, con sorprendente intensidad para la levedad de su trabajo, en algunos pequeños papeles de figurante. Era un tipo muy flaco, desgarbado y con gesto duro, cínico, burlón, irónico y algo avinagrado, que, de pronto, casi sin previo aviso, saltó, entre 1959 y 1960, de la nada a un súbito primer plano en un mínimo personaje de Ride Lonesome, el formidable western de Budd Boetticher, y en otro tambien de gran calado, Los siete magníficos, dirigido por otro maestro del género, John Sturgess.

Después de 1960, James Coburn, aunque sería parte, después de intervenir en aquellas dos relavantes obras, de algunas buenas películas -como Charada, La gran fuga y Mayor Dundee- y de muchas malas, ya no volvería a los bajos fondos de los repartos. Con la carga de su desgarbo -que hacía de él casi un garabato de caricatura de la estrella que llegó a ser- a la espalda, sin jugar a poner en la pantalla ni una gota de glamour, pero con un refinado y poderoso sentido del humor y de la burla de sí mismo, escaló paso a paso, con la firmeza que da un severo proceso de autodominio, los accesos a algunas actuaciones mayores.

Y ahí quedan, intactas, sus parodias del seudogénero 007 en las inefables farsas de Flint, agente secreto, en los últimos años sesenta. Y, sobre todo, ya adentrado en los setenta, sus asombrosas aportaciones a filmes de la envergadura de Pat Garrett y Billy the Kid, una obra ilimitada de Sam Peckinpah, en la que James Coburn pone sobrios rizos de dolor y de alma; y la inmensa jugada fraternal de Muerde la bala, de Richard Brooks, en la que Coburn, mano a mano con Gene Hackman, escala una cima de la aventura de la destreza, del tesón y del orgullo humano.

James Coburn.
James Coburn.REUTERS

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