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LA MUERTE DE UN CINEASTA
Columna
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Bardem, o una rara honestidad

El articulista -amigo, biógrafo, ayudante de dirección y 'confidente a veces' de Juan Antonio Bardem- repasa algunos recuerdos y anécdotas del director de 'Muerte de un ciclista'

Fui su amigo, su primer biógrafo, su confidente a veces, su ayudante de dirección en varias ocasiones y su exegeta, como a él le gustaba bromear, incluso en sus Memorias tan imprudentes y tan políticamente incorrectas. Lo conocí en los claustros bajos de la Universidad de Salamanca, donde yo estaba de profesor y él venía de Venecia, donde había obtenido el reconocimiento general con Calle Mayor, que junto a Cómicos y Muerte de un ciclista forman la trilogía de sus aportaciones a la historia del cine. Me sorprendió su maciza solidez física e intelectual, su contundencia dialéctica, su perfil de fajador nato y su jovial optimismo a prueba de decepciones y reveses históricos. Había venido a mi ciudad a participar en las Conversaciones de Cine, de las que fue alma, vida, ideólogo y portavoz internacional. A él se debió la presencia de Guido Aristarco, Manoel de Oliveira, Alves Costa, etcétera, y estuvo a punto de conseguir que viniera Georges Sadoul, y él puso una caja de resonancia a sus conclusiones.

Carmen Polo no recordaba ninguna de sus películas, salvo 'Murió hace quince años' (de Rafael Gil)

Nada más llegar del cansado viaje se encerró en una habitación del hotel Monterrey y redactó el célebre manifiesto sobre el cine español de aquel entonces, que tantas veces se ha citado, de industrialmente raquítico, intelectualmente nulo, etcétera, que leería después en el paraninfo de la Universidad salmantina. Era el año 1955 y había desviado el inicial proyecto de una semana de cine español hacia un encuentro nacional de sesgo crítico y de protesta política, en paralelo con el Congreso de Escritores Jóvenes de Madrid, montado también por la oposición para levantar un concierto de disidencias antifranquistas, protagonizadas por las nuevas generaciones, que no habían hecho la guerra y se despegaban de las consignas oficiales y del ambiente asfixiante de aquellos años oscuros.

Nuestra común lucha contra el Régimen, desde posiciones distintas, derivó hacia una amistad, que aguantó el paso del tiempo y los imponderables de la vida. Sus enfrentamientos con la censura fueron una fuente perpetua de tensiones y de disgustos. La escena de amor de Muerte de un ciclista, entre Lucía Bosé y Alberto Closas, sufrió las exigencias censorias hasta el ridículo, pidiendo primero que no ocurriera en el dormitorio, a lo que Bardem retrucó que hay cosas que no se hacen en el comedor; después, que los adúlteros estuvieran completamente vestidos, a lo que Bardem replicó que evidentemente hay situaciones que no se viven con los pantalones puestos, corbata, etcétera; más tarde, los censores transigieron que Lucía Bosé estuviera con una blusa impecable, sin chaqueta, y ésta fue la última resistencia, perdida de antemano, pues Bardem quería que la blusa estuviera desabrochada, a lo que la censura se opuso, y empezó la estúpida discusión por el número de botones que tendría desabrochados, ¿cuatro?, ¿tres?, ¿dos?, ¿uno?

Pero a Bardem, incansable e invencible, le quedaron ganas para seguir haciendo cine en España. Durante el rodaje de Calle Mayor, en Palencia, fue detenido a altas horas de la noche y trasladado a Madrid, donde ingresó en un calabozo de la Dirección General de Seguridad, de la Puerta del Sol. El escándalo internacional que organizó el Partido Comunista, al que pertenecía desde hacía muchos años, logró su excarcelación más o menos rápida. Después, todavía pudo venderle a su productor, Goyanes, del grupo de Cesáreo González, la idea de Los segadores, por mal título obligado de La venganza, sobre la exaltación épica de los trabajadores del campo y una lucha de rivalidades campesinas, que no podía traducir sus verdaderas intenciones políticas, con sus héroes positivos, su mensaje didáctico y su final apoteósico con la reconciliación nacional, que era por entonces la estrategia democrática española, para superar los traumas de la guerra civil. Fue su última superproducción, víctima de la estética del realismo socialista, a la que fue fiel siempre.

Ésta fue su gloria y su tragedia. Su primer gran cine, prodigio de equilibrio entre sensibilidad e inteligencia, no se volvió a repetir, a pesar de la tímida resurrección de su talento en Nunca pasa nada (1963), deslizándose por la pendiente del cine comercial y alimentario, en el que no creía y en el que utilizaba sus conocimientos técnicos para sobrevivir, en una industria en permanente crisis y que le daba la espalda. Cuando se me quejaba que no podía sacar adelante sus múltiples proyectos, yo siempre le argüía que era impensable que le dieran dinero sus enemigos ideológicos, que presumiblemente serían lapidados en sus películas, de un modo o de otro. Porque, con la habitual dicotomía de la cultura española con sus constantes banderías de blancos y negros, de buenos y malos, encarnadas en parejas representativas, él era siempre el malo. Durante el rodaje de La venganza, cayó por Albacete, donde teníamos el cuartel general por aquellos días, Carmen Polo, la mujer del dictador, y se la presentaron a Bardem, haciéndole los correspondientes elogios a su cine. La primera dama no recordaba ninguna de sus películas, salvo Murió hace quince años (de Rafael Gil), que 'ésa sí que era buena'.

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