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Tribuna
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La universidad y el progreso social

El autor apuesta por una revisión de los contenidos formativos que favorezca la educación en los principios de ciudadanía

Muchos denominan nueva sociedad al estado actual de las cosas en el mundo, al momento presente de la civilización y a la tendencia de su evolución futura. Una sociedad a la que el mercado global dicta sus normas, donde sólo parece haber una forma de entender la vida: la impuesta por el pensamiento económico dominante cuyas reglas establece el mercado. Avance tecnológico acelerado e injusticia social cada vez mayor. A esta visión desagradable se suman las ansias guerreras que desde el centro del imperio se transmiten a diversos rincones del planeta. Así entendida, es lógico que no guste a bastantes ciudadanos honrados la forma en que conviven hombres y pueblos; oí hace pocos días a Antonio Banderas, cuyas manifestaciones solidarias son conocidas, que 'el mundo no puede seguir como está, es demasiado feo'. Todo anima a que cada uno se ocupe de lo que le afecte personalmente en exclusiva, con la que está cayendo nada incita a oponerse al pensamiento único. Parece que acarrea peligros asomarse a la disidencia, es como si hubiese la obligación de seguir los consejos de una cierta casta de tecnócratas y economistas para aspirar a una vida mejor; si así se entiende el aumento de la capacidad de consumo, insensible a cualquier inquietud o gesto humanitario.

¿Qué puede hacer la Universidad para mejorar el mundo que la rodea?

Pero ni todo es economía ni sólo existe el mercado que, sin políticas correctoras, genera también intolerancia, insolidaridad y pobreza. La página actual de la historia no puede resumirse con la palabra resignación; es más, a contracorriente es como han nacido los mejores impulsos políticos de la humanidad. La no resignación ante la evolución a peor, la intransigencia ante el egoísmo o la injusticia son valores individuales y colectivos. Decía John F. Kennedy con una clara inspiración rooseveltiana que 'los ciudadanos no debían preguntarse qué podía hacer su país por ellos, sino, al contrario, qué podían hacer ellos por su país'. La no resignación ante aquello que desagrada también estaba presente en el pensamiento de Manuel Azaña: en su artículo ¡Libertad, oh libertad!, de diciembre de 1923, aconsejaba 'acorazarse contra la transigencia', o sea no cerrar los ojos, y creía que la intransigencia era síntoma de honradez. ¿Qué puede hacer la Universidad para mejorar el mundo que la rodea, para contribuir al progreso social? Mucho, se abre una época nueva para las instituciones de educación superior, para que apliquen la vieja receta de Giner y sus seguidores institucionistas de transformar la sociedad por medio de la educación.

La primera corrección de nuestro sistema de convivencia se refiere al acceso, en igualdad de condiciones, de todos los ciudadanos a la educación superior. Habrá quien piense que esta aspiración está cumplida, que con una tasa de escolarización universitaria en torno al 40% no tiene sentido dicho planteamiento. Sin embargo, tal deseo no puede aún sustraerse del combate progresista, pues no se dan condiciones reales de igualdad de oportunidades formativas, con independencia del origen social o los recursos económicos familiares. El objetivo está cumplido en apariencia, pero si se escarba un poco las desigualdades educativas persisten. Mientras que en la Unión Europea un 40%, como valor medio, de los estudiantes gozan de una beca, en España esa cifra se reduce al 15%; o, dicho de otra forma, el Gobierno español destina un miserable 0,1% del PIB a ayudas para los estudios universitarios, en tanto que en la Unión Europea la cifra sube hasta el 0,25% del PIB. Se agrava la diferencia si se tiene en cuenta que en la sociedad española hay un déficit acumulado de formación pues, en la actualidad, sólo el 37% de sus ciudadanos han cursado estudios medios o superiores, un poco más de la mitad de los franceses o dos veces y media menos que los británicos.

Ante este panorama, el actual Gobierno de derechas aumenta las exigencias para obtener algún tipo de ayudas, recorta las becas de movilidad y desde que se instaló en el poder en 1996 no ha hecho nada para corregir la tendencia a la baja de la financiación de cualquier tipo de enseñanza: es grave el caso de los estudios secundarios cuya financiación se aleja en un 25% del valor proclamado de convergencia en la Unión Europea. Habría que recordar a los dirigentes gubernamentales que entre las prioridades políticas para alcanzar cifras satisfactorias de integración, plena y real, no sólo formal, en la Unión no todo es economía ni sólo existe el mercado, y que en cuanto a políticas sociales cada día vamos a peor. Jacques Levy, hasta el año pasado y durante casi dos decenios director de la prestigiosa École des Mines de París, decía que el mundo liberal no puede ser aceptado políticamente sin enmienda y que la tradición en Europa es atemperar el liberalismo con la solidaridad.

En el desarrollo de los procesos de globalización, que se ponen de manifiesto en todos los ámbitos de la sociedad europea (no se limitan a ella, tienen alcance mundial), el protagonismo de las universidades puede ser activo y benéfico. Pocos hechos son más universales, y en consecuencia globalizadores, que los trabajos de investigación, de creación de nuevos conocimientos y de su transmisión. A la vez, las instituciones de educación superior han de comprometerse con su entorno armonizando el crecimiento de la riqueza con el desarrollo sostenible y siendo la voz crítica ante la marginación de los más débiles, la degradación del medioambiente o la defensa de las libertades ciudadanas.

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La Universidad ha de ser la casa común de todos los ciudadanos -alejada de elitismos pasados, aunque fiel a la excelencia científica y académica- atendiendo las aspiraciones de conocimiento de los mayores. También ha de tener un protagonismo activo en la preservación de la propia personalidad diferenciada de los pueblos (cultural, lingüística, histórica...). La Universidad podrá contribuir decisivamente -si toma conciencia pronto y se pone con celeridad manos a la obra- a que los procesos globalizadores en marcha respeten los valores que dan identidad a su entorno: la educación superior tiene también un papel vertebrador del territorio, en cuanto a que los ciudadanos tomen conciencia de su pertenencia a una colectividad y un país, y se interesen por hacerlo próspero y habitable. Conviene no olvidar que la globalización -en cuanto a la libre circulación de personas y mercancías, el establecimiento de políticas comunes de producción o de mercado y la información- si no se equilibra con políticas de cohesión social es un camino errado, una forma refinada de poner otro nombre a la explotación de siempre de unos seres humanos por otros (emigrantes, trabajadores precarios, colectivos sociales con minusvalías, ...).

El progreso social dependerá en gran medida de la orientación que se dé a los estudios universitarios. La educación superior ha de orientarse, no cabe duda, a la formación de buenos profesionales -dotados de capacidad de innovación tecnológica o social- pero también a la educación de ciudadanos, cuyos valores cívicos y espíritu crítico permitirán que arraiguen los hábitos democráticos de convivencia. La Universidad y el progreso social irán de la mano si la primera revisa sus contenidos formativos, los aleja de la miopía utilitarista, favorece la educación en los principios de la ciudadanía -¡cuántos de los derechos proclamados por los revolucionarios franceses a finales del siglo XVIII están aún por cumplir!-, e interpreta un papel más dinámico en la extensión de la cultura.

La Universidad y el progreso social alcanzarán una simbiosis oportuna si los agentes económicos y sociales perciben con nitidez los beneficios que les reportará una estrecha cooperación con los centros y departamentos universitarios. La formación a lo largo de la vida, la segunda oportunidad para quienes vean amenazado su empleo por la obsolescencia de los conocimientos adquiridos en sus años de estudiantes, la creación compartida de riqueza y el desarrollo de centros conjuntos para atender intereses económicos y sociales... son algunos de los capítulos de un manual sobre fines académicos y sociales en común. Hace un tiempo escuché de boca de un destacado empresario, de tierras colindantes con las valencianas, que la universidad no era imprescindible en aquel territorio y que llegada la ocasión ya contratarían titulados de otros lares. Hoy esta ridícula opinión estoy seguro que sólo serviría para la mofa o el esperpento.

Como ocurre con los valores que no se tienen simplemente por proclamarlos, la vinculación de la Universidad con el progreso social requiere perseverancia y prudencia. Tenacidad durante años, que aleje de unos y otros la desesperación que la mitología griega atribuía a Tántalo que, castigado por divulgar entre los mortales los misterios de los cultos a los dioses, sufría el peor de los suplicios: no poder coger aquello que deseaba.

Francesc Michavila es catedrático y director de la Cátedra Unesco de Gestión y Política Universitaria de la Universidad Politécnica de Madrid.

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