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Columna
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Víznar

En las memorias de Isabel García Lorca, Recuerdos míos (Tusquets, 2002), hay una extensa galería de retratos que nos devuelven a la Granada de los años 20 y a la vida campesina de Valderrubio. Son páginas que recrean con intensidad un reino perdido, una época que se fue diluyendo en sus paisajes, sus costumbres y su vocabulario. Por muy sórdido que sea el pasado, los seres humanos somos tiempo, estamos hechos de memoria y de sombras, y a veces resulta difícil vivir el presente sin el peso melancólico de lo que ya ha desaparecido. Los recuerdos de Isabel García Lorca establecieron una distancia inevitable con la ciudad de Granada desde que la guerra civil acabó con la vida de su hermano Federico y condenó a la familia a una larga experiencia de exilios, rencores justos y regresos imposibles. Después de las últimas novelas necias que han querido narrar la tragedia del poeta, es conmovedor leer el testimonio descarnado, íntimamente herido, seco, de su hermana. Son muchos los episodios que dejan un rastro de emoción al cruzar por la República, la guerra, el exilio y la dictadura. Pero el que más me ha impresionado es el que cuenta la visita de Marguerite Yourcenar al barranco de Víznar. Isabel coincidió con la novelista en Sarah Lawrence College, en el estado de Nueva York, donde las dos dieron clases de literatura durante unos años. En mayo de 1960, cuando la familia García Lorca había regresado a Madrid, Marguerite Yourcenar visitó Granada, y con la ayuda de una agencia de viajes y de un taxista buscó la tumba del poeta. Isabel reproduce en sus memorias la carta en la que la escritora francesa le resume su aventura de preguntas incómodas, silencios y complicidades. Aunque yo la había leído ya en el volumen de Cartas a sus amigos (Alfaguara, 2000), ahora me ha impresionado la descripción de un paisaje solitario, marcado por la historia: 'yo me volví para contemplar aquella montaña desnuda, aquel suelo árido, aquellos pinos jóvenes creciendo vigorosos en la soledad, aquellos grandes plegamientos perpendiculares del barranco por donde debieron discurrir antaño los torrentes de la prehistoria, Sierra Nevada perfilándose majestuosamente en el horizonte, y me dije a mí misma que un lugar como aquel hace vergonzante toda la pacotilla de mármoles y de granitos que puebla nuestros cementerios'.

Aunque el poeta no estuviera enterrado exactamente allí, la fosa común que hay cerca de Víznar era uno de los lugares más lorquianos y verdaderos que yo conocía. Allí descansan muchas víctimas anónimas de la guerra, y allí he acudido muchas veces, solo o acompañando a algún amigo, para sentir la emoción desnuda del pasado, la verdad limpia de una memoria que estaba viva en la palpitación silenciosa de la naturaleza. Hace unos meses, al visitar una vez más la fosa, me llevé la desagradable sorpresa de que alguien, supongo que con buena intención, había decidido convertir en monumento, o más bien en un anfiteatro, la soledad de aquel paisaje. Y sentí una punzada de indignación, de desconcierto, como si hubieran borrado algo muy mío. Tenía razón Marguerite Yourcenar, ningún mármol podrá igualar nunca la vigorosa realidad de aquellas soledades. ¡Qué ruidosa metedura de pata!

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