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Columna
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La verdad sesgada

Andrés Trapiello

La vida de Ramón Gaya debería haber sido, quizá, como corresponde a quien ha coronado la privilegiada cumbre de los 91 años, rica en acontecimientos, sobrada de historias, abundante y memoriosa. Sin embargo, y a pesar de haber sufrido en carne propia hechos a menudo dolorosísimos, como la guerra y un largo exilio, no es sino una vida celada por el silencio, por el pudor y la sombra. Donde otros acaso agitaron biografías como la suya, o más pobres, con fines espurios, él eligió la obra, que es, para un creador de su naturaleza, el centro del mundo y la misma decencia, en lo más alto y en lo más oculto, como esa criatura de la que nos habló a propósito de su Velázquez pájaro solitario.

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En ese viaje hacia sí mismo y hacia su propia pintura no le ha acompañado nadie más que sus maestros, y estaban todos muertos: Velázquez, Tiziano, los pintores chinos, Miguel Ángel, Rosales, Rembrandt, Van Gogh, y sus amigos, que estaban, como él, dispersos en sus viejos y nuevos mundos, como él solitarios en su propio centro, Cernuda, María Zambrano o Pepe Bergamín. En arte, como los más grandes, no ha tenido contemporáneos.

Tampoco ha necesitado apenas nada para llevar a cabo una de las más originales y personales obras, como pintor y como escritor. Ha sacrificado su biografía por su obra, hecha de realidad y de vida, de vida real y de realidad vivida. Y como todo artista superior, nos la ha dado limpia de polvo y paja, pura, transparente y sabrosa como el agua de una de esas copas suyas tan velazqueñas, tan gayescas. Si tuviéramos que buscar unas correspondencias, habría que recurrir a cierto Mozart de Victoria de los Ángeles o a algunos pasajes de ese Galdós inesperado, carnal y vigoroso. Así que sus pinturas las encontramos siempre un paso por delante de su tiempo, que ha tardado 91 años en encontrarle. Y le ha encontrado como le hubiese encontrado dentro de otros noventa, si ello fuese posible: junto a sus maestros, a sus bodegones, sus copas de aguador, sus homenajes, con la luz sesgada, esa luz de la que también habló Emily Dickinson: 'Di toda la verdad pero sesgada'.

He aquí un creador único, rico de obra porque ha sabido ser pobre de vida; elocuente de matices, porque ha estado 91 años en silencio, y tan bien acompañado de maestros, porque fue a elegirlos donde otros, en un siglo que alardeó de detestarlos, sólo fueron de paso y a la carrera, en los museos. Su centro estaba donde él ha estado y nada, incluido este premio magnífico, y menos a estas alturas, vendrá a sacarle de una obra como la suya, todavía en marcha.

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