¿Para qué sirve una biblioteca provincial?
Al fructífero e interesantísimo debate sobre qué hacer con las ruinas aparecidas bajo el Born y, de resultas de ello, sobre el futuro emplazamiento de la biblioteca provincial, quisiera añadir un comentario a los muchos que hasta ahora se llevan hechos, a saber, que una vez más, la suerte, buena o mala, eso es lo de menos, nos permite reconsiderar in extremis algunas decisiones que parecían no tener vuelta de hoja.
Con esto quiero decir que aprovechando la aparición de un trozo de ciudad bombardeada por Felipe V hace casi tres siglos podríamos replantearnos la necesidad de una biblioteca provincial cuya utilidad, hoy por hoy, a mi modo de ver, no es evidente.
¿Necesita Barcelona verdaderamente una biblioteca colosal y, por ahora, sin libros? Hace unos días, en este mismo diario, Antoni Puigverd planteaba de un modo tangencial pero sumamente pertinente la funcionalidad de una biblioteca en los tiempos que corren. A esto me gustaría añadir ahora algunas consideraciones, convencido de que mi desconocimiento de la cuestión es grande y con la finalidad de que alguna voz autorizada me haga ver mi error y, en consecuencia, me convenza de lo contrario.
En primer lugar, y teniendo en cuenta el número de libros que se publican anualmente en este país y en el resto de los países, ni Borges habría podido imaginar una biblioteca capaz de albergar un porcentaje mínimamente aceptable de estos libros, y mucho menos de ir incrementando sus fondos de año en año. En la actualidad, sólo cabe pensar en una biblioteca especializada, como las que ya existen en las universidades, museos, centros culturales, conventos, colegios o asociaciones profesionales, y en algunas bibliotecas temáticas, procedentes de colecciones privadas. Bien es verdad que casi todas estas bibliotecas son de acceso restringido, pero quien puede acreditar un interés legítimo, se comporta de un modo civilizado y cuida un poco su aspecto exterior suele ser admitido en ellas sin muchos obstáculos.
Las bibliotecas centrales o nacionales cumplen otra función muy distinta e imprescindible, la de preservar el patrimonio bibliográfico: por lo general, libros antiguos y raros. En Cataluña esta función está ya cubierta en primer término por la Biblioteca de Cataluña, pero también por el Archivo de la Corona de Aragón y por otros depósitos similares.
Cosa distinta, y aquí entramos en el meollo de la cuestión, son las bibliotecas de uso cotidiano, las bibliotecas de barrio o de distrito, y las bibliotecas de los centros de enseñanza, institutos, colegios, etcétera. Estas bibliotecas prestan libros de lectura a quienes no pueden o no quieren comprarlos en las librerías y disponen de libros de consulta, puntos de Internet y un personal que puede orientar y ayudar al usuario.
Además, las bibliotecas públicas de barrio actúan cada vez más como centros cívicos: organizan conferencias, coloquios, presentaciones de libros y actos diversos de fomento y extensión de la lectura y, de algún modo, articulan la vida cultural del barrio. Por si esto fuera poco, como señalaba Antoni Puigverd en su artículo, las bibliotecas cumplen una función importante y nueva: la de ofrecer un lugar propicio a la lectura y el estudio, que por lo común no existe en muchas casas. Esta función ciertamente es nueva, porque hasta hace unas décadas las personas que leían gozaban de un nivel social que llevaba aparejado cierto confort, y los que carecían de este confort, o no leían o lo hacían en condiciones heroicas. Por fortuna, éste no es hoy el caso. Las bibliotecas públicas están llenas de gente que no acude tanto en busca de libros como de sosiego.
En este terreno queda mucho por hacer, tanto en lo que se refiere a la construcción de nuevas instalaciones como a la ampliación y dotación de las que ya existen. Y no sólo queda mucho por hacer, sino que es ahí donde deberíamos replantearnos el modelo de biblioteca que más se ajusta a las condiciones reales de nuestra ciudad o de otros centros urbanos. A este propósito se suele citar como ejemplo el sistema de bibliotecas que existe desde hace mucho en algunos países occidentales: Inglaterra, Alemania, Dinamarca. Sin duda son un ejemplo que seguir, pero no a ciegas. Una de las ventajas del atraso es que permite ponerse al día sin necesidad de recorrer las etapas intermedias. El sistema de bibliotecas de estos países fue establecido en otros tiempos y desde entonces muchas cosas han cambiado en el mundo del libro, desde la tecnología hasta la composición y las características del público lector. Por otra parte, entre los países citados y nuestro entorno existen diferencias importantes, no sólo culturales, sino de estructura urbana e incluso de clima. Éste sería un debate interesante, que sin duda ya se está haciendo entre el personal especializado, pero que bien podría abrirse a un sector más amplio. Dejémoslo para otro día.
Ahora la cuestión es ésta: ¿qué papel desempeña la biblioteca provincial en proyecto? ¿No sería más lógico construir grandes almacenes de libros de nueva planta, bien acondicionados, en un lugar donde el costo no fuera tan elevado como en pleno centro de la ciudad, crear un sistema de control, coordinación y distribución del material de lectura entre las bibliotecas locales y destinar el dinero sobrante a estas bibliotecas y a los centros de enseñanza primaria y secundaria, que tienen unas bibliotecas paupérrimas cuando las tienen?
Ya he dicho antes que estas reflexiones probablemente vienen dictadas tanto por la buena fe como por la ignorancia, pero no quiero pecar de falsa modestia. Si me atrevo a pedir aclaraciones es porque desde hace mucho todos hemos sido testigos de bastantes proyectos grandiosos que luego se quedan a mitad de camino o, peor aún, se ven obligados a llevar una vida renqueante porque fueron hechos con la mezcla de altitud de miras y atolondramiento que nos caracteriza. Y también hemos visto cómo los problemas suscitados por esta forma de actuar se solucionaban mediante el curioso expediente de abandonar a su suerte lo ya hecho y volver a empezar un proyecto idéntico en otro lugar, con un presupuesto mucho mayor y con la misma metodología. De este modo, tenemos museos sin fondos, fondos sin museo, estaciones sin trenes y trenes sin estación.
Si esa biblioteca acabara construyéndose, en el Born o en otra parte, una vez más habríamos perdido la oportunidad de abordar nuestras necesidades de un modo cabal. Perdimos la misma oportunidad cuando el incendio del Liceo nos habría permitido determinar qué papel cultural y social desempeñaba la ópera a finales del siglo XX y principios del XXI, y nos precipitamos a reconstruir un teatro dotado de infraestructura moderna, pero aquejado de unos achaques decimonónicos innecesarios. Del mismo modo, hemos construido varios teatros que no parecen ajustarse a la demanda ni están dotados del potencial necesario para crearla allí donde no hay.
Y ahora, ¿es realmente una biblioteca como la prevista lo que necesitamos? Si alguien me lo demuestra, estaré encantado de rectificar. Y en penitencia por mi mala cabeza, me pronunciaré sobre las ruinas aparecidas en el subsuelo del Born y sobre el uso que yo les daría.
Eduardo Mendoza es escritor.
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