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Tribuna:VIAJE A PALESTINA DEL PARLAMENTO DE ESCRITORES
Tribuna
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Las palabras y la tragedia

Está agachada en la acera deshecha, las piernas cruzadas bajo la amplia falda colorada, un pañuelo blanco en la cabeza. Delante tiene una cesta llena de ramilletes de nébeda, esa especie de menta que crece espontáneamente en los lugares selváticos. Con un rápido gesto de su mano áspera, esconde la hoz bajo la falda. Con ella ha salido a las colinas rocosas y desérticas que rodean Ramala, a no se sabe qué hora de la madrugada, para recoger la hierba aromática, que en infusión refresca las entrañas, aleja varias dolencias, tranquiliza los nervios y calma angustias y temores. Esta campesina imponente, de rostro endurecido por los bochornos y las heladas, debe de ser una madre que mantiene a sus hijos vendiendo nébeda, achicoria, cardo, alcachofas silvestres. Me recuerda a la Umm Sa'd, la madre de Saad, del cuento homónimo de Ghassan Kanafani. Y a las madres heroicas creadas por otros escritores, La madre, de Gorki; Madre Coraje, de Brecht; la madre de Conversación en Sicilia, de Vittorini. ¿Tiene un hijo llamado Saad que está combatiendo? ¿Y otro más pequeño, Said, que ya se entrena con el fusil? Seguro que vive en el fango de un campo de refugiados, en una estrecha habitación con paredes de hojalata.

Estoy en el centro de Ramala, con el escritor español Juan Goytisolo, el poeta chino Bei Dao y el palestino Elias Sanbar, traductor en Francia de La terre nous est étroite, de Mahmud Darwich. Merodeamos por la plaza principal de esta ciudad humillada y herida, el lugar en el que está la fuente seca con sus cuatro leones de mármol. Sanbar nos hace notar una cosa curiosa: en la zarpa de uno de los leones, el artista ha esculpido un reloj absurdo y surrealista. ¿Qué hora indica? ¿La de la guerra, la de la paz, la del fin del suplicio interminable de esta tierra martirizada? Los tres formamos parte de la delegación del Parlamento Internacional de Escritores que llegó la víspera a Tel Aviv. Salimos la mañana del 24 de marzo de París (escritores, directores, periodistas) y llegamos a Tel Aviv por la tarde. Nos dirigimos a Ramala en autocar. Atravesamos un paisaje de colinas rocosas y desérticas, parecido al altiplano de los Iblei, en Sicilia. Tuvimos que detenernos en los controles israelíes, unos puestos de cemento armado cubiertos de telas de camuflaje, por cuyas troneras asoman cañones de ametralladoras. Bajo la custodia de los palestinos, seguimos adelante en un vehículo de la policía, con señales luminosas y una lúgubre sirena. En el hotel nos reunimos con Darwich y otros palestinos, entre ellos Laila, portavoz de la OLP, que será nuestra guía durante todo el viaje. A propósito de Darwich -obligado por los israelíes, como Arafat, a permanecer prisionero en Ramala-, Goytisolo había escrito unos días antes, en Le Monde, que el poeta es la metonimia del pueblo palestino. Un pueblo arrojado de esta 'estrecha tierra', encerrado en los campos de refugiados, prisionero en esta Palestina torturada por conflictos sin fin. 'Mi dirección ha cambiado. / La hora de las comidas, / mi ración de tabaco, han cambiado, / y el color de mis ropas, mi cara y mi silueta. La luna, / tan querida para mi corazón, aquí / es más bella y todavía más grande', escribe Darwich en La prisión.

Una luna llena y muy luminosa destaca en el cielo cuando salimos por la noche. Alguien nos señala, en lo alto de una colina, las luces de un asentamiento de colonos desde el que han disparado muchas veces sobre Ramala. Al día siguiente partimos para Birzeit. Paramos en el campo de refugiados de Al Amari, que lleva el mismo nombre de Michele Amari, el historiador del siglo XIX, autor de La storia dei musulmani di Sicilia. El campamento es mísero y desolador. Sus calles están llenas de niños, nubes y nubes de niños de ojos negros y vivaces. Dice irónicamente un palestino: 'Los israelíes controlan toda nuestra vida, pero no consiguen controlar nuestra sexualidad'. La demografía también es una forma de lucha contra la ocupación, una ocupación territorial, urbanística, arquitectónica, agraria, lingüística...

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Nos muestran la sede de una asociación deportiva demolida en su interior por los isralíes, habitación tras habitación, destruida, el mobiliario reducido a restos sin forma. Recojo del suelo un cartel en el que figura un equipo de fútbol, los jugadores con camiseta roja y pantalón negro. Quién sabe cuál de esos jóvenes está vivo o muerto, quién está libre y quién en prisión. Este mismo gesto de recoger una hoja entre los escombros lo hice ya en Sarajevo, en la redacción -destruida por los cañones- del periódico Oslobodjenje (Liberación).

En un callejón estrecho entre dos barracones están sentadas juntas cuatro ancianas. A nuestro paso, hablan todas al tiempo, en voz alta, acompasando el ritmo de sus palabras con gestos de las manos: un flujo entre el lamento y la invectiva en el que sólo se distingue con claridad el nombre de Sharon. Las ancianas parecen el coro de un tragedia griega.

Después de una larga espera en el puesto de control, donde está detenida una columna interminable de coches y autocares, con una enorme fila de gente a pie, llegamos a la universidad de Birzeit. Los estudiantes nos reciben con alegría, contentos especialmente de acoger a su poeta, Darwich. Son 1.500 alumnos, nos dicen los profesores, y los controles de carretera les obligan a hacer cada día un gran esfuerzo para llegar a la universidad. Nos reunimos con escritores e intelectuales palestinos y celebramos una conferencia de prensa en el Palestina Media Center.

De regreso a Ramala, nos conducen al cuartel general de la Autoridad Palestina para entrevistarnos con Arafat. Le vemos un poco después, en su despacho. Reconoce a Soyinka y a Saramago. El presidente del PIE, el norteamericano Russell Banks, le habla de nuestro llamamiento a la paz difundida el pasado 6 de marzo y le pregunta qué mensaje nos quiere transmitir. Arafat responde: 'Dentro de unos días es la pascua judía, cuando se conmemora la liberación del pueblo hebreo de la esclavitud en Egipto. Hoy son ellos quienes deben tendernos la mano a los esclavos actuales, nosotros, los palestinos. Digan a los judíos estadounidenses que pedimos a los israelíes la liberación de los territorios ocupados y el reconocimiento del Estado palestino'. 'Cuando era niño', añade, 'vivía en Jerusalén, junto al Muro de las Lamentaciones. Toda mi infancia jugué con niños judíos. Digan a los norteamericanos que aquí, en mi despacho, junto a mi mesa de trabajo, tengo la menorá'; y se levanta para coger el pequeño candelabro de siete brazos y mostrárnoslo. Después recuerda que hay 21 mujeres que han dado a luz en coches mientras aguardaban en el control de carretera, que dos de ellas murieron y que uno de los niños nació muerto. Conocí a este hombre en noviembre de 1982 (¡hace veinte años!) en Hammam-Lif, junto a

Túnez, donde se había refugiado después de huir de Líbano y las matanzas de Sabra y Chatila. Y allí estaba, con intención de matarle, su enemigo de siempre, Ariel Sharon. El mismo que todavía hoy, cuando escribo, le asedia con sus tanques armados, dispara contra su cuartel general, le encierra en dos habitaciones, sin luz eléctrica ni agua. Mientras, chicos y chicas hasta arriba de tritol se matan y matan en esta Tierra Santa que se ha vuelto infernal. Entretanto, la perversidad y la violencia del desafiante Sharon y el silencio consentidor de su aliado Bush provocan la reacción de los países árabes y hacen temer lo peor. 'Hacen la guerra a la paz', ha dicho, casi llorando, el Papa de Roma.

Y aquí, a salvo en mi país, en mi casa, recién vuelto del viaje a Israel / Palestina, con las noticias atroces que llegan, con las llamadas diarias a Piera -una italiana casada con un palestino, encerrada en su casa de Ramala, sin luz ni agua-, siento la inutilidad de las palabras, la desproporción entre mi deber de escribir, de dar testimonio de la realidad que hemos visto, las personas con las que hemos hablado, y la gran tragedia que allí se está desarrollando.

Pero tengo el deber de escribir. Al día siguiente nos vamos a Gaza. Larga espera en el control de Erez, el límite de la franja. Nos esperan allí coches con banderas de la ONU. En la franja de Gaza, como en un descenso a los infiernos, llegamos a las aldeas de Khan Yunus y Rafah, recientemente reocupadas y destruidas. Rafah, especialmente, en la frontera con Egipto, completamente arrasada por las excavadoras. Nos recomiendan que permanezcamos siempre en grupo, que no nos alejemos, porque corremos peligro de que nos dé alguna bala procedente de los fortines de cemento que se alzan en la frontera. Mientras subimos por el terraplén de escombros, un hombre con muletas que va a mi lado se cae y se hiere el rostro y las manos. Le ayudamos a levantarse. Y el hombre, tenaz, llega hasta el centro del grupo y comienza a hablar y contarnos. Aquí, donde están los escombros, estaba su casa, la casa en la que vivía con su mujer y sus siete hijos. A las dos de la mañana llegaron los tanques, las excavadoras, y en un par de horas derribaron y aplanaron todas las casas de la aldea. Bajo aquellos escombros están sepultados todos sus recuerdos, sus libros, los cuadernos de sus hijos. Una mujer a su lado, quizá su mujer, se hace eco de sus palabras y prosigue con voz aguda el relato. Poco después, en Khan Yanus, se oye una nenia por un altavoz. En una callejuela adornada con banderas y festones se desarrolla una ceremonia fúnebre por uno de esos combatientes y terroristas a los que llaman 'mártires'. La ceremonia, nos explican, dura tres días, con visitas a los familiares, ofrendas de comida y música. Es la antigua ceremonia fúnebre mediterránea, la que Ernesto de Martino ilustró en Morte e pianto rituale.

Llegan de nuevo, mientras escribo, noticias de muerte y llanto, de la ocupación de ciudades palestinas; de explosiones de tritol, suicidios y matanzas por todas partes. Noticias de angustia. Y debo escribir sobre nuestro viaje, la breve y afortunada interrupción de la violencia en la que se desarrolló. Pero el recuerdo es confuso, como un sueño del que, al despertar, no quedan más que fragmentos. Fragmentos como el encuentro en Jerusalén con David Grossman, la visita a la ciudad vieja, la procesión de los padres franciscanos en una callejuela, la carrera de los judíos ortodoxos, con las hopalandas y los sombreros negros, hacia el Muro de las Lamentaciones, los paseos por el barrio árabe. Fragmentos como, en el gran vestíbulo del hotel de Tel Aviv, la imagen de jovencitas y jovencitos vestidos de soldados de Sharon. En cambio, sí permanecen claros el rostro del poeta Aharon, un disidente israelí, y el de su hijo David, desertor del Ejército. Son ellos dos, padre e hijo, quienes delante del hotel, con una sonrisa melancólica y un tímido gesto de la mano, nos saludan cuando el autocar se pone en marcha para ir al aeropuerto. De Aharon y David sí me acuerdo, y también de la madre de Ramala, aquella que estaba agachada junto a su hoz y sus ramilletes de nébeda.

Vincenzo Consolo es escritor italiano. © Parlamento Internacional de Escritores.

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