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Columna
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Los que se van

Estas semanas que vienen anuncian exposiciones homenaje a dos grandes figuras de la fotografía mundial. Podrán llegar al País Vasco desde Sevilla y Madrid, primeros lugares de destino. La mayor parte de las veces este tipo de actos se celebran siempre después de la muerte o víspera del entierro de algún autor, pero afortunadamente los casos a los que nos referimos también tuvieron su gloria en vida. Se trata de Inge Morath (Austria 1923-Nueva York, 2002), muerta este último mes de febrero, y Manuel Álvarez Bravo (Ciudad de México, 1902) con sus cien años recién cumplidos. Dos nombres con aureola propia para la fotografía del siglo XX. Dos ejemplos para la historia mítica de la fotografía. Dos personalidades que se encuentran en el blanco y negro y saben transformar en imágenes todo aquello que les hace palpitar el corazón. Poco valor dieron a la modas; sus imágenes cuentan de los demás y a la vez son el trayecto de su biografía.

La primera referencia de Inge Morath llega por haber sido la primera mujer que pasó a formar parte de la mítica agencia Magnum. Su nombre entró en las páginas de las revistas de sociedad por su matrimonio con el dramaturgo Arthur Miller, una vez éste se hubo divorciado de Marilyn Monroe. Pero si nos remitimos a lo estrictamente fotográfico, su gran maestro fue Henri Cartier-Bresson, del que fue ayudante durante dos años. Su debú como reportera de prestigio lo llevó a cabo en Pamplona con un interesante trabajo sobre la fiesta de San Fermín. A continuación, durante la década de 1950, recorrió con su Leica otras regiones de España donde prestó especial atención a temas de vida cotidiana, escenas donde otorga a la mujer un protagonismo relevante.

Esta primera etapa fue preámbulo de muchos viajes. Rusia, Oriente Próximo, China y otros muchos países de distintos continentes. Entendía el reportaje alejado de la espectacularidad de los grandes acontecimientos. Buscaba el interés de los temas sencillos, esos que pasan desapercibidos para el común de los humanos. Ahora su recuerdo, además de estos temas con profundas raíces humanísticas, nos devuelve los retratos de personajes famosos donde predominan artistas como Giacometti, Picasso, Miró o numerosas estrellas del cine.

Manuel Álvarez Bravo es uno de los padres de la fotografía mexicana cuya influencia ha traspasado las fronteras de su tierra. El respeto hacia las personas fotografiadas es uno de sus grandes legados para la posteridad. Se interesa de manera especial por los más variados aspectos del mundo que le rodea. Puede tratarse del paisaje, las gentes que lo ocupan, el pasado con sus ruinas aztecas o el presente con todas sus innovaciones. Si en los aspectos éticos toma ejemplo de Hugo Brehme, la conciencia de expresión personalizada le llega por Tina Modotti. Así, desde la calidad fotográfica reproduce el espíritu de los tiempos. Es una fotografía vanguardista repleta de elementos poéticos que le otorga el sobrenombre de 'el poeta de la luz' según calificativo de Octavio Paz y otros poetas coetáneos.

Álvarez Bravo no se conforma con fijar la belleza en sus placas y salvaguardarla para la eternidad. Aborda su universo próximo de manera conjunta, un espacio habitado, donde las personas intervienen y construyen la historia. Su sensibilidad añade aspectos de lo invisible, sugerencias imperceptibles, el tierno espíritu de lo que plasma. Interpretaciones para unas imágenes que van más lejos de su propia configuración geométrica. Por otro lado, los títulos que otorga a sus fotografías abren las puertas de la interpretación al observador, sin imponerle un camino obligado. Una nueva manera de percepción visual donde la polivalencia surge de la combinación de distintos signos.

El agasajo de sus colegas se ha convertido por su centenario en el libro Cien años, cien días, con un centenar de sus fotografías. Una recopilación de la obra de un artista cuya cámara ha sido capaz de captar una realidad fantástica donde todo irradia sosiego y el pasado significa indio.

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